Además del caso más reciente en Chiapas, Veracruz se sumó a la nómina de los estados donde se atenta contra el Estado secular y se afectan los derechos fundamentales, lesionando en especial a las mujeres. Sólo que allí se puso en práctica una singular estrategia que consistió en darle por su lado a la alta jerarquía eclesiástica con la reforma constitucional “antiabortista”, y en distraer a la opinión pública con una reforma legal que en apariencia despenaliza el aborto. Dieciocho estados, a los que tal vez se sumarán otros, van configurando el nuevo integrismo mexicano como decisión de los dos partidos con mayor votación en el país. En el caso del PAN no sorprende, porque su trayectoria es la de un partido conservador; pero el PRI construyó por décadas una imagen liberal que hoy han abandonado muchos de sus integrantes. El argumento de que se trata de una decisión tomada en cada estado por los priistas locales es desconcertante, porque denota que el PRI está dejando de ser una organización política nacional para convertirse en una federación de cacicazgos, y porque está girando hacia el clericalismo que por mucho tiempo combatió. Ambos partidos han impulsado una reforma confesional en 18 entidades cuya población asciende a más de 50 millones de habitantes; alrededor del 50% del total nacional. Debe reconocerse, empero, que esa mutación priista todavía no ha tenido costos en sus proyecciones electorales. La Consulta Mitofsky indica que en noviembre pasado las preferencias favorecían al PRI en 41.4%, frente al 19.4 del PAN y al 6.7 del PRD. Con independencia de las variaciones demoscópicas, es indispensable ahondar en el examen de los efectos de las reformas constitucionales locales. Hasta ahora se han analizado sus dos principales consecuencias: La naturaleza del Estado está transitando de la secularidad a la confesionalidad, y se están violando la Constitución federal y diversos tratados internacionales de los que México es parte, mediante medidas discriminatorias, limitaciones a la libertad, agravios a la dignidad y penas inusitadas en perjuicio de las mujeres. La magnitud de esos ataques a los derechos fundamentales no ha permitido que advirtamos otro aspecto, comparativamente menor pero también trascendente: los partidos están poniendo en entredicho el sistema representativo. En 1994 se adoptaron la controversia constitucional y la acción de inconstitucionalidad como medios de defensa de la Constitución. La legitimación para promoverlas corresponde sólo a entes públicos: órganos del poder federal, estatal o municipal, partidos políticos y fracciones de los congresos. Esta situación implicó nuevos derechos para las minorías en los congresos y nuevas responsabilidades para los titulares de los órganos del poder. Todo parecía satisfactorio hasta que comenzamos a ver que, con excepción de Baja California y el Distrito Federal, las comisiones de derechos humanos, incluida la nacional, están comprometidas con el clero; también advertimos que los diputados locales discrepantes no pueden promover acciones de inconstitucionalidad en contra de las reformas confesionales porque no alcanzan el 33% en sus respectivos congresos. En otras palabras, la defensa de la Constitución quedó en manos de sus potenciales infractores. Cuando los partidos que hacen mayoría calificada en los congresos entran en contubernio, no tenemos forma de proteger el orden constitucional. Esta realidad tiene una solución: que exijamos a los partidos una reforma al artículo 105 constitucional para que los ciudadanos, en un número que resulte razonable, estemos legitimados para promover acciones de inconstitucionalidad con objeto de plantear la posible contradicción entre una norma de carácter general y la Constitución. Las reformas constitucionales en materia de aborto muestran que los partidos han optado por apoyos cruzados que les permiten intercambiar posiciones al margen de los intereses nacionales e incluso en contra de la Constitución. Es deseable que esta sea una circunstancia pasajera. Para devolvernos la confianza que nos han conculcado, los partidos podrían ofrecernos una muestra de que no han abjurado por entero de su responsabilidad democrática, confiriéndonos a los gobernados instrumentos jurídicos para que defendamos el orden constitucional, como ya sucede en Colombia, Chile y Perú, por ejemplo, donde existe la acción popular para promover acciones de inconstitucionalidad. Hago votos por que las experiencias del pasado reciente no inhiban las esperanzas en el futuro próximo.
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