JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
Más allá de sus evidentes funciones electorales, las campañas generan la posibilidad de analizar, así sea sesgada y parcialmente, el sistema político mexicano. Por un lado, desde luego el visible, están los discursos, las promesas, los llamados y los registros que desembocarán en la integración de los órganos del Estado que en el futuro tomarán muchas de las decisiones colectivas por las que habremos de guiarnos. Esta parte de las campañas es mediática: trata de llegar, de ser visible, de convencer y de convertir a las personas en electores y a los electores en votos favorables. Si sólo miramos a esta parte de las campañas, hay factores que nos pueden mantener optimistas: la ciudadanía está escuchando mensajes y está logrando mantener aceptables niveles de participación.
Sin embargo, al lado de esta cara visible y festiva, hay otras que, de analizarse, podrían mostrarnos mucho de lo que hoy es nuestro sistema político o, más en general, las relaciones de poder en el país. Desde luego, está la dimensión de los arreglos entre quienes van a participar en política y quienes esperan verse beneficiados por sus actos: contratistas, intermediarios y un largo etcétera que apoyan esperando su recompensa. Identificar hoy a los sujetos participantes y la clase de beneficios esperados puede ayudar a entender muchas dinámicas legislativas y gubernamentales que habremos de presenciar.
Otra cara que conviene considerar es aquella que tiene que ver con el tipo de discurso político. Desde el punto de vista del transmisor, todo ha quedado concentrado en los candidatos a la Presidencia de la República. Son ellos las únicas voces del juego electoral, al punto que ni los partidos ni los candidatos a otros cargos la tienen. Por el modo de presentarse las cosas, pareciera que estamos ante un ejercicio plebiscitario entre quienes pretenden ocupar el Poder Ejecutivo y desde el que lo único relevante es apreciar las cualidades personalísimas de los contendientes. Todos los demás callan o participan coralmente.
Considerar el mensaje es igualmente interesante. ¿Qué transmiten los candidatos como grandes voces del juego electoral? Básicamente, vagas promesas y generalizaciones. Se busca el voto tratando de lograr la aceptación personal. La legitimación política es de orden carismático: yo sé, yo puedo, yo soy confiable, yo no fallo. ¿Dónde está la propuesta, dónde la idea? Desplazada por la búsqueda del voto. Alguien podrá decir que la función de la campaña es lograr votos, de manera que se cumple el fin cuando se trabaja para ello y sólo para ello. Sin embargo, cabe contraargumentar, ¿cuándo se presentarán las ideas que habrán de estructurar el programa y acción de gobierno? ¿Cuándo se presentará el discurso que anime al cambio, que concite voluntades para enfrentar las cosas?
Identificar al mensajero y a su mensaje permiten identificar al destinatario para el que se actúa: un votante y nada más. No al ciudadano, no al colaborador, sino sólo al votante: el medio para alcanzar el cargo. Alguien interesante momentáneamente, temporalmente. ¿Y después? Alguien sobre quien es posible decidir por medio de representantes dentro de la más perfecta lógica democrática.
Si tomamos en conjunto lo acabado de exponer, ¿qué decir de la vida política nacional? Que, más allá de los señalamientos hacia lo que parecieran las características de ciertas etapas históricas recientes, en realidad mucho de lo que se hace como política es generalizable a los actores de nuestros tiempos. Los partidos siguen sin ser grandes articuladores de ideas o propuestas, ni organizaciones capaces de construir un programa propio. Son, más bien, efectivas maquinarias electorales de actuación periódica. Los ciudadanos son, ante todo, electores y no participantes de la cosa pública. Los actores sociales considerados tradicionalmente fuertes (sindicatos, empresarios, cámaras, etcétera) no construyen agenda general ni buscan los medios para realizarla. Son generadores de agendas particulares que endosan bien a la clase política al punto de hacer aparecer como propia.
Las campañas están teniendo una dimensión puramente noticiosa. Son la bitácora de actividades de los cuatro candidatos, el relato de sus giras y palabras, de las maneras de apelar a los votantes. Si mi recuento es correcto, seguimos atascados en un antiguo sistema que da la impresión de modernidad por las posibilidades electrónicas de transmitir discursos, pero no por la calidad de éste, ni por la posibilidad de quedar vinculado a él, ni por el horizonte del cambio a alcanzar.
En los últimos días hemos oído decir que las campañas están resultando aburridas. ¿A qué puede deberse esta impresión? Por una parte, y afortunadamente, a que no estamos inmersos en el mero espectáculo. Lo que se dice no a partir del insulto o la mentira. Eso está bien y es un adelanto. Y, por otra parte, a que las campañas, los actores, los discursos están resultando previsibles. Pareciera que lo que se quiere es ganar la elección para estar en posibilidad de ejercer el poder y luego acomodar las cosas lo menos posible con base en la nueva legitimación democrática. Creo que lo que vemos en las campañas trasluce mucho de lo que sigue siendo la política nacional.
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