En el pasado un licencioso era el que traspasaba las fronteras de lo correcto, sin incurrir necesariamente en la ilegalidad. Licencioso lindaba con borrachín, jugador empedernido o mujeriego. Como muchos otros terminajos no sólo pasó de moda sino que su uso obliga a recurrir al diccionario. Según el de la Real Academia, licencioso es
libre, atrevido, disoluto, y actuar licenciosamente es hacerlo con
demasiada licencia y libertad. Tal vez por eso es que nuestro amigo Arturo Warman solía insistir en que aquí
había mucha libertad pero muy poca democracia. Llegamos en estos días a una de las cumbres del licenciosismo. Derrumbadas como quedaron las murallas de las jerarquías políticas e intelectuales; horadadas las que definen las distancias sociales, gracias al negocio fácil o la corrupción desfachatada, lo que resta es hacer del lenguaje y su semántica materia prima del uso y abuso del poder, para renunciar a lo que nos distingue como especie y que tiene que ver, como lo recordó recientemente Juan Ramón de la Fuente en la Academia Nacional de Medicina, con la capacidad del homo sapiens de trasmitir a sus descendientes la sabiduría o la experiencia adquiridas. La renuncia explícita y festiva al cultivo de la historia como gran maestra, de la que se hizo gala en los fastos del bicentenario, confirma esta tendencia nefasta y muestra que aquello de la
victoria culturaldel panismo no pasó de ser una mala ocurrencia. Los licenciosos han dejado los márgenes de las familias bien y se han apoderado del escenario político nacional desde su mera cúpula. En la Cámara se dan el quién vive todos los Bronxes que los partidos puedan hospedar, pero es en la cumbre del poder político donde este vivir disoluto se expresa con mayor intensidad. Esta triste licenciatura no es casual ni simple fruto de los tiempos. Su matriz cultural puede ser muy profunda, pero es imposible separarla de la forma adoptada por la enorme mutación política de los últimos 30 años que aterrizó en la alternancia, la era foxiana y su fatídica (no) solución de continuidad en el gobierno del presidente Calderón. Los panistas, encabezados por un no panista, echaron al PRI de Los Pinos para ocupar su lugar y tratar de hacer lo mismo, pero peor y en su particular beneficio. Para ser más precisos: Fox y su junta llegaron a la casa inaugurada por el presidente Cárdenas inspirados en una leyenda negra de su propia cosecha que se tragaron por completo y que los llevó a los peores desatinos en la política y en la economía de que el México moderno tenga memoria. Su creencia de que desde palacio se manda y ordena y abajo se obedece; su ilusión en la libre disposición de los dineros públicos; sus fantasías sobre la omnipotencia del poder y la pax presidencialista, etcétera, llevaron al Estado al más estridente y dilapidador escenario de las finanzas públicas y al más vulgar panorama de abuso del poder para el enriquecimiento particular, pero no a configurar un gobierno
de empresarios para empresariosque en alguno de sus delirios presumiera el presidente Fox. Tampoco pudo el presidente Calderón fomentar la acumulación capitalista y, a la vez, gestar un orden democrático que remitiera al pasado la forma ignominiosa,
haiga sido como haiga sido, como se hizo de la Presidencia. Más bien hizo todo lo contrario: acentuó la incomunicación del gobierno con los negocios y agudizó el litigio político en todos los frentes, llenando de desconfianza y rencor una escena de por sí cargada de resquemores y suspicacias. Esta nueva licenciosidad mexicana se origina en el poder del Estado y amenaza contagiar al conjunto del espíritu público. Por eso se ha convertido en un peligro para México. El Presidente es el hombre más poderoso de México y es por eso, sólo por eso, que los mexicanos tenemos el derecho y el deber de reclamarle unos excesos verbales que por venir de quien vienen pueden ser agresivos disolventes de la política democrática. Al resucitar y reivindicar aquella barbaridad del
peligro para México, que muchos creíamos era sólo el envenenado fruto de la cooperación de la derecha española comandada por Aznar, Calderón da cuenta de una convicción inaceptable en un hombre de Estado, en cuya prudencia depositan los mexicanos atribulados por la violencia y el desorden buena parte de la poca confianza que les queda. Este desliz licencioso no puede escudarse en el derecho ciudadano a la libertad de expresión y menos todavía en una supuesta fe democrática. No es el derecho lo que está en cuestión, sino las implicaciones y pertinencia políticas de su ejercicio. El jefe de las fuerzas armadas tiene que hacerse cargo todos los días de su letal poder y darle al país, pronto, una explicación que vaya más allá de las bravatas que algunos despistados le celebran. Sólo así podremos aspirar a sentar las bases para una contienda presidencial civilizada y alejada de la tentación de la violencia o la disolución licenciosa. Qué bueno que López Obrador haya antepuesto a su legítima indignación la prudencia y la firmeza del político y respondido como lo hizo. Pero eso no es suficiente, porque lo que se juega en México va más allá de las voluntades de dos personas, por poderosas o generosas que puedan ser. La contaminación de la economía por la violencia es un hecho y lo constatamos en el peor momento de una recuperación mundial azarosa y cargada de un desempleo que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional al alimón no dudan en llamar
amenaza social. La palabra está en Los Pinos, pero tenemos el derecho de reclamar que se haga oír, y pronto. La obsesión por la riña no excusa el deber republicano con el que se comprometió el presidente Calderón cuando protestó cumplir y hacer cumplir la Constitución. Que esto le dé risa a sus amigos y acompañantes de aventura no es ni será excusa para el juicio político e histórico que vendrá.
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