México vive arropado en un consenso eviden- te pero no por ello menos fundamental y estratégico: todas las fuerzas políticas, las corrientes de opinión, los grupos de interés, las agrupaciones de la sociedad, los claustros académicos, comparten la idea de que la única vía legítima y legal para arribar a los cargos de gobierno y legislativos es la electoral.
Se trata de una obviedad, pero que entre nosotros es relativamente reciente. En la larga etapa de monopartidismo fáctico, aunque las elecciones nunca dejaron de celebrarse, no fueron pocas las voces y prácticas oficialistas que las consideraban un ritual, una fórmula que debía ser cumplida, pero bajo el entendido de que los cargos de gobierno no serían entregados a través de tan insípido expediente. El código revolucionario nunca expuesto con claridad, pero subyacente a lo largo de las décadas, proclamaba "que lo que conseguimos con las armas, no lo entregaremos a través de las elecciones". Y también, en no pocas corrientes de la izquierda independiente, la aspiración de una revolución por venir hacía del expediente comicial un momento aprovechable, instrumental, importante, pero subordinado a un supuesto año cero en el que sería necesario destruir un entramado estatal para construir, desde sus raíces, uno nuevo.
Hoy no. Salvo muy pequeños grupos y expresiones excéntricas, México reproduce su vida política con un acuerdo profundo: sólo la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas es y puede ser la fuente de legitimidad de los gobiernos.
Fue en la etapa del tránsito hacia la democracia que se creó el IFE. Una institución obligada a ofrecer garantías de imparcialidad a todas las fuerzas políticas y a los ciudadanos, y que además debe velar por que las condiciones de la competencia resulten equilibradas, equitativas. Su misión fundamental: construir confianza en la única vía que ha ideado la humanidad para que la diversidad política que es connatural a cualquier sociedad compleja pueda expresarse, recrearse, convivir y competir de manera institucional, pacífica y participativa.
Se escribe fácil. Pero la confianza es una construcción. No se le puede decretar, no aparece de la noche a la mañana. Es una edificación compleja, lenta, zigzagueante, que florece, como hemos visto en México, luego de modificar normas, aprobar procedimientos, inventar fórmulas de vigilancia, de diseñar y aplicar instrumentos sin sesgo político -como el padrón, la conformación de las mesas directivas de casilla, el programa de resultados electorales preliminares y tantos otros-. Y se fortalece cuando los resultados de las contiendas ofrecen la evidencia de que la alternancia es posible y que son los humores públicos los que deciden a gobernantes y legisladores.
Ésa fue, es y seguirá siendo la tarea del IFE. Y mientras haya elecciones, mientras se mantenga el consenso en torno a la vía electoral, mientras nuestra sociedad siga siendo plural -y no veo cómo esos elementos puedan esfumarse- el IFE y su función seguirán siendo imprescindibles.
En los próximos días observaremos un eslabón más en la construcción o no de confianza en relación al IFE. Tres consejeros electorales terminan su encargo y la Cámara de Diputados tiene que elegir a tres nuevos integrantes del Consejo que durarán en funciones nueve años.
¿Es necesario insistir que el valor fundamental que otorga sentido y proyección al IFE es el de su autonomía? Autonomía en relación a los poderes públicos y a los partidos. Y ello no por una moda o un capricho, sino porque los "jugadores" son tan poderosos, están tan implantados en el aparato estatal, cuentan con recursos humanos, financieros y materiales tan vastos, y legítimamente defienden sus intereses (a los que presentan como si fueran los de toda la comunidad nacional), que por ello requieren de un organizador y árbitro electoral que se ubique por encima de sus apuestas e intereses. Ello conviene al país para contar con una vía pavimentada para la siempre tensa confrontación electoral, le conviene al propio IFE como expediente para su fortalecimiento, y le conviene a los propios partidos si es que son capaces de tener una visión de Estado y ver más allá de la coyuntura y trascender las pulsiones instrumentales.
Es por ello que la elección de los relevos en el IFE debería cumplir por lo menos con dos condiciones: a) que sean electos con el acuerdo de todos los partidos que hoy habitan la Cámara, lo que les inyecta una legitimidad de origen necesaria para cumplir con su función y b) que los partidos no quieran tener correas de trasmisión en ellos.
Se requieren consejeros con criterio propio, equidistantes de los partidos pero que gocen del apoyo, en principio, de los mismos; y que estén convencidos que lo fundamental de su labor no tiene que ver con el resultado electoral, sino con el transcurso del proceso. Como se ha repetido hasta el cansancio: deben ofrecer certeza en las reglas, porque la incertidumbre en el resultado es connatural en las campañas democráticas.
