Sacudido en su modorra legislativa por el pasado, que nunca se va por completo, Francisco Javier Salazar Sáenz se apresuró a establecer las diferencias entre una mina de carbón y una de cobre, para distinguir también las tragedias que se abaten sobre una y otra y, en fin, para que no se establezcan parangones entre las conductas gubernamentales en uno y otro caso. Lejana ya la tragedia de Pasta de Conchos, ocurrida el 19 de febrero de 2006, donde murieron 65 mineros, el rescate de 33 trabajadores chilenos en la mina de San José, cercana a Copiapó en el desierto de Atacama, en el norte de Chile, la trajo abruptamente a la actualidad por el rudo parangón que de inmediato se estableció entre ambas situaciones, que tuvieron un desenlace contrastado. Hasta ahora no han sido recuperados los restos de las víctimas en la región carbonífera coahuilense, mientras que al cabo de un vasto, inteligente y sostenido esfuerzo se salvó la vida a los empleados de la empresa San Esteban, omisa en su conducta de establecer medidas de seguridad, como lo fue Industrial Minera México, filial del Grupo México. Salazar era entonces secretario del Trabajo. Había llegado allí tras una breve carrera política, iniciada desde su papel como líder de los profesores universitarios en San Luis Potosí. Nacido en el Distrito Federal, cursó ingeniería química en la UNAM y concluyó la carrera en la Universidad Iberoamericana. En la potosina se hizo doctor en ciencias sociales, derivación que juzgó oportuna para defender su credo religioso y político, que en su caso se integran. Además de su trabajo en la representación sindical del personal docente universitario, tanto en San Luis como en el ámbito nacional, militó en el tradicionalismo panista potosino. Fue diputado federal por primera vez de 1994 a 1997, al cabo del cual buscó ser candidato a gobernador, sin conseguirlo, como tampoco lo conseguiría en 2003, cuando en las elecciones internas fue vencido por Marcelo de los Santos. Ya para entonces Salazar era subsecretario de Previsión Social de la Secretaría del Trabajo, cuyo titular era el hoy finado Carlos Abascal. Estaban unidos ambos por una ideología férreamente conservadora, por lo que no resultó extraño que al transitar Abascal a Gobernación, para reemplazar a Santiago Creel, Salazar Sáenz lo sustituyera. En febrero de 2006 se le encomendó atender la emergencia de Pasta de Conchos. Por tratarse de un desastre, hubiera sido un asunto atendido en Gobernación. O en Economía, dado que es competencia de esa secretaría regular las concesiones mineras. Pero se responsabilizó del caso a Salazar Sáenz, tal vez porque se percibió en la coyuntura el escenario adecuado para un lance político de mayor alcance, la defenestración de Napoleón Gómez Urrutia de su liderazgo en el sindicato minero. Gómez Urrutia había cultivado una buena relación con el presidente Fox y el secretario Abascal, a quienes el gremio minero aclamó después de que se tomó nota de la elección del secretario general, acto que le había sido negado por el último secretario del Trabajo del régimen priista, Mariano Palacios Alcocer. Remediada esa situación, floreció el vínculo entre el dirigente sindical y el gobierno de la alternancia. En esos años el sindicato mantenía una disputa con una de sus contrapartes, el Grupo México. La causa inmediata era un litigio sobre acciones de las empresas adquiridas por ese grupo de la familia Larrea al gobierno federal. Finalmente, no sin un largo trayecto en tribunales, el sindicato recibió 55 millones de pesos, importe de las acciones que al ser privatizadas varias compañías mineras debía entregar al sindicato. La derrota así infligida al Grupo México, más la exigencia permanente de mejores salarios para los trabajadores de sus minas, tensó y agrió las relaciones con el sindicato minero. Mucho ha de haber influido una creciente rivalidad personal entre el presidente del consorcio, Germán Larrea, y el líder gremial, Gómez Urrutia. Cada uno de ellos había sucedido a su padre en la tarea que los enfrentaba, y mientras que los progenitores establecieron una relación provechosa para ambos, el desencuentro rigió el trato entre los jóvenes herederos. Fue ostensible que por pedido del grupo empresarial el gobierno de Fox mudaría su propia relación con los mineros. De esa manera, cuando la atención del secretario Salazar debería estar plenamente orientada a rescatar a los mineros de Pasta de Conchos, se anunció que el liderazgo de Gómez Urrutia estaba siendo impugnado, y en menos de una semana, mediante un procedimiento tramposo y apresurado, se colocó a un líder postizo en el lugar del secretario general hasta ese momento reconocido. El papel de Salazar ante la tragedia fue cumplido de mal modo. El viernes siguiente al domingo trágico, antes de una semana de ocurrido el desastre, el secretario anunció el fin del intento de rescate. Se dictaminó entonces que la mina había sido destruida por un estallido de gas metano, asociado a la explotación carbonífera, y que la catástrofe impidió desde el momento mismo de su ocurrencia que los mineros sobrevivieran. En ese supuesto, era inútil esforzarse por localizarlos y rescatarlos. Simplemente se les dio por muertos. Tan definitiva fue en los hechos la decisión de clausurar la mina –acaso para que un diagnóstico imparcial no determinara que la inseguridad industrial había causado la tragedia–, que no se han rescatado los cuerpos, los restos de los mineros atrapados por el infortunio y una mezcla de factores humanos que debieron ser castigados. Incapaz de lidiar con la angustia de los deudos, Salazar peleó con ellos, insinuó que los mineros ingresaban a la mina ebrios o drogados, recibió abucheos y proyectiles que mancharon su ropa, pero no su reputación. Terminó su gestión en la Secretaría del Trabajo sin hacer otra cosa que proteger al personal de esa dependencia involucrado en los antecedentes del desastre y coincidir plena y puntualmente con los intereses de la empresa, que ha dejado enterrados a sus antiguos empleados para ocultar la codicia que la hizo ahorrar a costa de la vida de los mineros. Exactamente lo contrario de lo que se hizo en Chile a la hora de su propio desastre. Al comenzar este sexenio, Salazar ingresó al Comité Ejecutivo Nacional del PAN, bajo la presidencia de Germán Martínez, y el año pasado fue elegido diputado federal, por la vía plurinominal, sitio reservado a los militantes de largo trayecto, a los grandes apellidos o para premiar servicios prestados. Fue vicepresidente de la mesa directiva al lado de su correligionario y tocayo Francisco Javier Ramírez Acuña, durante el primer año de la legislatura. Fue conservado allí durante el segundo año, el que está corriendo, bajo la presidencia del priista Jorge Carlos Ramírez Marín. En uno y otro caso, su papel lo obliga a dirigir los debates, en ausencia del presidente. Lo hace distraídamente. Y las más de las veces atestigua desde su alta posición (físicamente hablando) lo que ocurre en la llanura de San Lázaro. En esa alta posición fue sorprendido por la vuelta del pasado, nunca ido del todo, pues no ha cesado la exigencia de las familias de Pasta de Conchos por recuperar los cuerpos de sus seres queridos, enterrados por decisión de Salazar al servicio del Grupo México. Su triste actuación en esa mina coahuilense, en el conflicto minero que artificialmente encendió –aunque el dirigente fantoche que inventó haya sido vuelto al rincón de los trebejos, de donde Salazar lo sacó–, no había sido olvidada. Se hace vigente ahora su gestión, en contraste con la del ministro de Minería chileno, que trabajó a favor de la vida, como Salazar a favor del dinero.
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