viernes, 2 de octubre de 2009

ADIOS, JUANITO

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

Una buena parte de nuestra cultura, tanto de la política como de la social y de la estética, proviene de nuestra honda raíz novohispana. Y, de ella, están presentes algunos elementos que con particular persistencia se han dejado sentir a lo largo de la historia, uno de ellos es una conducta dual en la que cualquier mexicano puede identificarse con comodidad: la picaresca y el disimulo. Ese decir y no decir, estar y no estar, que se identifica con la sonrisa oculta que nos sale cuando sabemos de antemano que vamos a dejar plantado a alguien en una cita, cuando nos damos cuenta de que el producto que compró no sirve para nada y que no tardará en darse cuenta, cuando triunfamos saltándonos alguna regla o, más sencillo, cuando decimos: “Claro, luego nos hablamos” o “a ver cuándo comemos”. En suma, como parte de nuestra cultura picaresca y disimulada, enaltecemos la falta de respeto y nos regocijamos de la pérdida que sufre el otro.
Las elecciones pasadas tienen mucho de este elemento cultural: no se trata de saber quién excedió los límites de financiamiento, sino a quién pillaron o quién lo hizo de peor manera; no se trata de saber quién ganó, sino quién perdió y de qué forma. Mucho hay de hastío en esta conducta; pero si en algún momento la realidad ha rozado y hasta superado los mejores lances del Periquillo Sarniento, es en la elección de delegado en Iztapalapa.
Si hubo errores o deficiencias en el fallo del Tribunal Electoral local, hubo también formas jurídicas de corregirlo o evitarlo y, sin embargo, llegado el momento, algunos prefirieron optar por la componenda y el pícaro disimulo. Eso es ya mucho decir sobre el respeto que puede tenerse, o no tenerse, por el voto de los ciudadanos. Pedir al electorado que sufrague por otro partido, con la promesa de que su candidato, de ganar la elección, con constancia de mayoría en mano, renunciará a tomar posesión y, además, que dos poderes constituidos, el Ejecutivo y el Legislativo locales, designarán a una tercera persona para ocupar la posición del que, habiendo resultado electo, haya empeñado su palabra de no cumplir con el mandato popular, es un galimatías incluso difícil de describir. Ahora que Juanito pidió licencia por 59 días, ni uno más, y nombró a su secretaria jurídica y de gobierno, el desenlace parece acercarse como algunos planearon.
Se podían imaginar varios finales para esta anecdótica situación. En el primero, venía a la mente la última escena de María Candelaria, con el pueblo antorcha en mano dispuesto a apedrear al pecador que ha incumplido su palabra. En el segundo, un mini o un macroplantón que emulara otro que ya vimos sobre el Paseo de la Reforma y, en el tercero, el más surrealista aunque no menos probable, no pasa nada. Este último final, por inverosímil que parezca, resolvió el acertijo.
Pero cualquiera que sea la decisión que se tome, algo es obvio: esta jugarreta de nuestra política no habría sucedido si todos los actores políticos hicieran voto, irrestricto y formal, de respetar, a rajatabla, la voluntad de los ciudadanos y no de la clientela.

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