Apesar de la riqueza informática con que ya contamos, la ausencia de un diagnóstico compartido sobre nuestra sociedad es fehaciente. Tal vez ello sirva en parte para explicar lo disparado de las interpretaciones en boga sobre el estado y las perspectivas de la vida en México. De una exultante celebración de la consolidación de la democracia, de las clases medias y, por esa vía, del modelo de economía abierta y de mercado implantado al fin de siglo pasado, pasamos sin mediación a lamentar el aumento en los índices de percepción sobre la corrupción, la contumaz presencia de la pobreza de masas y los varios cuellos de botella convertidos en callejones sin salida para el desarrollo económico y social del país. En medio, soberana como nunca, se ha establecido la violencia criminal organizada y súper armada a la que ahora buscan enfrentarse los pueblos de Chihuahua que, como en el siglo XIX, se ponen en pie de lucha dispuestos, dice el Washington Post, no sólo a defenderse sino a hacer justicia por propia mano: “a brutal justice”, la ha llamado el venerable diario. Hace años, cuando asomaba sus narices la crisis del orden posrevolucionario y con el petróleo se buscaba cerrar heridas en la cumbre y restañar fisuras en la base de la sociedad y del Estado, los dirigentes se desesperaban de
tantodiagnóstico y reclamaban a sus técnicos e intelectuales soluciones contundentes y rápidas. La riqueza que tocaba a la puerta no parecía dispuesta a esperar y lo que quedaba era disponerse a
administrar la riqueza, como postulara eufórico el presidente José López Portillo, casi en la antesala del desplome financiero que echaría por tierra sus esperanzas y las expectativas de muchos más. Si nos acercamos con un poco más de cuidado que el usual a aquellos años y meses vertiginosos, tal vez podamos encontrar que, entre otras cosas, fue la ausencia de diagnósticos rigurosos sobre nuestra economía política lo que impidió trazar una carta de navegación adecuada para cruzar los mares de una crisis internacional que no acertaba a decir su nombre, así como para encarar las primeras olas de una globalización que irrumpía impetuosa y acorralaba las economías nacionales por el flanco financiero, sin dar ni pedir cuartel. La paradoja que hoy volvemos a vivir con especial angustia es que entonces como ahora ese embate contra los estados nacionales se originaba en otros estados nacionales, mayores que los demás, pero al igual que casi todos también sometidos al acoso de la estanflación (estancamiento con inflación) y las convulsiones del mercado petrolero a través de las cuales algunas naciones emergentes protagonizaban un conflicto estructural que anunciaba grandes mutaciones. Con el desplome del comunismo soviético se afirmaron las tesis extremas que iluminaban la
revolución de los ricos, de la que escribe Carlos Tello, y la izquierda, de todos colores, se atrincheró en la defensa de los derechos y garantías sociales alcanzados en la segunda posguerra. La globalización se impuso no como diversidad y experimentación sino como camino y pensamiento únicos, hasta que la crisis global hizo surgir del subsuelo, también cada vez más global, los vestigios y las nuevas configuraciones a escala planetaria de un desarrollo capitalista que al despojarse de la modulación inventada por el New Deal de Roosevelt y el estado de bienestar europeo, no podía sino sumir al mundo en una circunstancia de aguda desigualdad de ingresos, accesos y oportunidades, a la que ahora acompañan en todo el globo cuotas de pobreza enormes. La ruptura del orden internacional de Bretton Woods en 1971 no trajo un nuevo orden sino un mundo en estado de flujo. Ahora, bajo la secuela de la gran recesión, no sólo impera el desorden sino la carencia de horizontes, de brújula, y sin un humilde sextante al que acudir en medio de la angustia. Tal es el estado del mundo y tal es, en cruel sintonía, el de nuestra nación. Partir de la desigualdad para buscar rutas de salida que hagan sostenible la tensión clásica entre eficiencia y equidad podría ser el punto de partida de un debate ilustrado e informado que a su vez iluminara la inevitable disputa por el poder y el mando del Estado en la que, de nuevo, pondremos a prueba la solidez de nuestro edificio democrático. Bizancio y sus sabios debían quedar para quienes pueden disfrutar de vacaciones en la playa. Lo que nos urge es reconocer la realidad para tan sólo poder vivirla.
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