Empleo el título de un célebre ensayo de Daniel Cosío Villegas publicado en 1947 para esta reflexión. Decía que las metas de la Revolución se habían agotado y que el término mismo carecía ya de sentido. Señalaba la pérdida de una “carta de navegación” y de “autoridad moral y política de los gobernantes”.
Aunque describía la situación sin piedad, veía un “rayo de esperanza en la reafirmación de los principios y la renovación de los hombres”. Observaba un decaimiento recuperable mediante objetivos remozados y procedimientos convincentes. Proponía un aire nuevo para el régimen, ya que consideraba a la derecha absolutamente incompetente para gobernar.
El debate contemporáneo sólo entre los conservadores halla un propósito de continuidad con reparaciones. De manera semejante al análisis sobre la crisis global: quienes la consideran exclusivamente “financiera” se aferran al pasado, quienes la llaman “económica” se ubican en el centro y quien la estima “sistémica” es la izquierda.
Entre los diputados apenas se plantea el esquema de un acuerdo hacendario y fiscal y comienza a discutirse una reforma de las prácticas del Congreso. Se espera que el Ejecutivo envíe las iniciativas correspondientes a su anuncio de reformas políticas, aunque sean manifiestas la anemia y la intención tramposa de las propuestas.
Nos aprestamos a otro ciclo de parches, incapaces de conformar una arquitectura política diferente, ensayar un nuevo rumbo económico o sellar un ineludible pacto social. A pesar de la catástrofe, la clase dirigente patina en la arena de las pequeñas ganancias. Un bizantinismo inmune al diluvio. Voces más sensatas llaman a la refundación de la República y se extienden los llamados abiertos a la insurgencia. El conjunto no hace coherencia y quien debiera ejercer la convocatoria al diálogo se jacta de encontrarse en el “timón a pesar de la tormenta”, sin percatarse que el barco ya encalló y sólo sigue aferrado al ancla.
Entre tanta estrechez y desmesura he hallado un diagnóstico revelador de Guillermo Hurtado. El filósofo dice: “la crisis se debe a que hemos perdido el sentido de nuestra existencia colectiva”. No tenemos “cohesión, dirección ni confianza”. “Hemos “olvidado qué valorar” y por tanto extraviado “nuestra razón de ser”. La explicación es transparente: “México tuvo una visión de su historia, basada en un amplio horizonte de memorias y expectativas”. Esa visión despareció y hoy no hay lugar ni para el “preterismo” ni el “futurismo”, sólo para un desesperante “presentismo”. En víspera del Bicentenario, carecemos de un discurso nacional “homogéneo, congruente y motivador”. Afirma que la “fractura de nuestra historicidad” nos atrapa en una vivencia “asfixiante y confusa” y que la sociedad mexicana está “desintegrada, desorientada y desalentada”, ya que el tejido colectivo ha sido “desgarrado por la frustración y la violencia”. No abriga confianza en las instituciones surgidas de una “democracia electorera”, que sólo producen una “cacofonía de propuestas desconectadas”.
A diferencia de Cosío, no cree en la regeneración del sistema ni que alcanzaremos la democracia desde las “estructuras inoperantes que precisamente debemos transformar”. Afirma con Caso que necesitamos “alas y más alas”. “Volar alto para salir del fango”. Rechaza la violencia y aboga por una “nueva concordia”.
Sostiene que la tarea es urgente pero apuesta centralmente a la “educación cívica y moral de los mexicanos”. Nos deja el reto de combinar el corto con el largo plazo y confiar el salto histórico a una sociedad desmembrada. ¿Cómo hallar un “sentido colectivo” donde no existe y cómo revolucionar instituciones que se resisten al cambio?
Estas interrogantes definen el inmenso vacío de las próximas celebraciones marcadas por la orfandad, en las que algo habrá de ocurrir al margen de nuestras predicciones.
Aunque describía la situación sin piedad, veía un “rayo de esperanza en la reafirmación de los principios y la renovación de los hombres”. Observaba un decaimiento recuperable mediante objetivos remozados y procedimientos convincentes. Proponía un aire nuevo para el régimen, ya que consideraba a la derecha absolutamente incompetente para gobernar.
El debate contemporáneo sólo entre los conservadores halla un propósito de continuidad con reparaciones. De manera semejante al análisis sobre la crisis global: quienes la consideran exclusivamente “financiera” se aferran al pasado, quienes la llaman “económica” se ubican en el centro y quien la estima “sistémica” es la izquierda.
Entre los diputados apenas se plantea el esquema de un acuerdo hacendario y fiscal y comienza a discutirse una reforma de las prácticas del Congreso. Se espera que el Ejecutivo envíe las iniciativas correspondientes a su anuncio de reformas políticas, aunque sean manifiestas la anemia y la intención tramposa de las propuestas.
Nos aprestamos a otro ciclo de parches, incapaces de conformar una arquitectura política diferente, ensayar un nuevo rumbo económico o sellar un ineludible pacto social. A pesar de la catástrofe, la clase dirigente patina en la arena de las pequeñas ganancias. Un bizantinismo inmune al diluvio. Voces más sensatas llaman a la refundación de la República y se extienden los llamados abiertos a la insurgencia. El conjunto no hace coherencia y quien debiera ejercer la convocatoria al diálogo se jacta de encontrarse en el “timón a pesar de la tormenta”, sin percatarse que el barco ya encalló y sólo sigue aferrado al ancla.
Entre tanta estrechez y desmesura he hallado un diagnóstico revelador de Guillermo Hurtado. El filósofo dice: “la crisis se debe a que hemos perdido el sentido de nuestra existencia colectiva”. No tenemos “cohesión, dirección ni confianza”. “Hemos “olvidado qué valorar” y por tanto extraviado “nuestra razón de ser”. La explicación es transparente: “México tuvo una visión de su historia, basada en un amplio horizonte de memorias y expectativas”. Esa visión despareció y hoy no hay lugar ni para el “preterismo” ni el “futurismo”, sólo para un desesperante “presentismo”. En víspera del Bicentenario, carecemos de un discurso nacional “homogéneo, congruente y motivador”. Afirma que la “fractura de nuestra historicidad” nos atrapa en una vivencia “asfixiante y confusa” y que la sociedad mexicana está “desintegrada, desorientada y desalentada”, ya que el tejido colectivo ha sido “desgarrado por la frustración y la violencia”. No abriga confianza en las instituciones surgidas de una “democracia electorera”, que sólo producen una “cacofonía de propuestas desconectadas”.
A diferencia de Cosío, no cree en la regeneración del sistema ni que alcanzaremos la democracia desde las “estructuras inoperantes que precisamente debemos transformar”. Afirma con Caso que necesitamos “alas y más alas”. “Volar alto para salir del fango”. Rechaza la violencia y aboga por una “nueva concordia”.
Sostiene que la tarea es urgente pero apuesta centralmente a la “educación cívica y moral de los mexicanos”. Nos deja el reto de combinar el corto con el largo plazo y confiar el salto histórico a una sociedad desmembrada. ¿Cómo hallar un “sentido colectivo” donde no existe y cómo revolucionar instituciones que se resisten al cambio?
Estas interrogantes definen el inmenso vacío de las próximas celebraciones marcadas por la orfandad, en las que algo habrá de ocurrir al margen de nuestras predicciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario