Un día antes de que fuera ejecutada, la madre del marino que enfrentó a Arturo Beltrán Leyva respondió con entereza a diversos reporteros preguntas sobre su hijo, de quien dijo estaba feliz con su trabajo en la Marina, y tanto en el velatorio como en el sepelio, la señora trajo entre sus brazos una bandera nacional que, doblada, le entregaron los marinos compañeros de su hijo. Al hecho lo precedió un manejo informativo de los medios de comunicación del estado de Tabasco que lindó en la irresponsabilidad. En cuanto se conoció el nombre y el origen del tercer maestre de las fuerzas especiales, cuerpo de élite de la Armada, la prensa destacó al “héroe paraiseño” y desplegaron tal cobertura sobre su madre y su familia que no hubo duda para los sicarios del cártel de los Beltrán Leyva, que en Paraíso, Tabasco, no sólo se enterraba al héroe visible del golpe demoledor para la operación y funcionamiento de su empresa, sino que habitaba ahí —en la más modesta vivienda de ese pueblo—, un orgullo inadmisible en medio de la tragedia. Y quien planeó esa artera ejecución múltiple, de tan alevosa forma como injusta revancha, tuvo plena conciencia de la magnitud de la irritación y la conmoción que suscitaría no sólo en el país, sino en el mundo la noticia. Si la muerte del Jefe de jefes recorrió las primeras planas de la prensa internacional, así también tenía que correr la noticia de la venganza, atroz y despiadada, y así fue. La noticia de la familia ejecutada a sólo seis horas del sepelio del marino dio la vuelta al mundo. Fuera de los fríos cálculos con que las mafias del narcotráfico deciden eliminar personas todos los días, muy aparte de esa escalada de violencia en que las formas van siendo cada vez más sanguinarias y horrorizantes —también síntoma inequívoco de que se van sintiendo disminuidos y cercados—, la ejecución de la familia del marino Melquisedec rompe con toda regla, con todo código y con toda lógica del actual enfrentamiento entre las fuerzas del Estado que luchan contra el narcotráfico, y los cárteles que lo resisten. Ni en la guerra más despiadada se rompen ciertos códigos de respeto hacia las personas enemigas, y menos se atenta contra las familias. Los propios cárteles de la droga en México han insistido a través de las llamadas narco-mantas, dirigidas a las autoridades de distintos niveles, algunas directamente referidas al Presidente de la República, que se respete a sus familias, pues éstas son inocentes de las actividades que realizan. Y en efecto, las penas no pueden ni deben ser trascendentes a familiares que no tengan participación alguna con el ilícito negocio de las drogas. Varias de esas peculiares mantas aparecieron el año pasado en Chihuahua, en varias de las principales calles, y se sustentaba en “reglas” que a nivel internacional se aceptan en los conflictos bélicos. Y como la lucha contra el narcotráfico se ha convertido en una guerra, no es extraño que los propios narcos se acojan a los códigos de los conflictos armados. Lo trágico es que ellos mismos violenten esa norma, de tan ostensible como brutal manera. ¿Qué mensaje hay en esa ejecución múltiple que rompe con una regla tan necesaria? Por supuesto infundir el terror entre la sociedad, provocar el miedo entre los miembros de las Fuerzas Armadas, inhibir y amedrentar la acción del Estado. Y en parte lo logra. Pero en este específico caso, por las modalidades y destinatarios, esa ejecución fue también una respuesta a la forma en que se mostró a la opinión pública el cadáver de Arturo Beltrán Leyva. Manipulado y vejado, sin necesidad alguna. Cercado en un operativo preciso en el que participaron fundamentalmente miembros de la Armada de México —y en cuyo éxito destaca el sigilo y la confidencialidad con la que se mantuvo la operación—, Arturo Beltrán Leyva tuvo la oportunidad de rendirse. Pero decidió resistir y enfrentar el avance de las fuerzas especiales, ya vencidas todas sus fuerzas de seguridad personal. Al caer Beltrán Leyva, el Estado mexicano asestó un duro golpe a las mafias del narcotráfico y demostró al mundo muchas cosas. Además del descabezamiento principal a uno de los cárteles que operaba las más grandes empresas de narcotráfico en la mitad de los estados del país, también se demostró que sí se puede llegar hasta los capos mayores, y que ya es posible ejecutar operativos de esa dimensión sin que se filtre información que pasa por tantas manos. Pero alguien, y hasta ahora no se tiene identificado plenamente, decidió que esa batalla ganada por la Armada de México se inscribiera en una guerra vil y no en un combate frontal, que se saliera de los cauces del Estado de derecho y, en particular, de los derechos humanos. Porque fue precisamente el o los que manipularon el cuerpo de Arturo Beltrán Leyva y luego lo fotografiaron, los que ensuciaron esa victoria de la legalidad sobre el crimen organizado. ¿Con esas intenciones lo hicieron? El Estado mexicano y sólo él, tiene todo el legítimo derecho de usar la fuerza de las armas en contra de los delincuentes que lo resisten y lo enfrentan, como los sicarios y capos del narcotráfico. Pero lo único que no puede hacer es cometer los excesos de sus enemigos, ni cruzar la legalidad en el uso de la fuerza pública, porque entonces deslegitima su actuación. De hecho la lucha contra el narco debiera regresar a un combate de las fuerzas del orden civil, para quitarle toda la significación violenta, belicosa, que tiene esta lucha a la que nos hemos acostumbrado a llamar “la guerra contra el narco”. Así planteada como una guerra, tiene los riesgos inexorables de abusos, excesos, como la violación a los derechos humanos, cuando se decide echar mano del Ejército, preparado y formado para otros avatares y rudezas, en la conciencia de una disciplina que se impone objetivos y no necesariamente cuida los medios. La lucha contra el narcotráfico tiene que revisarse, no detenerse. El uso del Ejército debe estar basado más en la inteligencia militar que en los desfiles continuos de las caravanas de soldados. El operativo de Cuernavaca así lo indica. Es hora de revisar los temas esenciales que involucran al negocio de las drogas, no sólo los de trasiego o distribución, sino los mismos del comercio y las prohibiciones absolutas que generan más problemas que el mal que se desea combatir. La revisión de esa estrategia debe considerar el ámbito internacional, y obligar a nuestros vecinos del norte a debatir responsablemente una acción global, o por lo menos, continental.
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