lunes, 21 de diciembre de 2009

EL MATRIMONIO ENTRE HOMOSEXUALES

NÉSTOR DE BUEN

El tema es aparatoso, quizá emocionante. Porque la realidad es más aparatosa que el derecho y la evidencia de esas uniones nadie la puede poner en duda, como la frecuencia del adulterio. A partir de allí habría que pensar en que si la Asamblea de Representantes acuerda regular ese tipo de unión –me resisto a llamarle matrimonio–, no habría demasiados motivos para dejar intocado el adulterio que es un fenómeno más que normal. Es evidente que la concepción legal del matrimonio no servirá para poner en orden ese tipo de uniones. La definición que del matrimonio hace el art. 146 del Código Civil vigente en el Distrito Federal, lo hace imposible: Matrimonio es la unión libre de un hombre y una mujer para realizar la comunidad de vida, en donde ambos se procuran respeto, igualdad y ayuda mutua con la posibilidad de procrear hijos de manera libre, responsable e informada. Debe celebrarse ante el Juez del Registro Civil y con las formalidades que esta ley exige. Eso significa que la unión homosexual tendría que buscar un nombre adecuado, limitar las obligaciones mutuas al respeto, que normalmente se traduce por el deber de cohabitación, esto es, la obligación de vivir juntos (o juntas), pasando por alto la posibilidad de criar hijos. La palabra matrimonio pone de manifiesto, con justa razón, la participación preferente de la madre (mater en latín) en tanto que patrimonio (de pater) expresa la idea de que la contribución fundamental del hombre es de tipo económico. Claro está que esa es una regla muy relativa, a la que no se hace mucho caso. El problema esencial está en la procreación de hijos, por razón natural. Claro está que puede ser sustituida por la adopción, respecto de la cual la ley es más flexible. La puede llevar a cabo una persona soltera, siempre que el adoptante sea mayor de edad y tenga, por lo menos, 17 años más que el adoptado (art. 390). No hay que olvidar que la procreación no es una condición esencial del matrimonio. De otra manera no se aceptarían los matrimonios en edad avanzada o reconocida la imposibilidad de procrear, aunque ciertamente esos matrimonios tienen virtudes especiales porque el mutuo respeto y el vivir juntos asuman una mayor importancia. Es más que evidente que en este problema, el conflicto entre el derecho y la moral tiene una importancia mayor. El rechazo social a la unión de dos personas del mismo sexo es más que evidente. Tan evidente como injustificado, dicho sea de paso. Porque la homosexualidad no puede concebirse como un fenómeno aislado sino como una realidad y, como tal, merece respeto y consideración. Las leyes justifican el concubinato, lo regulan y le otorgan derechos fundamentales. Véanse, si no, el propio Código Civil, la Ley Federal del Trabajo y la Ley del Seguro Social, entre otras, que otorgan a los concubinos derechos fundamentales, recogiendo un fenómeno social de evidente importancia. Con respecto a la unión homosexual, nada pasaría si el Código Civil y otras leyes sancionaran sus efectos, bajo condiciones estrictas que se opongan a la frivolidad, poniendo de manifiesto las obligaciones posibles entre los unidos de esa manera, lo que debe incluir el derecho a alimentos, la sucesión legal y prestaciones laborales o de la seguridad social en caso de muerte de uno de los dos sujetos unidos de esa manera. Tal vez sea un problema la denominación de la condición de los unidos de esa manera. La palabra cónyuge, que el Diccionario de la Real Academia traduce por consorte: marido y mujer, respectivamente, no resuelve del todo el problema. La palabra concubino no serviría porque el mismo diccionario la reserva para la relación de un hombre y una mujer que no están casados. Habrá que inventar la palabra. Claro está que el problema tiene, entre nosotros, connotaciones políticas. La Iglesia católica se sube por las paredes (supongo que de una iglesia) ante la posibilidad de reglamentar esa unión, olvidando la frecuencia de uniones de curas con menores o de curas mayores con mujeres también mayores. Culpa de una prohibición absurda del matrimonio de los sacerdotes católicos. El tema da para mucho. Por supuesto que no me opongo a su incorporación al Código Civil. Pero exigirá buena imaginación para salvar los obstáculos formales.

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