RICARDO BECERRA LAGUNA
Algunos observadores extranjeros y no pocos comentaristas locales, han definido a nuestra campaña electoral presidencial como una extraña búsqueda del centro, como un regodeo que, sin raspar ni ser raspado, sobre todas las cosas, busca al hipotético “votante medio”.
No son solo el tono y el contenido de sus mensajes electrónicos; no solo es la sustancia –tan comedida- de sus discursos, son también los actos, los gestos, la idea general de cada una de las campañas: evitar el roce y a toda costa, evitar aparecer en uno de los extremos.
Todo lo cual contrasta fuertemente, no solo con lo ocurrido en la campaña presidencial de 2006 o con la del año 2000, sino también con otras, mas o menos recientes del ámbito local. Y no sólo eso: la cosa pone en cuestión una de las verdades más caras de los publicistas nativos e internacionales: que las verdaderas campañas no consisten en apelar a la voluntad del supuesto votante centrista, sino al revés: inmovilizar –llenando de dudas y de miedo- a los votantes del contrario.
Recuerdo que Jacob Weisberg -liberal americano donde los haya- hace algunos años, dedicó un importante análisis (en el Financial Times) a la aviesa figura de Karl Rove, el que fuera estratega político número uno, el “niño genio” de G. W. Bush. Weisberg reconocía, con todo, que había una intuición exitosa y malévola en Rove, si reconocemos que en varios comicios nacionales desafió la idea de que toda contienda electoral es una lucha por el centro. Rove propuso a los republicanos andar por el camino contrario… y ganó dos elecciones seguidas.
Su planteamiento es triple: primero, las elecciones no se ganan, sino que se pierden; competir con propuestas frente al gobierno o los adversarios es un ejercicio de pura melancolía. Segundo, siempre es más difícil atraer a sectores nuevos y por ello inseguros; en cambio, es más redituable desmovilizar y sembrar dudas sobre las razones o virtudes de los contrincantes. Y tercero: la fórmula consiste en radicalizar el discurso, dramatizar, hacer sentir que algo muy grave ocurrirá si no gana la opción que promueve este tipo de campañas.
Normalmente estos axiomas acomodan mejor a las formaciones políticas de la derecha y no obstante, la doctrina de la propaganda extrema y polarizante había sido convertida en todo un canon teórico por un buen número de politólogos y agencias del mainstream publicitario en el mundo.
Pero resulta que México parece haber hecho oídos sordos a las consejas de los expertos en marketing y lo que tenemos hoy, son cuatro formaciones denodadamente centristas: ni la derecha ni la izquierda se apartan del centro y los que se hayan en medio de la geometría, no hacen sino reiterar su intención de seguir allí durante toda la campaña. Todo eso, al menos hasta ahora, transcurrido ya el 10 por ciento de la misma. La pregunta es ¿por qué esta nueva escenografía electoral, si lo que se disputa es el poder político completo a nivel federal y casi la mitad del país en el orden local?
Según los propios estrategas, son tres factores poderosos los que condicionan esta novísima disposición de la política mexicana: en primer lugar, la percepción y el clima de inseguridad, las malas noticias que en los últimos años han caído a carretonadas en la opinión pública. El partido o el candidato que arroje la primera piedra, irritando o inflamando el ambiente, será inmediatamente rechazado por una mayoría del electorado, tan necesitada de respiro y algo de concordia.
En segundo lugar: la ley electoral y el endurecimiento de los criterios del Tribunal y del IFE en torno a las acuosas categorías de denigración y calumnia. Según esto, los alcances de lo que “se puede decir” se han estrechado a tal punto que las posibilidades de una “campaña de contraste” están condenada de antemano, frente a la veloz guillotina de las medidas cautelares y ante las penas y multas previsibles de un procedimiento especial.
En tercer lugar y más importante: por memoria colectiva, porque las personas políticamente activas, los partidos, militantes y gobernantes mantienen en sus bulbos raquídeos, el recuerdo del trauma de la contienda en el 2006, aquella en la que los ataques personales y las denigraciones sumarias monopolizaron las pantallas; en la que fue clausurada una de las calles principales del Distrito Federal durante semanas; en la que el fantasma del fraude electoral volvió a recorrer discursos y agendas de partidos y cuya sombra –discordia, antagonismo y mala fe- se prolongó casi todos los días del gobierno que emergió de esa campaña y de esa elección.
¿Todo esto determinará el tono y el contenido de los siguientes ochenta días de campaña? Es difícil decirlo, pero en el ambiente electoral se percibe el intento nuevo de establecer otro juego y otras estrategias en las que la polarización, no parece ser opción.
¿En qué momento cambiará este ambiente? ¿Será el esperado debate un punto de inflexión? ¿Podrán las fuerzas políticas contener sus ansias y apetitos y ensayar estrategias más inteligentes, innovadoras, que las desastrosas campañas negativas? Y si no ¿quién tirará la primera piedra?
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