lunes, 14 de diciembre de 2009

TARDE DE TOROS

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

En tiempos difíciles, como los que nos ha tocado vivir, uno se refugia en los pequeños placeres, en las tradiciones y en las expresiones del arte y la cultura que nos permiten acogernos a ese mundo de emociones, colores, sonidos y aromas que, al cabo de los años, forman lo más profundo de nuestros recuerdos. Hubo un tiempo en el que el futbol no lo gobernaba todo, un tiempo en el que la crónica taurina competía con la teatral y formaba una especie de género chico de la literatura; un tiempo en el que el espectáculo del toro llenaba las pantallas de televisión y cuyas hazañas se transmitían de boca en boca, aumentando su lirismo y su épica de cada fin de semana.
Desde luego, no creo que todo tiempo pasado fue mejor, al contrario, el futuro es siempre una apuesta llena de esperanza y el presente siempre un estado transitorio.
Pero ocurrió algo en la Ciudad de México, que nos permite abrigar esperanzas sobre el futuro de una de las tradiciones más antiguas de la cultura hispanoamericana: la fiesta brava.
El mano a mano entre Arturo Macías y José Tomás, entre el hidrocálido y el madrileño, entre dos tradiciones y dos formas de entenderse con el toro. La mayor plaza de toros del mundo presentó una asistencia inusitada, mucho mayor que la habitual, y los asistentes fueron testigos de un arte de torear como hace mucho no se veía. El entusiasmo de la respuesta y la crónica que describió la hazaña al día siguiente se vieron renovadas con una alegría y con un arte que alienta las esperanzas de una manifestación de nuestra cultura que ha sobrevivido crisis económicas, un tanto de olvido y un tanto de incomprensión.
El toro es una tradición diríamos que milenaria, presente en la historia de México desde el encuentro de nuestras culturas nutricias y que forma parte de la manera de entender el mundo, contradictoria y no exenta de violencia, no sólo en España y en México, sino en prácticamente todo el continente iberoamericano. Se trata de una opción más en la cartelera cultural de las principales ciudades de nuestro país, una voz más en el concierto de nuestra pluriculturalidad y de nuestra múltiple manera de convivir y entender.
Treinta mil personas, “enloquecidas”, dice la crítica taurina de la ocasión, ovacionaron al mexicano, tratándolo como a un fugaz héroe, medido en la arena y en el duelo con el toro, en una catarsis que nos hizo olvidar, por unos minutos, todos nuestros problemas y todas nuestras contradicciones. Se trata de un fenómeno de contacto emotivo que pocas veces puede ser visto y cuya belleza, complicada y a veces difícil, no pasa por la vía racional, sino por contacto emocional entre quien danza el ballet del toreo y el espectador que siente la fuerza telúrica de la fiesta. Pero han sido también las páginas dedicadas a la fiesta las que pudieron volver a lucir lo mejor de su lenguaje que, elaborado y trabajado en un dulce barroquismo, pareciera de iniciados cuando, en realidad, es de una afición que ha sabido ser fiel por décadas a un espectáculo que, lejos de morir, renace y promete tardes inolvidables.

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