Se trata de una obviedad, pero que entre nosotros es relativamente reciente. En la larga etapa de monopartidismo fáctico, aunque las elecciones nunca dejaron de celebrarse, no fueron pocas las voces y prácticas oficialistas que las consideraban un ritual, una fórmula que debía ser cumplida, pero bajo el entendido de que los cargos de gobierno no serían entregados a través de tan insípido expediente. El código revolucionario nunca expuesto con claridad, pero subyacente a lo largo de las décadas, proclamaba "que lo que conseguimos con las armas, no lo entregaremos a través de las elecciones". Y también, en no pocas corrientes de la izquierda independiente, la aspiración de una revolución por venir hacía del expediente comicial un momento aprovechable, instrumental, importante, pero subordinado a un supuesto año cero en el que sería necesario destruir un entramado estatal para construir, desde sus raíces, uno nuevo.
Hoy no. Salvo muy pequeños grupos y expresiones excéntricas, México reproduce su vida política con un acuerdo profundo: sólo la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas es y puede ser la fuente de legitimidad de los gobiernos.
Fue en la etapa del tránsito hacia la democracia que se creó el IFE. Una institución obligada a ofrecer garantías de imparcialidad a todas las fuerzas políticas y a los ciudadanos, y que además debe velar por que las condiciones de la competencia resulten equilibradas, equitativas. Su misión fundamental: construir confianza en la única vía que ha ideado la humanidad para que la diversidad política que es connatural a cualquier sociedad compleja pueda expresarse, recrearse, convivir y competir de manera institucional, pacífica y participativa.
Se escribe fácil. Pero la confianza es una construcción. No se le puede decretar, no aparece de la noche a la mañana. Es una edificación compleja, lenta, zigzagueante, que florece, como hemos visto en México, luego de modificar normas, aprobar procedimientos, inventar fórmulas de vigilancia, de diseñar y aplicar instrumentos sin sesgo político -como el padrón, la conformación de las mesas directivas de casilla, el programa de resultados electorales preliminares y tantos otros-. Y se fortalece cuando los resultados de las contiendas ofrecen la evidencia de que la alternancia es posible y que son los humores públicos los que deciden a gobernantes y legisladores.
Ésa fue, es y seguirá siendo la tarea del IFE. Y mientras haya elecciones, mientras se mantenga el consenso en torno a la vía electoral, mientras nuestra sociedad siga siendo plural -y no veo cómo esos elementos puedan esfumarse- el IFE y su función seguirán siendo imprescindibles.
En los próximos días observaremos un eslabón más en la construcción o no de confianza en relación al IFE. Tres consejeros electorales terminan su encargo y la Cámara de Diputados tiene que elegir a tres nuevos integrantes del Consejo que durarán en funciones nueve años.
¿Es necesario insistir que el valor fundamental que otorga sentido y proyección al IFE es el de su autonomía? Autonomía en relación a los poderes públicos y a los partidos. Y ello no por una moda o un capricho, sino porque los "jugadores" son tan poderosos, están tan implantados en el aparato estatal, cuentan con recursos humanos, financieros y materiales tan vastos, y legítimamente defienden sus intereses (a los que presentan como si fueran los de toda la comunidad nacional), que por ello requieren de un organizador y árbitro electoral que se ubique por encima de sus apuestas e intereses. Ello conviene al país para contar con una vía pavimentada para la siempre tensa confrontación electoral, le conviene al propio IFE como expediente para su fortalecimiento, y le conviene a los propios partidos si es que son capaces de tener una visión de Estado y ver más allá de la coyuntura y trascender las pulsiones instrumentales.
Es por ello que la elección de los relevos en el IFE debería cumplir por lo menos con dos condiciones: a) que sean electos con el acuerdo de todos los partidos que hoy habitan la Cámara, lo que les inyecta una legitimidad de origen necesaria para cumplir con su función y b) que los partidos no quieran tener correas de trasmisión en ellos.
Se requieren consejeros con criterio propio, equidistantes de los partidos pero que gocen del apoyo, en principio, de los mismos; y que estén convencidos que lo fundamental de su labor no tiene que ver con el resultado electoral, sino con el transcurso del proceso. Como se ha repetido hasta el cansancio: deben ofrecer certeza en las reglas, porque la incertidumbre en el resultado es connatural en las campañas democráticas.
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