Alguna vez escribió Adolfo Gilly sobre la
revolución de la madrugada, buscando en el tiempo histórico alguna clave para entender las fascinaciones de aquel proceso y sus muchas frustraciones y decepciones. Ahora, quizás tendríamos que hablar de las conmemoraciones del atardecer, mortecino como en el invierno, preñado de alucinaciones y ominosos horizontes, abrumado por la sensación multitudinaria de una frustración honda, de una decepción general, como me lo propuso una tarde un general, por la manera en que el país y sus grupos dirigentes han entendido el sentido del cambio y la responsabilidad de su conducción. Que un partido dirigista y fideísta como el PAN haya decidido dejar las cosas de la vida a la mano nada invisible del mercado y la Secretaría de Hacienda, puede sólo expresar, una vez más, ese
miedo a gobernardel que ha escrito brillantemente Carlos Arriola en un libro ampliamente ponderado en estas páginas por Adolfo Sánchez Rebolledo. Pero que un presidente como Felipe Calderón decida
imponer su ley, como lo interpretara El Economista este jueves, al remover a Guillermo Ortiz, proponer a Agustín Carstens para sucederlo y, al mismo tiempo, designar a Ernesto Cordero para hacerse cargo de los corredores de Limantour, va más allá de temores y pichicaterías del Bajío y nos habla de una voluntad presidencial decidida a saltarse las trancas de principios y convenciones democráticas, para plantearle a la sociedad y sus organismos políticos y representativos un reto mayúsculo sobre las maneras y criterios para hacer gobernable una democracia que no pocos analistas han visto como desbocada y carente del mínimo control institucional. Calderón se pone al margen de la deliberación y la discusión públicas que, según algunos clásicos, serían la savia de la democracia. La lealtad al hombre y su causa, no al partido, el país o su destino, es lo que gana en las decisiones presidenciales, como lo confirmara el propio Carstens, quien antes de ser consagrado como futuro gobernador del Banco de México nos ofreció cátedra gratuita de sumisión presidencialista. Y por esa vía, que emula los lamentables dichos de aquel muralista de que no había más ruta que la de ellos, el segundo gobierno panista busca imponerle un giro a la evolución política del pueblo mexicano hacia la democracia, al ofrecerle un sendero regresivo de presidencialismo rupestre al que, ¡oh, sorpresa!, se pliega con disciplina ejemplar el partido ganador de las elecciones de medio sexenio, presuntuosamente listo para suceder al panismo silvestre que se aposentó en Los Pinos y que Calderón ha querido rebobinar como régimen de modernización y buena conducta para salir airoso de una crisis devastadora del empleo y de lo poco que de expectativas quedaba. La imposibilidad de separar a la democracia de la economía y su cuestión social está a la luz del día, y no hay a la vista nuevos loros repetidores de la elemental definición que de la democracia hiciera ese genio de la historia y la economía que fue Schumpeter. La política convertida en caja de compensación para las elites se ha vuelto peligrosa, porque corroe al conjunto de las relaciones sociales y la estabilidad del régimen económico y monetario, tan atado como está al designio del dólar. Podrán desgañitarse los guardianes de la vela perpetua del estado de derecho, pero la evidencia es mayúscula y grosera: o se afronta la cuestión social más superficial a la vez que profunda, resumida en las cifras de pobreza, empobrecimiento y desigualdad que da a conocer el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social con profesionalismo y probidad intelectual, o el México profundo se vaciará porque abandonarán el subsuelo los personajes del México bronco que don Jesús Reyes Heroles quiso exorcizar con su reforma de la política y que sus correligionarios priístas han sometido en estos lustros de desastre neoliberal a la desnaturalización más brutal. El relevo en BdeM y Hacienda, como lo fue la discusión fiscal para 2010, debía haber sido un momento de seria y rigurosa reflexión deliberativa sobre el estado de la nación y sus perspectivas, pero no lo fue. El PRI perdió otra oportunidad para por lo menos insinuar su cambio de piel, y el PAN, o la versión que de él ha impuesto el Presidente, gana de todas todas, en la Corte, los derechos humanos y la conducción de la política económica. Extraña e intrigante esta victoria priísta. ¿O sólo se trata de la antesala de un pacto de dominación dirigido a la redición de un autoritarismo que en sus excesos llevó al país a los linderos de la descomposición? ¿Por eso el miedo a censar y censarnos de que ha hecho gala el Inegi autónomo? ¿Está tan feo allá abajo que no quieren darnos cuenta del abismo? Por lo pronto, digamos que no es ésta la vereda para hacer de 2010 el año de la inflexión y del cambio pacífico.
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