MIGUEL CARBONELL
Durante la magnífica oración fúnebre que pronunció en la ceremonia de cuerpo presente que se hizo en memoria de Jorge Carpizo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el rector José Narro Robles lo calificó como un puente entre generaciones.
De entre todas las facetas que desarrolló Carpizo a lo largo de su fecunda existencia, quizá valga la pena destacar ahora la que evocó Narro en su discurso, ya que lo proyecta a lo largo del tiempo y explica tanto el respeto que tuvo por sus maestros, como el aliento que siempre prestó para el desarrollo profesional y académico de sus discípulos.
Carpizo hablaba con devoción de su primer gran maestro: Mario de la Cueva, a quien ayudó como profesor adjunto en su clase de Teoría del Estado. De la Cueva fue un faro indispensable para definir la vocación académica e intelectual de Carpizo. Su otro maestro a lo largo de décadas fue Héctor Fix Zamudio, quien en realidad es el gran mentor de todos los que trabajamos en el Instituto de Investigaciones Jurídicas.
De Fix Zamudio y de Diego Valadés, Carpizo decía que eran sus hermanos académicos. Su amistad a lo largo de más de cuatro décadas estuvo marcada siempre por el respeto y la admiración recíproca. Me consta que muchas (si no todas) de las decisiones que tomaba Carpizo en el ámbito de la universidad eran consultadas con Fix Zamudio y con Valadés: tal era el aprecio que sentía por su maestro y por su entrañable amigo.
Fix Zamudio, siendo director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, había invitado a Carpizo a ser el secretario del Instituto en octubre de 1967. Esa invitación, según lo ha escrito muchas veces Carpizo, marcó su decisión vital de hacer una carrera en la UNAM. A lo mejor Fix Zamudio no se lo imaginaba entonces, pero esa temprana invitación (Carpizo tenía entonces apenas 23 años) cambió la historia del Instituto, de la UNAM y probablemente también haya contribuido a cambiar una parte de la historia de México.
Carpizo supo formar a varias generaciones de juristas, a quienes transmitió su mística de amor por el trabajo bien hecho, su pasión por la universidad, su ética intachable y su compromiso total con la defensa de los derechos humanos.
Carpizo fue un ejemplo para miles de jóvenes abogados que nos formamos en las aulas de la UNAM. Pero no fue un ejemplo lejano, de esos que solamente pueden ser leídos y con los que nunca se habla. Por el contrario, a Carpizo cualquiera podía encontrarlo en los pasillos de su Instituto, dando conferencias en muchísimas ciudades de México y del extranjero, o en los aeropuertos.
Podía uno preguntarle de todo y nunca salía defraudado: sabía muchísimo de derecho constitucional, pero tenía igualmente una cultura general impresionante. Fue a lo largo de su vida un gran lector y entre sus aficiones más preciadas estaba el cine. Fue un viajero inagotable. Un amigo cercano y atento. Una persona que disfrutó de la vida en toda la extensión de la palabra.
Parte de ese disfrute vital consistía precisamente en realizar la tarea de servir a los demás y de honrar los altos ideales en los que creía. Intervino en las grandes causas de México: luchó por la democracia y contra el presidencialismo, defendió como pocos el Estado laico, aplicó la ley de forma rigurosa e hizo de la construcción del Estado de derecho en México una causa de interés nacional.
En la defensa de cualquier causa progresista podía contarse con Carpizo: no había tema vinculado con la defensa de la dignidad humana que le fuera indiferente. Y en todo lo que hacía imponía un sello personal imborrable.
A pesar de tener mil ocupaciones, era siempre el primero en entregar los trabajos académicos que le encargábamos para obras colectivas del Instituto. Si empeñaba su palabra de entregar un texto, uno podía tener la certeza de que el texto llegaría a tiempo y que sería sólido y riguroso, como todos los que escribió a lo largo de su vida. No hay muchos académicos que hayan sido tan exigentes consigo mismos como lo fue Carpizo a lo largo de casi medio siglo de producción intelectual. Hasta un día antes de su inesperada muerte estuvo trabajando intensamente en la nueva edición de su libro clásico La Constitución mexicana de 1917 , que originalmente había sido su tesis de licenciatura, publicada por vez primera en 1969. También por eso es que es un ejemplo para las generaciones venideras.
Hay personas que dedican lo mejor de su vida a la construcción de instituciones. Carpizo fue una de esas personas, como tanto se ha recordado en estos días posteriores a su desaparición física. Pero habría que destacar también que fue un gran "constructor" de personas: gracias al apoyo que nunca escatimó para los más jóvenes, a su magisterio intelectual y ético, a su ejemplaridad en público y en privado, a su generosidad con los más cercanos, a su sentido de hombre de Estado. Su voz hubiera servido de faro y de guía en los años tan difíciles que México tiene por delante. Aunque ya no nos pueda acompañar, quedará por siempre su brillante biografía, sus libros y artículos, su amistad prodigada sin límites. Lo vamos a extrañar mucho.
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