Muy recientemente, en una entrevista televisiva, se le hizo notar al ahora ex ministro Mariano Azuela que muchos lo consideraban un conservador. Él respondió que si era porque él defendía la ley y lo que ella imponía, entonces sí, se declaraba conservador. Creo que Azuela estaba jugando a hacerse el tonto, porque sabe perfectamente bien de qué se habla cuando se dice que él es un conservador y no sólo de él cabe decirlo. Es el signo de casi todos los jueces. Ojalá todos respetaran e hicieran respetar la ley, pero es precisamente en esto en lo que todos empezamos siempre a tener problemas. En una maravillosa obrita que publicó hace ya más de 70 años, el gran jurista italiano Piero Calamandrei llamaba al elogio de los jueces, no porque creyera que todos son de un actuar impoluto e irreprochable, sino por la enormidad y, a la vez, la majestad de la misión que están llamados a desempeñar: decir el derecho de todos y hacer que la ley se cumpla por encima de cualquier interés particular. En este mundo de fieras, ellos representan la última oportunidad para que los individuos no acaben haciéndose pedazos entre ellos mismos. Don Emilio Rabasa no pensaba que el Judicial fuera un verdadero poder; incluso del Legislativo pensaba que bastaba un piquete de soldados para ponerlo en receso. Ello no obstante, también veía con toda claridad el indispensable papel que los jueces desempeñan en un sistema político en que se busca la realización de la justicia y el acatamiento de las leyes. Convencido de la necesidad del poder fuerte de la Presidencia de la República, que la Constitución de 1917 adoptó bajo su influjo, para él el único verdadero poder es el Ejecutivo. Rabasa, sin embargo, también pensaba en lo que es esencial en la labor de los jueces: preservar el derecho y hacerlo realidad en la vida social, incluso (y sobre todo) sobre el poder del presidente fuerte. En México, la miseria del sistema judicial la hace patente no tanto nuestros ordenamientos procesales que son tan malos o tan buenos como en otras partes del mundo, sino más bien la actuación reiterada de nuestros jueces y, esto, por múltiples razones. La primera, y tal vez la peor de todas, es que llegan muy impreparados al cargo y, como no les gusta estudiar, nunca se dan cuenta de que, para ser juez, hay que afinar el sentido teórico del derecho y, muy a menudo, levantar los ojos por encima de los códigos y su letra para comprender lo que se juzga y cómo hay que resolverlo en justicia. La segunda es que jamás se acostumbran, precisamente por la falta de estudio y aplicación, a hacerse de un valor y de una conciencia de la justicia que para ellos es indispensable si quieren ser de verdad buenos juzgadores. No estoy diciendo (¡Dios me libre!) que deben ser progresistas ni, mucho menos, de izquierda para poder ser buenos juzgadores. Como decía Calamandrei, la justicia está más allá de las ideologías y es sólo cuestión de razón. Un juez debe saber de quién habla la ley (en lo general) y aquilatar los intereses en disputa para saber cuál tiene la razón y hacer justicia a todos por igual. Parece pura retórica, pero es que fuera de ello puede caerse en la mayor impudicia y entonces la justicia no aparece por ningún lado. La tercera es que los jueces son adoradores del puesto y, sobre todo, celosos cumplidores del agradecimiento que deben a quienes les dieron el cargo. Siempre saben a quién se debe que lo hayan obtenido y siempre están dispuestos a obsequiar sus deseos. Eso ocurre en los más altos peldaños del Poder Judicial de la nación. A los ministros de la Suprema Corte los propone en ternas el Ejecutivo y el Senado los designa. No se cómo se da eso, pero ellos viven profundamente agradecidos por la deferencia y se muestran decididos a ser fieles a ella. Creo que no hay nada más lamentable en este mundo, por lo menos para un jurista, que un juez que carece del sentido de la justicia y sólo desempeña su oficio para devengar su sueldo o, si se puede, para venderse al mejor postor en la primera oportunidad. Cuando se trata de un juez menor, digamos de primera instancia, el asunto no es tan grave, porque siempre queda el recurso de mejorar la mala impartición de justicia en instancias superiores. Cuando se trata, empero, de los jueces federales en vía de amparo y, en especial, de los magistrados de circuito o de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el problema se vuelve grave de verdad, porque esos juzgadores son el último recurso para proteger al individuo de una mala decisión de autoridad o de una ley que resulta ser anticonstitucional o, de cualquier manera, ajena a la letra y al sentido de la Constitución. Con ellos se acaba toda esperanza de resarcir un daño o corregir una mala ley. Cuando se reformó la Constitución para instituir los recursos de controversia constitucional e iniciativa de inconstitucionalidad se pensó en la protección de la Carta Magna y en la efectividad de sus principios en contra de actos de autoridad o de leyes que fueran en contra de su espíritu y su letra en una esfera procesal que fuera más allá de las limitaciones que el juicio de amparo entraña y que es puramente individual o particular y no pone en entredicho el acto de autoridad o la disposición legal que se considera dañosa para un interés dado. Son procedimientos para proteger el mismo ordenamiento constitucional cuando es violado. Los primeros que no supieron qué hacer con esa reforma constitucional fueron, increíblemente, nuestros jueces federales. En todos los casos y sin que tuvieran fundamento procesal alguno, se inventaron una formulita que ahora vienen usando para evadir su responsabilidad de proteger el orden constitucional: establecer si el quejoso (siempre será un funcionario o un órgano del Estado, porque los privados no pueden interponerlos, como ya lo expliqué en otra entrega) tiene un interés como se da en el juicio de amparo, vale decir, si ha sido afectado en lo particular por acto o ley que viole la Constitución. Así, se diluye en la nada el verdadero objeto de esa reforma que era proteger la Carta Magna. Eso lo hemos podido ver en todos los juicios que tienen que ver con conflictos laborales y se alegan o se recurre a esas acciones. Se ha visto en la resolución de los juicios de amparo en contra de la ley del ISSSTE (muchos de ellos a cargo de la jueza Coutiño) y en las controversias de anticonstitucionalidad presentadas en el caso de Luz y Fuerza del Centro. Como no hay interés particular afectado, nos dicen, pues entonces no procede proteger nuestra Carta Magna. Es una colosal desvergüenza y un baldón que pesará en la historia para nuestros jueces federales. Nos volveremos a ver en unas semanas, después de un descanso reparador.
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