El presidente Calderón descubrió la necesidad de cambiar y presto transmitió su descubrimiento al respetable. Precedido de una ominosa campaña de saturación publicitaria, que lo convirtió en un curioso conductor de programas de autoayuda o venta de productos milagrosos, como la seguridad pública, el bienestar o la salud para todos, Calderón dedicó la mañana del 2 de septiembre a conjugar el verbo cambiar hasta topar con la necedad del dogma hacendario y reafirmar su fe en un equilibrio fiscal que en la actual circunstancia del mundo y de México tiene de sano lo que la cicuta tuvo para Sócrates. Pero así y todo, el Presidente hizo su día y el infantil verbo antipresidencialista que acabó con el fundamental rito republicano del diálogo público entre poderes tuvo su tarde. Ahí las baladronadas del gritón y la futilidad del atento reclamo de la dimisión presidencial.
Así las cosas, la voluntad de cambiar estrenada por el gobierno conservador se troca con las horas en la decisión de no hacerlo en consecuencia con las necesidades impuestas por la crisis y el estado que guarda la nación, sino a contrapelo de ellos para congraciarse con lo más rancio y reaccionario del pensamiento empresarial y, sobre todo, para no provocar el menor reparo en las nefastas “calificadoras” de riesgo que, como pocas, contribuyeron a hacer del riesgo un desplome gigantesco del orden financiero mundial.
El decálogo del Presidente ha sido debidamente celebrado, pero su eficacia y pertinencia no han sido evaluadas. Sin secuencia explícita ni prioridades que comprometan al gobierno, los dichos de Calderón pueden pronto volverse diez mandamientos sin destinatario. Tal vez se hagan cargo de esto los diputados en su análisis del tercer Informe, pero lo cierto es que el análisis de la realidad que debe alimentar toda aspiración política de poder o de relevo, como lo admitió el diputado Rojas nada menos que en Los Pinos, no puede esperar. Cambiar de alma para cambiar el mundo, como dicen quererlo Caderón y sus peculiares exégetas, supone un compromiso intenso con el reconocimiento de la realidad y de la historia que nos ha traído hasta aquí, porque sólo así la República podrá reconstituirse y la economía iniciar su dura y larga reconstrucción sustentada en los recursos reales con que cuenta y no en los imaginados por un dogma en el que creen cada vez menos, salvo cuando se trata de mantener privilegios, propiedad y riqueza.
El país está cruzado por una desigualdad que no tiene parangón y hoy agravada por una pobreza mayor causada por la combinación de una crisis inclemente y los saldos de muchos años de crecimiento mediocre, de estancamiento estabilizador, que sin transición alguna se tornó en caída libre de la producción y el empleo. El “si no hubiéramos actuado como lo hicimos hubiera sido peor” es una burla cruel acuñada en Hacienda hace unas semanas, pero no puede ser admitida en el relevo de la situación a que debe abocarse el Congreso en estos días, de frente no al estallido que viene sino al que ya ocurrió en los ingresos familiares y el ánimo de productores y empresarios quebrados, trabajadores acosados por el despido a la puerta y desempleados formales, que hoy constituyen la mayoría activa nacional.
De esta cara no se ocupa Calderón en su redescubrimiento del mantra del cambio, pero su admisión implícita de que las hipótesis y las proyecciones que inspiraron su estrategia contra la crisis fallaron debería ser aprovechado por los partidos y los grupos parlamentarios para apurar el paso y plantearse ya, ahora, por lo menos dos enormes tareas. La primera de ellas, vital y decisiva, es la de asumir que la emergencia impuesta por la crisis no ha pasado, y que si, en efecto, la economía ya “tocó fondo”, el peligro de que se quede ahí, reptando en un estancamiento destructivo, es real e inminente. Sólo así podremos salir de la trampa ignominiosa de las “finanzas públicas sanas” que Calderón quiere vender como una de las divisas de su cambio.
La otra, fundamental, tarea de la hora es la rehabilitación del edificio republicano y de su Estado, como condición necesaria pero insoslayable para afrontar el enorme reto de construir desde adentro una nueva forma de desarrollo basada en el crecimiento dinámico y la redistribución sostenida del ingreso y la riqueza. Esta es el alma que hay que cambiar; lo demás es puro espiritualismo, cuando no elemental espiritismo.
Murió la querida Margarita Suzán, incansable luchadora y entrañable amiga. Mi solidaridad con Reinaldo, Laura y los suyos.
Así las cosas, la voluntad de cambiar estrenada por el gobierno conservador se troca con las horas en la decisión de no hacerlo en consecuencia con las necesidades impuestas por la crisis y el estado que guarda la nación, sino a contrapelo de ellos para congraciarse con lo más rancio y reaccionario del pensamiento empresarial y, sobre todo, para no provocar el menor reparo en las nefastas “calificadoras” de riesgo que, como pocas, contribuyeron a hacer del riesgo un desplome gigantesco del orden financiero mundial.
El decálogo del Presidente ha sido debidamente celebrado, pero su eficacia y pertinencia no han sido evaluadas. Sin secuencia explícita ni prioridades que comprometan al gobierno, los dichos de Calderón pueden pronto volverse diez mandamientos sin destinatario. Tal vez se hagan cargo de esto los diputados en su análisis del tercer Informe, pero lo cierto es que el análisis de la realidad que debe alimentar toda aspiración política de poder o de relevo, como lo admitió el diputado Rojas nada menos que en Los Pinos, no puede esperar. Cambiar de alma para cambiar el mundo, como dicen quererlo Caderón y sus peculiares exégetas, supone un compromiso intenso con el reconocimiento de la realidad y de la historia que nos ha traído hasta aquí, porque sólo así la República podrá reconstituirse y la economía iniciar su dura y larga reconstrucción sustentada en los recursos reales con que cuenta y no en los imaginados por un dogma en el que creen cada vez menos, salvo cuando se trata de mantener privilegios, propiedad y riqueza.
El país está cruzado por una desigualdad que no tiene parangón y hoy agravada por una pobreza mayor causada por la combinación de una crisis inclemente y los saldos de muchos años de crecimiento mediocre, de estancamiento estabilizador, que sin transición alguna se tornó en caída libre de la producción y el empleo. El “si no hubiéramos actuado como lo hicimos hubiera sido peor” es una burla cruel acuñada en Hacienda hace unas semanas, pero no puede ser admitida en el relevo de la situación a que debe abocarse el Congreso en estos días, de frente no al estallido que viene sino al que ya ocurrió en los ingresos familiares y el ánimo de productores y empresarios quebrados, trabajadores acosados por el despido a la puerta y desempleados formales, que hoy constituyen la mayoría activa nacional.
De esta cara no se ocupa Calderón en su redescubrimiento del mantra del cambio, pero su admisión implícita de que las hipótesis y las proyecciones que inspiraron su estrategia contra la crisis fallaron debería ser aprovechado por los partidos y los grupos parlamentarios para apurar el paso y plantearse ya, ahora, por lo menos dos enormes tareas. La primera de ellas, vital y decisiva, es la de asumir que la emergencia impuesta por la crisis no ha pasado, y que si, en efecto, la economía ya “tocó fondo”, el peligro de que se quede ahí, reptando en un estancamiento destructivo, es real e inminente. Sólo así podremos salir de la trampa ignominiosa de las “finanzas públicas sanas” que Calderón quiere vender como una de las divisas de su cambio.
La otra, fundamental, tarea de la hora es la rehabilitación del edificio republicano y de su Estado, como condición necesaria pero insoslayable para afrontar el enorme reto de construir desde adentro una nueva forma de desarrollo basada en el crecimiento dinámico y la redistribución sostenida del ingreso y la riqueza. Esta es el alma que hay que cambiar; lo demás es puro espiritualismo, cuando no elemental espiritismo.
Murió la querida Margarita Suzán, incansable luchadora y entrañable amiga. Mi solidaridad con Reinaldo, Laura y los suyos.
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