En 1919 Max Weber enunció su célebre distinción entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad” como las dos máximas de conducta bajo las cuales los hombres pueden actuar en sociedad. Para explicarlas, el sociólogo decía que “hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena (religiosamente hablando) «el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios», o según la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción” (El político y el científico, 1998, p. 165).
Eso no supone que una y otra ética se excluyan, o que conducirse según las propias convicciones sea equivalente a la falta de responsabilidad, o al revés, que actuar responsablemente signifique claudicar de los principios en los que uno cree, sino que dependiendo de la esfera de actuación de los individuos (el ámbito privado o el ámbito público, según sea el caso), debe prevalecer la una sobre la otra, en razón de las consecuencias que se provoquen con nuestros actos. Hay conductas que nos afectan sólo a nosotros y otras que tienen efectos colectivos.
La actividad política es, por definición, el ejemplo paradigmático de las conductas que involucran a varios individuos (cuando no a todos) en una sociedad. De hecho, una decisión política (o colectiva) supone una determinación las más de las veces vinculante y obligatoria para todos los integrantes de la sociedad (como ocurre con una ley, que es el ejemplo por excelencia de una decisión política).
Ello llevó a Weber a plantear que la acción de los políticos y, en particular, de los servidores públicos, debe conducirse primero por la ética de la responsabilidad, es decir, analizando, ponderando y teniendo en cuenta siempre las consecuencias de sus decisiones. Dicho en otras palabras, ello significa que los responsables de tomar las decisiones en una sociedad deben pensar ante todo en el interés colectivo y en el impacto de sus determinaciones antes que en sus convicciones, creencias o intereses personales o de parte, que pasan a un segundo plano.
En ese sentido, la lógica cortoplacista y facciosa que suele caracterizar a las decisiones políticas está reñida con la ética que debe imperar en el desempeño de las funciones públicas y que debe ponderar y sopesar las consecuencias económicas, políticas y sociales (al menos) de las decisiones que se tomen.
Lo anterior no debe ser visto como la expresión de meras prescripciones para una república ideal. Pero si la exigencia de que los tomadores de las decisiones políticas en una sociedad actúen mediante la lógica de la ética de la responsabilidad no está acompañada de un efectivo sistema de rendición de cuentas, todo queda en buenos deseos.
Y ese es uno de los grandes problemas en nuestro país, que la impunidad que caracterizó el régimen autoritario hoy persiste, se recrea y se potencia bajo la égida de nuestra novel e incipiente democracia. La transición no ha logrado romper con el círculo vicioso de la impunidad que genera irresponsabilidad y falta de visión de Estado. Por eso cuando mueren calcinados 49 niños nadie es responsable. Por eso no pasa nada cuando se malbaratan los bienes de la nación con la clara intención de ganar los favores de un consorcio mediático. Los ejemplos son incontables y todos ellos ocurren con la complacencia y la condescendencia de gran parte de la sociedad.
Y es que la enseñanza del viejo priísmo de considerar los cargos públicos como un botín, como una propiedad personal que puede usufructuarse libremente, sigue estando profundamente arraigada en nuestra sociedad.
Hace falta una renovación en la manera de concebir a la política y a los cargos públicos. Hace falta construir una verdadera ética pública, entendida precisamente como el ejercicio de la función pública a partir de la responsabilidad, no como el ejercicio de las convicciones y de los intereses privados o de partido.
Hoy, de cara a la inminente renovación del Consejo General del IFE, no hay que cansarnos de denunciar la tentación de partidizar las designaciones, de asumir los nombramientos de los nuevos tres consejeros electorales a partir de la lógica del agandalle, de colocar personeros en esos cargos porque conviene a los intereses de parte. Al final del día sería algo irresponsable porque la consecuencia de ello sería, inevitablemente, erosionar, todavía más, nuestra precaria democracia.
Eso no supone que una y otra ética se excluyan, o que conducirse según las propias convicciones sea equivalente a la falta de responsabilidad, o al revés, que actuar responsablemente signifique claudicar de los principios en los que uno cree, sino que dependiendo de la esfera de actuación de los individuos (el ámbito privado o el ámbito público, según sea el caso), debe prevalecer la una sobre la otra, en razón de las consecuencias que se provoquen con nuestros actos. Hay conductas que nos afectan sólo a nosotros y otras que tienen efectos colectivos.
La actividad política es, por definición, el ejemplo paradigmático de las conductas que involucran a varios individuos (cuando no a todos) en una sociedad. De hecho, una decisión política (o colectiva) supone una determinación las más de las veces vinculante y obligatoria para todos los integrantes de la sociedad (como ocurre con una ley, que es el ejemplo por excelencia de una decisión política).
Ello llevó a Weber a plantear que la acción de los políticos y, en particular, de los servidores públicos, debe conducirse primero por la ética de la responsabilidad, es decir, analizando, ponderando y teniendo en cuenta siempre las consecuencias de sus decisiones. Dicho en otras palabras, ello significa que los responsables de tomar las decisiones en una sociedad deben pensar ante todo en el interés colectivo y en el impacto de sus determinaciones antes que en sus convicciones, creencias o intereses personales o de parte, que pasan a un segundo plano.
En ese sentido, la lógica cortoplacista y facciosa que suele caracterizar a las decisiones políticas está reñida con la ética que debe imperar en el desempeño de las funciones públicas y que debe ponderar y sopesar las consecuencias económicas, políticas y sociales (al menos) de las decisiones que se tomen.
Lo anterior no debe ser visto como la expresión de meras prescripciones para una república ideal. Pero si la exigencia de que los tomadores de las decisiones políticas en una sociedad actúen mediante la lógica de la ética de la responsabilidad no está acompañada de un efectivo sistema de rendición de cuentas, todo queda en buenos deseos.
Y ese es uno de los grandes problemas en nuestro país, que la impunidad que caracterizó el régimen autoritario hoy persiste, se recrea y se potencia bajo la égida de nuestra novel e incipiente democracia. La transición no ha logrado romper con el círculo vicioso de la impunidad que genera irresponsabilidad y falta de visión de Estado. Por eso cuando mueren calcinados 49 niños nadie es responsable. Por eso no pasa nada cuando se malbaratan los bienes de la nación con la clara intención de ganar los favores de un consorcio mediático. Los ejemplos son incontables y todos ellos ocurren con la complacencia y la condescendencia de gran parte de la sociedad.
Y es que la enseñanza del viejo priísmo de considerar los cargos públicos como un botín, como una propiedad personal que puede usufructuarse libremente, sigue estando profundamente arraigada en nuestra sociedad.
Hace falta una renovación en la manera de concebir a la política y a los cargos públicos. Hace falta construir una verdadera ética pública, entendida precisamente como el ejercicio de la función pública a partir de la responsabilidad, no como el ejercicio de las convicciones y de los intereses privados o de partido.
Hoy, de cara a la inminente renovación del Consejo General del IFE, no hay que cansarnos de denunciar la tentación de partidizar las designaciones, de asumir los nombramientos de los nuevos tres consejeros electorales a partir de la lógica del agandalle, de colocar personeros en esos cargos porque conviene a los intereses de parte. Al final del día sería algo irresponsable porque la consecuencia de ello sería, inevitablemente, erosionar, todavía más, nuestra precaria democracia.
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