jueves, 24 de diciembre de 2009

¿QUÉ PASA CON ZELAYA?

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

Pocos procesos históricos han demandado tantas horas de reflexión, tantas horas de música dedicada y tanta sangre como la integración social en América Latina. Más que la conquista de la democracia —o su construcción, para ser más precisos—, la integración de todos los habitantes del continente a sus respectivos proyectos nacionales ha significado el más profundo drama de nuestra historia desde que nos resolvimos a ser naciones independientes, distintas de las raíces fundamentales que nos compusieron. Porque crear espacios democráticos para todos, incluyentes, abiertos, y sociedades justas y equitativas para quienes las componemos ha sido el desafío de nuestra historia y también la razón por la que, de cuando en cuando, podemos observar procesos de descomposición política tan profundos como el que ha ocurrido en Honduras. Aunque nos cueste trabajo creerlo y supongamos que hay fronteras y distancias insalvables entre nuestros países, son muchas más las cosas, los signos y los elementos que nos hacen semejantes. No es de extrañar que cada suceso histórico ocurrido en otro pueblo del área represente tanto una enseñanza como una advertencia o una esperanza para todos los demás. Hoy, Honduras enfrenta un proceso político sumamente complejo, caracterizado por la descomposición política, la carencia de una clase dirigente responsable y eficiente y enormes presiones derivadas de la pobreza, de la marginación y de la desigualdad. Cada uno de los países de la región ha tratado de dar respuestas a situaciones límite como la que hoy enfrenta Honduras y, aunque no siempre exitosas, cada una de ellas corresponde a una forma de ser nacional, a una serie de prioridades ocultas en el imaginario y en la conciencia colectivas, y van desde las dictaduras más brutales y descabelladas hasta las revoluciones más esperanzadoras y, como decía Julio Cortázar respecto de Nicaragua, tan violentamente dulces. El problema real en Honduras es que no parece haber respuestas ni soluciones en una crisis que, como concierto barroco, añade un elemento nuevo a cada momento y en el que la capacidad y la legitimidad no parecen ir juntas en el mismo sujeto. Esa puede ser la amenaza más fuerte de la posmodernidad y de la contemporaneidad latinoamericana, la generación de una clase de individuos fácilmente vendibles, de discurso fácil e imagen digerible, pero carentes del conocimiento de los fenómenos del Estado y aun de la seriedad suficiente para dedicarse a las cosas de todos. Nadie puede alegrarse o siquiera contemporizar con un golpe de Estado, no existe actitud que lesione la paz, la seguridad y la vida de las personas con más crueldad que convertir al gobierno, del papel de protector, al de victimario. Pero también es verdad que un golpe de Estado es siempre un fenómeno sintomático de otras tensiones que debían haber sido resueltas antes de que los fuertes adquirieran el poder por el ejercicio de la armas. Si algo hubo en las actitudes de Zelaya para conjurar en su contra la furia de aquellos delincuentes, algo hay también en su actitud que no permite resolverlo. Ya veremos.

No hay comentarios: