jueves, 7 de octubre de 2010

JAURÍA

MIGUEL CARBONELL

El secuestro es uno de los delitos que más lastima a las víctimas y a sus familias. El sufrimiento físico y psicológico por el que se pasa es imposible de narrar. Por desgracia, miles de mexicanos han conocido esa experiencia en carne propia. Humberto Padgett acaba de publicar un impresionante libro en el que narra el funcionamiento de la industria del secuestro, que ha dejado cientos de muertos y muchos millones de pesos de beneficios en los años recientes (el libro se llama Jauría. La verdadera historia del secuestro en México). Con apoyo en una investigación documental basada en los expedientes judiciales de las bandas que han sido desarticuladas, Padgett adelanta desde el inicio la tesis central de su obra: los secuestros se hacen, fomentan y mantienen en tres ámbitos de la vida de los delincuentes; esos ámbitos son la familia, la cárcel y la policía. Caso tras caso, banda tras banda, nuestro autor va corroborando la presencia simultánea en varias ocasiones de familiares, compañeros de reclusión y policías. Sin esos vínculos, muchos secuestradores se hubieran quedado en simples ladronzuelos, encargados de asaltos de poca monta o de desvalijar automóviles. ¿Qué es lo que hace que un pequeño delincuente se convierta en un peligroso secuestrador? Normalmente, según el libro de Padgett, existe una motivación familiar o bien lazos amistosos desarrollados en la cárcel. Y la complicidad policiaca. Esa es, quizá, la parte más desesperante de Jauría: Padgett cuenta casos en que los secuestradores habían sido detectados o incluso detenidos por la policía y los dejaron ir a cambio de dinero, coches, joyas, etc. Muchos muertos estarían todavía vivos, disfrutando junto a sus familias, si no fuera por la grosera corrupción de muchos, muchísimos policías que prefirieron abrir la mano en vez de cumplir con su deber de servir a la sociedad. La narración de Padgett nos lleva a través de la conformación de las bandas, las fugas de la cárcel, la planeación de los secuestros, los duros momentos de la convivencia entre víctimas y victimarios, la siempre indigna y dolorosa negociación del rescate, la actuación de los cuerpos policiacos y —en ciertos casos— el asesinato de los secuestrados. Una narración del horror que se nos presenta con nombres y apellidos, con detalles que horrorizan y nos dejan pensando sobre las razones por las que hemos tenido que sufrir en México la plaga del secuestro. Una gran mayoría de secuestradores proviene de hogares rotos. Su acceso a la educación ha sido prácticamente nulo. Casi todos han crecido en la pobreza y retornan a ella cuando se alejan del delito. Nada justifica sus actos, pero nos ayuda a entenderlos y nos indica de qué forma debemos trabajar en la prevención, que siempre es más fácil y más barata que la represión. El libro de Padgett pone en evidencia que son las oportunidades para delinquir y la falta de horizonte vital lo que obliga a muchas personas a lastimar la vida o el patrimonio de los demás. Esa constatación es una muy mala noticia para México y para el futuro de todos nosotros, ya que estamos en una situación en la que los jóvenes parecen enfrentarse a una perspectiva de futuro cada vez más borrascosa. El rector de la UNAM, José Narro, ha denunciado en muchas ocasiones el riesgo que corren más de siete millones de jóvenes menores de 25 años que ni estudian ni trabajan (la generación nini). Ante un entorno que favorece la impunidad, no sería raro que el hampa intente enganchar a muchos de esos jóvenes. Padgett narra hacia el final de su libro la experiencia de algunos adolescentes que están en los centros para menores y que ya han sido acusados de secuestrar y matar. Es una muestra más de la degradación de una parte de nuestro tejido social. Lo que parece evidente es que algo hemos hecho mal como sociedad y que deberíamos rectificar lo antes posible. Un país que no permita que salgamos tranquilos a la calle, a salvo de secuestradores y homicidas, es un país que a nadie no resulta atractivo. La delincuencia no sólo ha lastimado a millones de familias mexicanas, sino que está hipotecando el futuro del país. ¿Qué haremos —como sociedad— para detener ese riesgo de perder por completo a la república?

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