México lleva demasiados años sometido a la camisa de fuerza de una estabilización financiera que ha implicado el sacrificio de sus potencialidades para crecer y desarrollarse. Lo que parecía un ajuste inevitable frente a las caídas financieras de los años 80 devino una
–como la llamaron entonces Natán Warman y Vladimiro Brailovski–, hasta desembocar en una inercia abrumadora cuyos efectos sociales son ahora devastadores. La superación de esta forma de crecer sin desarrollo, a ras del suelo, se quiso llevar a cabo mediante un cambio estructural que adecuara nuestra economía política a los dictados del mercado mundial y abriera el nacional a la libertad de acción del capital privado. Fueron los años de la adaptación neoliberal a lo que se veía no sólo como un fenómeno impetuoso de transformación capitalista del capitalismo sino como destino ineluctable de las sociedades nacionales, cuyo designio era el de la adopción de las reglas universales del intercambio o morir en el intento de evolucionar conforme a las lecciones de sus respectivas historias. Con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte vino la ilusión de que todo se había consumado y sólo quedaba esperar a que el mercado desplegara su magia sobre nosotros. La realidad marchó en otro sentido y desde el sur extremo de la selva y los Altos de Chiapas sonó un rebelión inesperada que reclamaba otro trato y ponía contra la pared las expectativas generadas por el cambio globalizador, pero también los alcances de una democracia que avanzaba a paso lento y tortuoso. Es indudable que el régimen pudo responder al desafío de la selva con modificaciones y reformas que permitieron encauzar la inquietud y el descontento, encarar la violencia política con una efectiva y creíble reforma política que al cabo de pocos meses dio forma a un nuevo sistema político caracterizado por su pluralidad y unos compromisos concretos, realizables, con la equidad en la competencia y la expresión política. Pero ni esa democracia ni aquel cambio supuestamente liberador de las estructuras económicas y sociales pudieron conformar un orden democrático y social capaz de recoger y dar cauce productivo a las tensiones y fricciones sin fin que el propio cambio económico y político trajo consigo. La inevitabilidad del cambio no encontró en el Estado una real y eficaz disposición para modularlo a través de intervenciones renovadas y renovadoras que compensaran o promovieran, según el caso, actividades y afectaciones en las capacidades productivas, el empleo o los viejos arreglos que mal que bien aseguraban un orden público siempre precario. Desde el Estado se confundió su función primordial y se renunció a prever y planear, inducir y conducir unas mudanzas que, para rendir los frutos prometidos, requerían de algo más que de libertad para elegir, como rezaba el credo neoliberal acuñado por Milton Friedman. El resultado fue una economía todavía más desequilibrada y vulnerable ante el exterior que la que se había buscado transformar aceleradamente, junto con una política frágil como sistema frente a los nuevos y viejos poderes de hecho y sin la infraestructura ideológica e institucional suficiente para dar el paso del orden autoritario pero por largo tiempo incluyente, a un orden efectivamente democrático cuya robustez dependiera de su vocación para la inclusión social y no sólo política. En más de un sentido, nos quedamos perdidos en una transición siempre inconclusa cuyo signo más distintivo es hoy la parálisis. La estabilidad monetaria se volvió objetivo único y la fe en el mercado se convirtió en recurso de primera y última instancia para un crecimiento mediocre y oscilante en torno a la mera subsistencia. La changarrización de México prometida por Fox se apoderó de la realidad y las mentalidades, y el presente continuo del sueño liberista se trocó en un estancamiento estabilizador que amenaza con llevarnos a estallidos mayores alimentados por la furia pero también por el miedo; no tanto por el rechazo a un proyecto de cambio que se juzgaba injusto, como ocurrió con el neozapatismo, sino por la decepción generalizada que no puede sino llevar a la anomia más destructiva. Los tejidos básicos para una expansión económica y social más o menos sostenida se han encogido y nuestras perspectivas de progreso se aplanan, se achican o desaparecen como ocurre con muchos de nuestros jóvenes. La vocación para crecer se ha desvanecido y la resignación se ha convertido en una triste virtud teologal de la conducción estatal de la economía. So pretexto de la libertad económica y la superación del corporativismo, la vocación desarrollista que marcó el siglo XX mexicano fue expulsada del discurso político y económico y soslayada por el nuevo verbo que vino con la democracia. Recuperar tal vocación se ha vuelto crucial, a la vista de la llaga que cruza el cuerpo social mexicano y se expresa diariamente en el política económica del desperdicio
que se nutre del abandono juvenil y la desesperanza laboral de los adultos. Ante el país entero, de sus cúpulas prepotentes al llano en llamas o las muchas Luvinas que lo inundan, se plantea con urgencia recobrar la capacidad del Estado para hacer política económica a la altura de los vuelcos mundiales. Esto implica, a su vez, que el Estado y sus vertientes de la pluralidad hagan política y dejen atrás el toma y daca, la compra y venta de protección interminable, que no ha hecho sino degradar su función y llevado a pensar a los políticos que en efecto son una ejército delincuencial de reserva
distinta, separada del resto de la sociedad. Este tendría que ser el punto de partida para nuevas transformaciones dirigidas a asegurar que nuestra democracia se vuelva forma de gobierno robusta y productiva. Incluyente y comprometida con la equidad social. Así deberíamos celebrar los 20 años del IFE clase
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