Para Diego Fernández de Cevallos.
Que la promoción y defensa de los derechos humanos es una tarea que cobra mayor vigencia que nunca antes, es un asunto que concita acuerdo. A los males del pasado se suman hoy los efectos de las acciones emprendidas por el Estado contra la delincuencia y el crimen organizado. Los daños colaterales que afectan a civiles ajenos a los hechos; las prácticas de tortura o vejaciones en contra de detenidos; la desaparición forzada de personas; los abusos en contra de inocentes, personas o familias, son hechos denunciados día con día, sin que existan instancias para su pronta y certera investigación.
La pérdida del mando civil sobre la estrategia y acciones en contra del crimen organizado ha generado que prevalezcan una táctica y visión de orden castrense en esta materia. Las consecuencias de tal cambio están a la vista. Hoy el combate corre a cargo de elementos de las Fuerzas Armadas, desplegados, sin ton ni son, a lo largo y ancho del territorio nacional. La PFP sigue integrada y engrosada por elementos de tropa, a los que se, en su mayoría, cambian el uniforme, no la visión y misión de sus tareas. Nadie educó al Ejército en la defensa de los derechos humanos; se le entrena para responder ante agresiones, no para prevenirlas.
A la Corte nuestra Constitución confiere hoy (artículo 97) la potestad de investigar denuncias por violaciones graves a las garantías individuales, forma antigua para nombrar a lo que hoy se conoce como derechos humanos. Esa facultad permaneció, por décadas, olvidada, hasta que el cambio político la actualizó y obligó a su ejercicio. Con justa razón, la Corte pidió al Congreso tomar cualquiera de dos opciones; reglamentar esa facultad, o derogarla.
Está a punto de entrar a la Constitución la segunda opción. Pero el remedio será peor que la enfermedad. La Cámara de Diputados, corrigiendo al Senado, aprobó que la facultad de investigación sobre hechos que, presuntamente, constituyan violaciones graves a los derechos humanos, sea depositada en el Consejo Consultivo de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Aunque el dictamen respectivo haya sido aprobado por unanimidad de votos en la última y atropellada sesión de los diputados, el pasado día 15, eso no le da valor de solución adecuada.
El Consejo Consultivo de la CNDH es un órgano de segunda jerarquía, con integrantes honoríficos que se han distinguido en la promoción y defensa de los derechos humanos, designados por el Senado, a propuesta derivada de consulta pública. Los consejeros no reciben sueldo; no son servidores públicos; para llegar a ese cargo honorario, no requieren ser abogados, pueden ser periodistas, sociólogos, economistas o ingenieros.
Confiar a ese Consejo Consultivo las investigaciones sobre presuntas violaciones graves a los derechos humanos, es una pésima solución al problema que la Corte planteó hace varios años. ¿Cómo harán los consejeros para desahogar las investigaciones; cómo aplicarán las leyes; cómo cumplirán la obligada reserva de la información que obtengan? De prosperar la Minuta aprobada en San Lázaro, lo que sigue será convertir al Consejo Consultivo en órgano profesional permanente, y pagado, con sueldos para los consejeros y personal a su servicio; aquellos perderán su calidad de "honoríficos" para convertirse en servidores públicos, con las obligaciones y responsabilidades que la ley establece.
Otra opción es reformar la ley de la CNDH, para que sus visitadores y abogados profesionales, realicen la tarea, bajo la supervisión honorífica del Consejo Consultivo, lo que no hará sino complicar el ejercicio de la delicada tarea que se pretende confiarle desde la Constitución.
Hay una tercera vía: dejar la norma del artículo 97 como está y reglamentar, a la mayor brevedad posible, su ejercicio por la SCJN, estableciendo requisitos de admisión y procedencia para las denuncias; los sujetos con capacidad de presentarlas; los alcances y límites de los ministros y auxiliares en las investigaciones, las pruebas admisibles; los plazos para el desahogo de las investigaciones y la presentación del informe final, así como las sanciones que pueden aplicarse a los infractores y la autoridad responsable de aplicarlas.
El Senado debe corregir el entuerto provocado por la Cámara de Diputados.
