Pobre, muy pobre ha sido el desempeño de la nueva legislatura. Pobre, más pobre si lo comparamos con las iniciativas presentadas y que nunca llegaron al pleno o, peor aún, con la necesidad de remozar nuestras leyes en materias tan importantes como el secuestro, la competencia, los impuestos o la productividad.
De las 624 iniciativas presentadas en este periodo (250 en la Cámara de senadores y 374 en la de diputados) se aprobaron ocho iniciativas en total. O sea, el 1.2%. De ellas, seis correspondieron al presupuesto y "tenían" que ser aprobadas. Es decir, no era opción ni que el Ejecutivo las mandara ni que el Legislativo las atendiera porque la Constitución establece que el primero deberá presentar las iniciativas de Ley de Ingresos y Egresos a más tardar el 8 de septiembre y que los segundos deberán aprobarlas el 15 de noviembre. A ellas se unen otras seis iniciativas de la legislatura anterior.
Pero no nos quedemos en el análisis cuantitativo. La aprobación de una sola ley puede valer mucho más que decenas de ellas que no tienen mayor impacto. Pero no, no es el caso porque fuera del presupuesto sin el cual el Estado quedaría paralizado, sólo completaron su ciclo una importante reforma a la Ley General de Salud y otra sobre el horario estacional.
El análisis cualitativo muestra que se quedaron sin aprobar iniciativas tan importantes como la que modifica el juicio de amparo, las acciones colectivas, la de convergencia de inversiones públicas y privadas, la ley antisecuestro, la del amparo fiscal, la de responsabilidades públicas. Algunas aprobadas en una Cámara pero detenidas en la otra.
¿En qué se fueron los tres meses y medio del periodo legislativo? Pues básicamente en instalarse, repartirse las comisiones, la glosa del informe, algunos nombramientos, declaraciones y pleitos, muchos pleitos. Algo anda mal cuando este país necesita reglamentar o legislar en materias tan relevantes como los medios de comunicación, la competencia, los derechos de propiedad, la impartición de justicia, el mercado laboral o la educación y, simplemente, no se hace.
Algo se puede hacer. Por ejemplo, modificar las reglas con las que operan los diputados y senadores. Dar incentivos al legislador para legislar -¡qué ironía!- o de plano cambiarles las reglas para castigar la inacción.
Una de las formas más eficaces de hacerlo es lo que se llama trámite legislativo preferente. Un mecanismo que permite al Ejecutivo pedir al Congreso que atienda y vote -aprobando, modificando o rechazando- una determinada iniciativa en un tiempo perentorio, digamos 60 días. En caso de no atenderla, la iniciativa presentada por el Presidente se convierte en ley. Se supone que, ante una fecha límite, si a los legisladores les parece apropiada la voten sin utilizar tácticas dilatorias por motivos políticos y, si no les parece, se vean obligados a modificarla o incluso a rechazarla pero no a dejarla en ese limbo que se conoce como la congeladora.
Además de obligar a legislar, el trámite legislativo preferente tiene la gracia de dar publicidad a ciertas iniciativas y de dejar en claro la responsabilidad de cada actor. Por ejemplo, si el Ejecutivo decidiera mandar una iniciativa antimonopolios con carácter de preferente, ésta recibiría publicidad, se produciría un debate, se transparentarían los argumentos en pro y en contra de cada bancada o legislador, se conocería el sentido del voto y quedaría clara la responsabilidad.
Una versión de este método para obligarse a legislar fue aprobada en la legislatura pasada por el Senado pero se "atoró" en la Cámara de Diputados. Ahora, en el paquete de reforma política, el Presidente ha enviado un proyecto en el mismo sentido.
Hay desde luego otras formas que ni siquiera exigen un cambio constitucional. Se puede modificar la Ley Orgánica del Congreso para que los legisladores se obliguen a sí mismos a legislar a través de mecanismos como la imposición de plazos en comisiones, el trabajo en conferencia, la programación de la agenda legislativa, el establecimiento de la caducidad de las iniciativas o los procedimientos de urgencia. El proyecto que sobre reforma del Estado entregó al Senado el Instituto de Investigaciones Jurídicas contiene muchas de estas propuestas. En el propio Congreso hay decenas de iniciativas que apuntan en la misma dirección.
