Cito de nuevo a Norberto Bobbio, en el párrafo final de su luminoso ensayo sobre Kant y la revolución francesa, publicado en El tiempo de los derechos:
“Un signo premonitor no es todavía una prueba. Es solamente un motivo para no permanecer como espectadores pasivos, y no incitar con nuestra pasividad a aquellos que dicen que ‘el mundo irá siempre así como ha ido hasta ahora’ y de esta forma, repito todavía con Kant, ‘contribuyen a verificar que su propia previsión se realice’, es decir, que el mundo vaya efectivamente como siempre ha ido. ¡Ay de los inertes!” (p.183).
¡Ay de todos nosotros!, diríamos ahora, que les permitimos convertir la inercia en virtud y la virtud en enseñanza inconmovible, eterna: ley de hierro o bronce, cuya inviolabilidad es mandato irrecusable en la tierra de la economía y sus repartos, así como en el cielo de la política y sus simulaciones, hoy también cursilerías a granel diseminadas por los loros y las chachalacas de la “nueva” politología.
Así, con cargo a una ilusión, ha querido gobernarse México desde finales del siglo XX, cuando irrumpió el credo neoliberal y las elites de todos tamaños lo acogieron como si se tratara de un hijo pródigo, expulsado por el populismo de la “revolución hecha gobierno”. En realidad, lo que había detrás y nunca se quiso asumir por estas mismas elites, eran los excesos a que dio lugar una hegemonía que nunca pasó la prueba de ácido de los votos de los ciudadanos, mucho menos la de la redistribución efectiva de la riqueza y el ingreso, que hubiesen dado cuerpo y alma al compromiso de la Revolución con la democracia y justicia social.
El problema con las ilusiones es que, pronto o tarde, se vuelven desilusiones y éstas desembocan en el cinismo, la pasividad convenenciera, la pérdida de todo sentido de responsabilidad pública y el olvido de los mínimos reflejos de interdependencia de los que dependen la cohesión social y la lealtad política. Sin éstas, difícil cuando no imposible resulta cambiar formas de gobernanza, maneras de inscribirse en el mundo y de relacionarse con los estados nacionales que todavía lo conforman, ya no se diga pretender influir en sus rumbos y participar en las decisiones fundamentales de los poderes nacionales y trasnacionales que le dan dirección y contenido.
De la desilusión no puede sino provenir el desgaste del cuerpo social, la corrupción del espíritu público y el enloquecimiento de las multitudes, el envilecimiento de las relaciones políticas. En todo esto estamos y su reconocimiento puntual, preciso en cuanto a sus avances corrosivos, es indispensable para la reconstrucción de un reformismo y un pragmatismo históricos como el que hizo Cárdenas y puso al país en la ruta del desarrollo y la modernización.
Tal iniciativa no puede hoy forjarse ni formularse sólo desde o en el Estado, aunque sea ahí donde deba procesarse y adquirir perfil de gobierno y conducción económica. El desgaste del Estado es tal, que su rehabilitación no puede concebirse como una mera operación de ingeniería institucional o constitucional, una autorreforma guiada por hombres y mujeres que apenas ayer aprendieron a declinar el verbo gobernar y ya pretenden dar lecciones de astucia y sabiduría “de Estado”.
La transformación, porque de eso se trata, tendrá que emanar de mil y una iniciativas “no planeadas” en las regiones, las academias, los concilios y los clubes, donde se dan cita temerosa numerosos estratos de la sociedad y del mismo poder, porque saben o intuyen que allá, en el Estado, sólo hay un “fogón maldito” (diría Lefebvre) donde impera la violencia cuyo monopolio ha perdido la legitimidad que le quedaba, porque con los derechos de las gentes, buenas y malas, no se puede nunca jugar.