Que la promoción y defensa de los derechos humanos es una tarea que cobra mayor vigencia que nunca antes, es un asunto que concita acuerdo. A los males del pasado se suman hoy los efectos de las acciones emprendidas por el Estado contra la delincuencia y el crimen organizado. Los daños colaterales que afectan a civiles ajenos a los hechos; las prácticas de tortura o vejaciones en contra de detenidos; la desaparición forzada de personas; los abusos en contra de inocentes, personas o familias, son hechos denunciados día con día, sin que existan instancias para su pronta y certera investigación.
La pérdida del mando civil sobre la estrategia y acciones en contra del crimen organizado ha generado que prevalezcan una táctica y visión de orden castrense en esta materia. Las consecuencias de tal cambio están a la vista. Hoy el combate corre a cargo de elementos de las Fuerzas Armadas, desplegados, sin ton ni son, a lo largo y ancho del territorio nacional. La PFP sigue integrada y engrosada por elementos de tropa, a los que se, en su mayoría, cambian el uniforme, no la visión y misión de sus tareas. Nadie educó al Ejército en la defensa de los derechos humanos; se le entrena para responder ante agresiones, no para prevenirlas.
A la Corte nuestra Constitución confiere hoy (artículo 97) la potestad de investigar denuncias por violaciones graves a las garantías individuales, forma antigua para nombrar a lo que hoy se conoce como derechos humanos. Esa facultad permaneció, por décadas, olvidada, hasta que el cambio político la actualizó y obligó a su ejercicio. Con justa razón, la Corte pidió al Congreso tomar cualquiera de dos opciones; reglamentar esa facultad, o derogarla.
Está a punto de entrar a la Constitución la segunda opción. Pero el remedio será peor que la enfermedad. La Cámara de Diputados, corrigiendo al Senado, aprobó que la facultad de investigación sobre hechos que, presuntamente, constituyan violaciones graves a los derechos humanos, sea depositada en el Consejo Consultivo de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Aunque el dictamen respectivo haya sido aprobado por unanimidad de votos en la última y atropellada sesión de los diputados, el pasado día 15, eso no le da valor de solución adecuada.
El Consejo Consultivo de la CNDH es un órgano de segunda jerarquía, con integrantes honoríficos que se han distinguido en la promoción y defensa de los derechos humanos, designados por el Senado, a propuesta derivada de consulta pública. Los consejeros no reciben sueldo; no son servidores públicos; para llegar a ese cargo honorario, no requieren ser abogados, pueden ser periodistas, sociólogos, economistas o ingenieros.
Confiar a ese Consejo Consultivo las investigaciones sobre presuntas violaciones graves a los derechos humanos, es una pésima solución al problema que la Corte planteó hace varios años. ¿Cómo harán los consejeros para desahogar las investigaciones; cómo aplicarán las leyes; cómo cumplirán la obligada reserva de la información que obtengan? De prosperar la Minuta aprobada en San Lázaro, lo que sigue será convertir al Consejo Consultivo en órgano profesional permanente, y pagado, con sueldos para los consejeros y personal a su servicio; aquellos perderán su calidad de "honoríficos" para convertirse en servidores públicos, con las obligaciones y responsabilidades que la ley establece.
Otra opción es reformar la ley de la CNDH, para que sus visitadores y abogados profesionales, realicen la tarea, bajo la supervisión honorífica del Consejo Consultivo, lo que no hará sino complicar el ejercicio de la delicada tarea que se pretende confiarle desde la Constitución.
Hay una tercera vía: dejar la norma del artículo 97 como está y reglamentar, a la mayor brevedad posible, su ejercicio por la SCJN, estableciendo requisitos de admisión y procedencia para las denuncias; los sujetos con capacidad de presentarlas; los alcances y límites de los ministros y auxiliares en las investigaciones, las pruebas admisibles; los plazos para el desahogo de las investigaciones y la presentación del informe final, así como las sanciones que pueden aplicarse a los infractores y la autoridad responsable de aplicarlas.
El Senado debe corregir el entuerto provocado por la Cámara de Diputados.
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