Pero, otra vez, sin voluntad política poco se puede lograr. Y vuelvo con la cantaleta de la voluntad porque depende precisamente de los legisladores poner en la ley la obligación de legislar. ¿Será posible legislar para legislar?
De las 624 iniciativas presentadas en este periodo (250 en la Cámara de senadores y 374 en la de diputados) se aprobaron ocho iniciativas en total. O sea, el 1.2%. De ellas, seis correspondieron al presupuesto y "tenían" que ser aprobadas. Es decir, no era opción ni que el Ejecutivo las mandara ni que el Legislativo las atendiera porque la Constitución establece que el primero deberá presentar las iniciativas de Ley de Ingresos y Egresos a más tardar el 8 de septiembre y que los segundos deberán aprobarlas el 15 de noviembre. A ellas se unen otras seis iniciativas de la legislatura anterior.
Pero no nos quedemos en el análisis cuantitativo. La aprobación de una sola ley puede valer mucho más que decenas de ellas que no tienen mayor impacto. Pero no, no es el caso porque fuera del presupuesto sin el cual el Estado quedaría paralizado, sólo completaron su ciclo una importante reforma a la Ley General de Salud y otra sobre el horario estacional.
El análisis cualitativo muestra que se quedaron sin aprobar iniciativas tan importantes como la que modifica el juicio de amparo, las acciones colectivas, la de convergencia de inversiones públicas y privadas, la ley antisecuestro, la del amparo fiscal, la de responsabilidades públicas. Algunas aprobadas en una Cámara pero detenidas en la otra.
¿En qué se fueron los tres meses y medio del periodo legislativo? Pues básicamente en instalarse, repartirse las comisiones, la glosa del informe, algunos nombramientos, declaraciones y pleitos, muchos pleitos. Algo anda mal cuando este país necesita reglamentar o legislar en materias tan relevantes como los medios de comunicación, la competencia, los derechos de propiedad, la impartición de justicia, el mercado laboral o la educación y, simplemente, no se hace.
Algo se puede hacer. Por ejemplo, modificar las reglas con las que operan los diputados y senadores. Dar incentivos al legislador para legislar -¡qué ironía!- o de plano cambiarles las reglas para castigar la inacción.
Una de las formas más eficaces de hacerlo es lo que se llama trámite legislativo preferente. Un mecanismo que permite al Ejecutivo pedir al Congreso que atienda y vote -aprobando, modificando o rechazando- una determinada iniciativa en un tiempo perentorio, digamos 60 días. En caso de no atenderla, la iniciativa presentada por el Presidente se convierte en ley. Se supone que, ante una fecha límite, si a los legisladores les parece apropiada la voten sin utilizar tácticas dilatorias por motivos políticos y, si no les parece, se vean obligados a modificarla o incluso a rechazarla pero no a dejarla en ese limbo que se conoce como la congeladora.
Además de obligar a legislar, el trámite legislativo preferente tiene la gracia de dar publicidad a ciertas iniciativas y de dejar en claro la responsabilidad de cada actor. Por ejemplo, si el Ejecutivo decidiera mandar una iniciativa antimonopolios con carácter de preferente, ésta recibiría publicidad, se produciría un debate, se transparentarían los argumentos en pro y en contra de cada bancada o legislador, se conocería el sentido del voto y quedaría clara la responsabilidad.
Una versión de este método para obligarse a legislar fue aprobada en la legislatura pasada por el Senado pero se "atoró" en la Cámara de Diputados. Ahora, en el paquete de reforma política, el Presidente ha enviado un proyecto en el mismo sentido.
Hay desde luego otras formas que ni siquiera exigen un cambio constitucional. Se puede modificar la Ley Orgánica del Congreso para que los legisladores se obliguen a sí mismos a legislar a través de mecanismos como la imposición de plazos en comisiones, el trabajo en conferencia, la programación de la agenda legislativa, el establecimiento de la caducidad de las iniciativas o los procedimientos de urgencia. El proyecto que sobre reforma del Estado entregó al Senado el Instituto de Investigaciones Jurídicas contiene muchas de estas propuestas. En el propio Congreso hay decenas de iniciativas que apuntan en la misma dirección.
Pero, otra vez, sin voluntad política poco se puede lograr. Y vuelvo con la cantaleta de la voluntad porque depende precisamente de los legisladores poner en la ley la obligación de legislar. ¿Será posible legislar para legislar?
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