La UNAM ha sido para mí un espacio privilegiado de formación profesional, un centro de trabajo estimulante, una institución para entrar en contacto con diversas disciplinas, lenguajes, actividades artísticas, un observatorio inigualable de la vida nacional, un centro de forja y encuentro de amistades que duran a través de las décadas, un nicho de libertad cuando las libertades se encontraban restringidas en otros ámbitos, una plataforma para la investigación sistemática.
No me extraña su celebración y comparto el ánimo festivo. A lo largo de 100 años ha sido un centro irradiador de cultura, de formación de profesionales y un espacio para la creación científica y artística. Generaciones de egresados se sienten orgullosas y satisfechas de haber pasado por sus aulas, porque en ellas encontraron conocimientos, destrezas, habilidades para una formación especializada y quiero pensar que también para contar con una visión más abierta y sofisticada de la vida social.
Pero la UNAM tiene problemas. Y no puede ser de otra manera. Sólo los organismos y las instituciones muertas viven en paz consigo mismas. Algunas de esas dificultades son derivadas de lo que sucede en su entorno y otras propias de una entidad compleja, desigual, cargada de retos a los que no se les puede (debe) dar la espalda.
Durante varias décadas la UNAM fue una plataforma eficiente para colocar a sus egresados en el mercado de trabajo. Era una institución que con el despliegue de sus potencialidades coadyuvaba a la movilidad social ascendente. Era un eficaz "elevador social". Entrar a la UNAM no representaba solamente adquirir el conocimiento necesario para desempeñar una profesión, sino una oportunidad de mejoramiento económico importante. Pero hoy el entorno resulta más adverso. No sólo porque se han multiplicado las instituciones de educación superior, tanto públicas como privadas (en buena hora), sino porque la economía del país no ha crecido con suficiencia en las últimas décadas, lo cual ha contraído el mercado de trabajo y las oportunidades de empleo de los egresados de todas las universidades (y no sólo de ellos).
Enrique Quintana escribía hace unos días: "De 1970 a 1990, la población económicamente activa (PEA) en México creció a una tasa anual de 3.1 por ciento en promedio... en ese mismo lapso, la economía creció a una tasa anual promedio de 4.3 por ciento. Es decir, tuvo la capacidad para generar los puestos de trabajo necesarios para absorber el crecimiento de la PEA... A partir de 1990 llegaron a la edad laboral quienes nacieron en la década de los 70, cuando el crecimiento demográfico era cercano al 3 por ciento. Además, fue una etapa en la que se aceleró la incorporación de la mujer al mercado laboral... La PEA de la década de los 90 creció a una tasa media anual de más del 4 por ciento. En contraste, el crecimiento de la economía se vino para abajo y sólo alcanzó una tasa media de 3.4 por ciento al año. Desde hace 20 años, muchos jóvenes no pudieron acceder al mercado laboral formal" (Reforma, 24-09-10).
Entiendo que es ese ambiente adverso para los jóvenes del país -no sólo los universitarios- lo que lleva al rector José Narro a insistir en la necesidad de revisar y reorientar la política económica, porque el crecimiento suficiente de la economía se ha convertido en una necesidad apremiante si no queremos ver cómo nuestro de por sí maltrecho "tejido social" se nos convierte en un paño desgarrado.
Pero la UNAM tiene también problemas internos. Me refiero sólo a uno: el envejecimiento de su planta docente, lo que en muchos casos le impide su puesta al día. A fines de la década de los setenta las autoridades de la UNAM decidieron que la institución no podía seguir creciendo en su matrícula. En los años inmediatos anteriores se había expandido de manera sobresaliente: las nuevas Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales y el Colegio de Ciencias y Humanidades. Para ello se necesitaron profesores y se incorporaron cientos -si no es que miles- de académicos jóvenes. Pero al congelarse la expansión, la necesidad de "sangre nueva" cesó.
Han pasado más de 30 años y los jóvenes de entonces -que ocupamos las plazas de maestros e investigadores- hemos envejecido. Y la opción de la jubilación a (casi) nadie le resulta satisfactoria. Dado que no somos mineros ni carteros -oficios para los que se requiere una condición física excepcional-, que para ser académico el paso del tiempo parece ser una ventaja y que la pensión suele representar menos de un tercio del ingreso, hemos taponado la incorporación a la UNAM de nuevos profesores. El problema en términos académicos -no laborales- es que ello impide la asimilación de nuevos enfoques, bibliografías, autores, de los que serían portadores los cientos de estudiantes que se han preparado en las universidades del país y el extranjero y que no tienen una vía de acceso como profesores porque los que hoy realizamos esa labor no nos queremos morir.