La pérdida del rumbo económico, coronada grotescamente en las deliberaciones y decisiones sobre los impuestos y el presupuesto, recoge una pérdida mayor en el corazón de la economía política, cuyo sentido se extravió con el cambio estructural globalizador, la venta de remate de las empresas estatales y, al final, la privatización primero y la extranjerización después de la banca mexicana. Ninguno de estos procesos fue pura o fundamentalmente técnico, sino profundamente político y cultural, donde se desplegaba con regocijo y entusiasmo juvenil una fantasía revolucionaria carente de cimientos en el conocimiento y el respeto de la historia, y sobrada en desprecio por la cultura nacional, los compromisos históricos del Estado y el inventario abultado de los “grandes problemas nacionales”, cuya sola mención lo hacía a uno sospechoso de “populismo” o “nacionalismo”, de atrasado y poco moderno, cuando no de naco o marginal.
El cosmopolitismo que acompañó este carnaval pretendidamente posmoderno se quedó varado en Houston como se quedó en la isla de Coronado, en San Diego, California, la administración que los grupos de poder más ávidos hicieran de la abundancia que nos dio el petróleo años antes.
La tragedia nacional no tiene nada de cómica y mucho de patética, sobre todo cuando los aspirantes a exegetas del nuevo poder quieren glosarla o, peor aún, hacer teoría. Despojadas de la voz que poco a poco ganaron, las masas populares, trabajadoras sin adjetivos, han optado por la pasividad o, de plano, la fuga corporal al Norte o espiritual a la informalidad crecientemente criminal. Con ello, la lealtad popular de que tanto presumían los “gobiernos de la Revolución” no se desplazó al terreno de la pluralidad y el ejercicio diverso de la soberanía popular que es propio de la democracia, sobre todo cuando es de masas, sino que se desperdigó en múltiples formas de clientelismo, el redescubrimiento de la solución providencial, fuente eficiente de toda clase de desilusiones, la disposición a la estampida o a la justicia por propia mano.
El enorme complejo nacional-popular que había prefigurado Cárdenas se volvió pantano para el usufructo de los empresarios de la política, los nuevos señores de la guerra investidos de gobernadores, y los lamentables émulos de los senadores romanos que repartían migajas a la plebe para tenerla quieta.
La descomposición que estas pérdidas propician no puede sino desembocar en la barbarie. Evitarla debería ser la misión sagrada de la política, si no se la hubiera confundido con el botín
Fallo, in memoriam
“Un signo premonitor no es todavía una prueba. Es solamente un motivo para no permanecer como espectadores pasivos, y no incitar con nuestra pasividad a aquellos que dicen que ‘el mundo irá siempre así como ha ido hasta ahora’ y de esta forma, repito todavía con Kant, ‘contribuyen a verificar que su propia previsión se realice’, es decir, que el mundo vaya efectivamente como siempre ha ido. ¡Ay de los inertes!” (p.183).
¡Ay de todos nosotros!, diríamos ahora, que les permitimos convertir la inercia en virtud y la virtud en enseñanza inconmovible, eterna: ley de hierro o bronce, cuya inviolabilidad es mandato irrecusable en la tierra de la economía y sus repartos, así como en el cielo de la política y sus simulaciones, hoy también cursilerías a granel diseminadas por los loros y las chachalacas de la “nueva” politología.
Así, con cargo a una ilusión, ha querido gobernarse México desde finales del siglo XX, cuando irrumpió el credo neoliberal y las elites de todos tamaños lo acogieron como si se tratara de un hijo pródigo, expulsado por el populismo de la “revolución hecha gobierno”. En realidad, lo que había detrás y nunca se quiso asumir por estas mismas elites, eran los excesos a que dio lugar una hegemonía que nunca pasó la prueba de ácido de los votos de los ciudadanos, mucho menos la de la redistribución efectiva de la riqueza y el ingreso, que hubiesen dado cuerpo y alma al compromiso de la Revolución con la democracia y justicia social.
El problema con las ilusiones es que, pronto o tarde, se vuelven desilusiones y éstas desembocan en el cinismo, la pasividad convenenciera, la pérdida de todo sentido de responsabilidad pública y el olvido de los mínimos reflejos de interdependencia de los que dependen la cohesión social y la lealtad política. Sin éstas, difícil cuando no imposible resulta cambiar formas de gobernanza, maneras de inscribirse en el mundo y de relacionarse con los estados nacionales que todavía lo conforman, ya no se diga pretender influir en sus rumbos y participar en las decisiones fundamentales de los poderes nacionales y trasnacionales que le dan dirección y contenido.
