De que México ha cambiado políticamente hablando no cabe la menor duda. Con todo y la recuperación electoral del PRI en las recientes elecciones y las crisis internas que atraviesan el PAN y el PRD, hacer vaticinios respecto a los resultados en los comicios por venir es mera especulación, un futurismo absurdo.
Nadie puede saber con certeza qué resultados nos depara 2012, con todo y que los astros parecen haberse alineado favorablemente para el regreso del otrora partido hegemónico a Los Pinos. Nadie puede saber los alcances y los efectos que la crisis económica o el gravísimo problema de seguridad tendrán en el escenario político de los próximos años.
Eso no es gratuito, vivimos una indiscutible incertidumbre democrática como consecuencia de las transformaciones electorales que se han articulado a lo largo de 30 años en siete grandes reformas. La ruta fue clara: apostar por la apertura del sistema de partidos para que la pluralidad política pudiera expresarse; permitir que esa diversidad ideológica encontrara cabida en los órganos representativos y construir un sistema electoral que permitiera que los votos se expresaran libremente y que se contaran efectivamente.
Hoy, gracias a esos cambios, han cobrado carta de naturalización fenómenos típicamente democráticos, como la falta de mayorías predefinidas, la alternancia, los comicios competidos y un electorado variable y, en general, sensible a las coyunturas. Sin embargo, el proceso de construcción institucional y de procedimientos democráticos, ha seguido, sobre todo, el curso de los cambios electorales. Es ahí en donde hemos avanzado visiblemente. En otras áreas del diseño del Estado el progreso ha sido desigual o incluso nulo.
Luego de una primera etapa positiva, que implicó la creación de la CNDH y de algunos cambios constitucionales, el de los derechos humanos ha sido un tema pendiente en la agenda político-jurídica del país y que en estos días vive un lamentable olvido y abandono que se agrava con el virtual estado policial que se vive en buena parte del país en el combate al crimen organizado y las crecientes tentaciones hacia las políticas de mano dura.
El necesario repensamiento y rediseño del Poder Judicial, luego de los avances que se lograron en 1994 (y de los retrocesos de la contrarreforma al Consejo de la Judicatura de 1999), también está en la larga fila de los pendientes. La incorporación de las justicias administrativa, laboral y agraria a este poder, la actualización del vetusto y en gran medida obsoleto juicio de amparo (incluyendo la posibilidad de que sea un instrumento para enfrentar a los crecientes y amenazantes poderes económicos y mediáticos privados), la revisión de las figuras de las controversias constitucionales y de las acciones de inconstitucionalidad para ampliar el abanico de sujetos legitimados para interponerlos, y la eventual creación de una Corte constitucional, son sólo algunos temas que requieren de revisión en este apartado del Estado.
También el Congreso debe replantearse para agilizar su funcionamiento, modernizando sus procesos y sobre todo sus normas internas.
Y, por supuesto, el Poder Ejecutivo debe ser sometido a una cirugía mayor para eliminar los poderes autocráticos que tiene y que vienen del pasado (como el control total de la procuración de justicia y el monopolio de la acción penal) y dotarlo, al contrario, de atribuciones y capacidades democráticas para lidiar con el fenómeno de los gobiernos divididos y para interactuar de manera ágil pero respetuosa con un Poder Legislativo predestinado a no tener mayorías predefinidas.
Ahora que el proceso electoral está llegando a término y que es inminente la instalación de la nueva Legislatura, hacer un recordatorio de la todavía larga lista de cambios postergados es obligatorio. Debemos hacernos cargo de que la gobernabilidad de nuestra endeble democracia pasa, inevitablemente, por hacer las cuentas con los pendientes de la multievocada reforma del Estado.
Nadie puede saber con certeza qué resultados nos depara 2012, con todo y que los astros parecen haberse alineado favorablemente para el regreso del otrora partido hegemónico a Los Pinos. Nadie puede saber los alcances y los efectos que la crisis económica o el gravísimo problema de seguridad tendrán en el escenario político de los próximos años.
Eso no es gratuito, vivimos una indiscutible incertidumbre democrática como consecuencia de las transformaciones electorales que se han articulado a lo largo de 30 años en siete grandes reformas. La ruta fue clara: apostar por la apertura del sistema de partidos para que la pluralidad política pudiera expresarse; permitir que esa diversidad ideológica encontrara cabida en los órganos representativos y construir un sistema electoral que permitiera que los votos se expresaran libremente y que se contaran efectivamente.
Hoy, gracias a esos cambios, han cobrado carta de naturalización fenómenos típicamente democráticos, como la falta de mayorías predefinidas, la alternancia, los comicios competidos y un electorado variable y, en general, sensible a las coyunturas. Sin embargo, el proceso de construcción institucional y de procedimientos democráticos, ha seguido, sobre todo, el curso de los cambios electorales. Es ahí en donde hemos avanzado visiblemente. En otras áreas del diseño del Estado el progreso ha sido desigual o incluso nulo.
Luego de una primera etapa positiva, que implicó la creación de la CNDH y de algunos cambios constitucionales, el de los derechos humanos ha sido un tema pendiente en la agenda político-jurídica del país y que en estos días vive un lamentable olvido y abandono que se agrava con el virtual estado policial que se vive en buena parte del país en el combate al crimen organizado y las crecientes tentaciones hacia las políticas de mano dura.
El necesario repensamiento y rediseño del Poder Judicial, luego de los avances que se lograron en 1994 (y de los retrocesos de la contrarreforma al Consejo de la Judicatura de 1999), también está en la larga fila de los pendientes. La incorporación de las justicias administrativa, laboral y agraria a este poder, la actualización del vetusto y en gran medida obsoleto juicio de amparo (incluyendo la posibilidad de que sea un instrumento para enfrentar a los crecientes y amenazantes poderes económicos y mediáticos privados), la revisión de las figuras de las controversias constitucionales y de las acciones de inconstitucionalidad para ampliar el abanico de sujetos legitimados para interponerlos, y la eventual creación de una Corte constitucional, son sólo algunos temas que requieren de revisión en este apartado del Estado.
También el Congreso debe replantearse para agilizar su funcionamiento, modernizando sus procesos y sobre todo sus normas internas.
Y, por supuesto, el Poder Ejecutivo debe ser sometido a una cirugía mayor para eliminar los poderes autocráticos que tiene y que vienen del pasado (como el control total de la procuración de justicia y el monopolio de la acción penal) y dotarlo, al contrario, de atribuciones y capacidades democráticas para lidiar con el fenómeno de los gobiernos divididos y para interactuar de manera ágil pero respetuosa con un Poder Legislativo predestinado a no tener mayorías predefinidas.
Ahora que el proceso electoral está llegando a término y que es inminente la instalación de la nueva Legislatura, hacer un recordatorio de la todavía larga lista de cambios postergados es obligatorio. Debemos hacernos cargo de que la gobernabilidad de nuestra endeble democracia pasa, inevitablemente, por hacer las cuentas con los pendientes de la multievocada reforma del Estado.
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