No me extraña su celebración y comparto el ánimo festivo. A lo largo de 100 años ha sido un centro irradiador de cultura, de formación de profesionales y un espacio para la creación científica y artística. Generaciones de egresados se sienten orgullosas y satisfechas de haber pasado por sus aulas, porque en ellas encontraron conocimientos, destrezas, habilidades para una formación especializada y quiero pensar que también para contar con una visión más abierta y sofisticada de la vida social.
Pero la UNAM tiene problemas. Y no puede ser de otra manera. Sólo los organismos y las instituciones muertas viven en paz consigo mismas. Algunas de esas dificultades son derivadas de lo que sucede en su entorno y otras propias de una entidad compleja, desigual, cargada de retos a los que no se les puede (debe) dar la espalda.
Durante varias décadas la UNAM fue una plataforma eficiente para colocar a sus egresados en el mercado de trabajo. Era una institución que con el despliegue de sus potencialidades coadyuvaba a la movilidad social ascendente. Era un eficaz "elevador social". Entrar a la UNAM no representaba solamente adquirir el conocimiento necesario para desempeñar una profesión, sino una oportunidad de mejoramiento económico importante. Pero hoy el entorno resulta más adverso. No sólo porque se han multiplicado las instituciones de educación superior, tanto públicas como privadas (en buena hora), sino porque la economía del país no ha crecido con suficiencia en las últimas décadas, lo cual ha contraído el mercado de trabajo y las oportunidades de empleo de los egresados de todas las universidades (y no sólo de ellos).
Enrique Quintana escribía hace unos días: "De 1970 a 1990, la población económicamente activa (PEA) en México creció a una tasa anual de 3.1 por ciento en promedio... en ese mismo lapso, la economía creció a una tasa anual promedio de 4.3 por ciento. Es decir, tuvo la capacidad para generar los puestos de trabajo necesarios para absorber el crecimiento de la PEA... A partir de 1990 llegaron a la edad laboral quienes nacieron en la década de los 70, cuando el crecimiento demográfico era cercano al 3 por ciento. Además, fue una etapa en la que se aceleró la incorporación de la mujer al mercado laboral... La PEA de la década de los 90 creció a una tasa media anual de más del 4 por ciento. En contraste, el crecimiento de la economía se vino para abajo y sólo alcanzó una tasa media de 3.4 por ciento al año. Desde hace 20 años, muchos jóvenes no pudieron acceder al mercado laboral formal" (Reforma, 24-09-10).
Entiendo que es ese ambiente adverso para los jóvenes del país -no sólo los universitarios- lo que lleva al rector José Narro a insistir en la necesidad de revisar y reorientar la política económica, porque el crecimiento suficiente de la economía se ha convertido en una necesidad apremiante si no queremos ver cómo nuestro de por sí maltrecho "tejido social" se nos convierte en un paño desgarrado.
Pero la UNAM tiene también problemas internos. Me refiero sólo a uno: el envejecimiento de su planta docente, lo que en muchos casos le impide su puesta al día. A fines de la década de los setenta las autoridades de la UNAM decidieron que la institución no podía seguir creciendo en su matrícula. En los años inmediatos anteriores se había expandido de manera sobresaliente: las nuevas Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales y el Colegio de Ciencias y Humanidades. Para ello se necesitaron profesores y se incorporaron cientos -si no es que miles- de académicos jóvenes. Pero al congelarse la expansión, la necesidad de "sangre nueva" cesó.
Han pasado más de 30 años y los jóvenes de entonces -que ocupamos las plazas de maestros e investigadores- hemos envejecido. Y la opción de la jubilación a (casi) nadie le resulta satisfactoria. Dado que no somos mineros ni carteros -oficios para los que se requiere una condición física excepcional-, que para ser académico el paso del tiempo parece ser una ventaja y que la pensión suele representar menos de un tercio del ingreso, hemos taponado la incorporación a la UNAM de nuevos profesores. El problema en términos académicos -no laborales- es que ello impide la asimilación de nuevos enfoques, bibliografías, autores, de los que serían portadores los cientos de estudiantes que se han preparado en las universidades del país y el extranjero y que no tienen una vía de acceso como profesores porque los que hoy realizamos esa labor no nos queremos morir.
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