jueves, 5 de abril de 2012

¿Y LAS PROPUESTAS?

RAÚL CARRANCÁ Y RIVAS

La propuesta es una proposición o idea que se expresa y sirve para lograr un fin, y la proposición es a su vez algo que se propone, o sea, la expresión de un juicio. En tal virtud los spots que hasta ahora hemos oído de Vázquez Mota y Peña Nieto, e incluso sus discursos, no son proposiciones sino afirmaciones de un hecho futuro: terminaré con la violencia, acabaré con la inseguridad, no es satisfactoria la estrategia actual contra el crimen, regresaré paulatinamente el Ejército a sus cuarteles. Y así por el estilo. No son ideas, no son juicios, sino buenos propósitos. Añádale a esto las estadísticas premonitorias que van definiendo a modo de triunfo anticipado la posición de cada uno de los candidatos presidenciales. Son vaticinios antidemocráticos que sugestionan al votante. Por eso urgen los debates donde los candidatos hagan un esfuerzo para presentarnos un juicio, aunque sea con los más elementales principios de la retórica. Que nos persuadan. Ahora bien, lo señalado corresponde única y exclusivamente a ellos. Pero el elector dónde queda. ¿No tenemos acaso el deber -aparte del derecho- de pensar para decidir? ¿O nos vamos a dar por satisfechos con una pseudooratoria gritona, estridente? No reclama mucho esfuerzo ver quién la usa, es cosa nada más de poner un poco de atención; y al respecto yo creo que ésta se ha centrado única y exclusivamente en los políticos, en los candidatos, pasando por alto las obligaciones del elector. La teoría política coloca al elector y al elegible en los dos platillos de la balanza democrática, sin que el fiel pierda su verticalidad. Por desgracia se suele olvidar que el gran personaje es el votante, el pueblo. Al candidato se le reclama preparación, coherencia, programa. ¿Y al elector? ¿Acaso lo prepara el IFE para la gran responsabilidad que tiene? Nos dejan un poco sueltos, a la deriva, creyendo que la soberanía, que esencial y originariamente reside en nosotros, es una especie de entelequia que desciende el día de las elecciones como el Espíritu Santo en Pentecostés.
Hay que sacudir las conciencias políticas de los ciudadanos. ¿Pero qué pasa si no lo hacen los candidatos, los que aspiran a un cargo de elección popular? No hay más camino que enfrentarlos en sana competencia de ideas, y que el pueblo juzgue y decida. El IFE no puede obligar a los candidatos a razonar y a pensar, pero sí puede instarlos a ello poniendo a su alcance los medios necesarios. La responsabilidad del instituto electoral es muy grande y no se debe conformar con sólo ver a los candidatos en la pasarela del voto, solicitando el aplauso de los electores. Por eso los debates en público, tan anhelados, son y serían una especie de concurso para que resalte el mejor. La cultura política de occidente tiene como base el debate, la dialéctica. Insisto en que los spots son insuficientes, han sido muy pobres y corresponden a una mercadotecnia electoral en que exclusivamente se anuncia la mercancía. Eso no es democracia sino un juego absurdo que no lleva a nada y que al final de cuentas se reduce a demagogia. Y en cuanto al tiempo hay que ampliarlo. Un debate limitado a contados minutos es una cápsula que apenas llega a resumen. Desde luego tampoco se trata de abusar de la tribuna, pero en tres palabras únicamente se dicen tres palabras. Que no se olvide que se busca la Presidencia de la República, nada más y nada menos. Además, que los candidatos contesten entrando en diálogo las preguntas de la gente, del pueblo. Por supuesto habría que hacer aquí una selección en que no hubiese manipulación de ninguna clase.
En suma, poco favor le hacen a la democracia y al proceso electoral los spots desabridos, las encuestas anticipadoras y los discursos mañosos. Que demuestren los candidatos presidenciales su agilidad mental, sus facultades de concentración y de exposición, y que no nos traten como si fuéramos meros títeres electorales que en la hora decisiva, por la vía de un cordel manipulado, depositarán su voto en las urnas.

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