De la desilusión no puede sino provenir el desgaste del cuerpo social, la corrupción del espíritu público y el enloquecimiento de las multitudes, el envilecimiento de las relaciones políticas. En todo esto estamos y su reconocimiento puntual, preciso en cuanto a sus avances corrosivos, es indispensable para la reconstrucción de un reformismo y un pragmatismo históricos como el que hizo Cárdenas y puso al país en la ruta del desarrollo y la modernización.
Tal iniciativa no puede hoy forjarse ni formularse sólo desde o en el Estado, aunque sea ahí donde deba procesarse y adquirir perfil de gobierno y conducción económica. El desgaste del Estado es tal, que su rehabilitación no puede concebirse como una mera operación de ingeniería institucional o constitucional, una autorreforma guiada por hombres y mujeres que apenas ayer aprendieron a declinar el verbo gobernar y ya pretenden dar lecciones de astucia y sabiduría “de Estado”.
La transformación, porque de eso se trata, tendrá que emanar de mil y una iniciativas “no planeadas” en las regiones, las academias, los concilios y los clubes, donde se dan cita temerosa numerosos estratos de la sociedad y del mismo poder, porque saben o intuyen que allá, en el Estado, sólo hay un “fogón maldito” (diría Lefebvre) donde impera la violencia cuyo monopolio ha perdido la legitimidad que le quedaba, porque con los derechos de las gentes, buenas y malas, no se puede nunca jugar.
La pérdida del rumbo económico, coronada grotescamente en las deliberaciones y decisiones sobre los impuestos y el presupuesto, recoge una pérdida mayor en el corazón de la economía política, cuyo sentido se extravió con el cambio estructural globalizador, la venta de remate de las empresas estatales y, al final, la privatización primero y la extranjerización después de la banca mexicana. Ninguno de estos procesos fue pura o fundamentalmente técnico, sino profundamente político y cultural, donde se desplegaba con regocijo y entusiasmo juvenil una fantasía revolucionaria carente de cimientos en el conocimiento y el respeto de la historia, y sobrada en desprecio por la cultura nacional, los compromisos históricos del Estado y el inventario abultado de los “grandes problemas nacionales”, cuya sola mención lo hacía a uno sospechoso de “populismo” o “nacionalismo”, de atrasado y poco moderno, cuando no de naco o marginal.
El cosmopolitismo que acompañó este carnaval pretendidamente posmoderno se quedó varado en Houston como se quedó en la isla de Coronado, en San Diego, California, la administración que los grupos de poder más ávidos hicieran de la abundancia que nos dio el petróleo años antes.
La tragedia nacional no tiene nada de cómica y mucho de patética, sobre todo cuando los aspirantes a exegetas del nuevo poder quieren glosarla o, peor aún, hacer teoría. Despojadas de la voz que poco a poco ganaron, las masas populares, trabajadoras sin adjetivos, han optado por la pasividad o, de plano, la fuga corporal al Norte o espiritual a la informalidad crecientemente criminal. Con ello, la lealtad popular de que tanto presumían los “gobiernos de la Revolución” no se desplazó al terreno de la pluralidad y el ejercicio diverso de la soberanía popular que es propio de la democracia, sobre todo cuando es de masas, sino que se desperdigó en múltiples formas de clientelismo, el redescubrimiento de la solución providencial, fuente eficiente de toda clase de desilusiones, la disposición a la estampida o a la justicia por propia mano.
El enorme complejo nacional-popular que había prefigurado Cárdenas se volvió pantano para el usufructo de los empresarios de la política, los nuevos señores de la guerra investidos de gobernadores, y los lamentables émulos de los senadores romanos que repartían migajas a la plebe para tenerla quieta.
La descomposición que estas pérdidas propician no puede sino desembocar en la barbarie. Evitarla debería ser la misión sagrada de la política, si no se la hubiera confundido con el botín
Fallo, in memoriam
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