Uno de los sentimientos cuya huella desaparece con mayor rapidez es el miedo. Olvidar, no lo que nos atemoriza, sino las peculiaridades del sentimiento, es un mecanismo de defensa que nos permite vivir sin que nos quedemos paralizados ante el quehacer cotidiano. Hay dos rutas por las que los grandes temores colectivos se disuelven y olvidan. Una, la más extraña, cuando las consecuencias de lo que nos atemoriza se difuminan y se convierten en una masa amorfa de sentimientos terrible pero imposible de explicar: los que nacieron después de 1985 o eran muy pequeños en aquel fatídico septiembre, temen a los terremotos de manera muy distinta a la forma en que lo hacemos quienes testificamos aquellas tardes de terror y desolación. La otra consiste en que esas consecuencias se olvidan y los hechos temibles quedan como retratos que ya no pueden hacer daño: ningún joven tiene miedo de un holocausto nuclear como lo sentimos quienes vivimos la Guerra Fría.
Hoy, cuando el macartismo o la revolución cultural son pálidos reflejos de un ayer tan lejano como la Edad Media, pensados en dimensiones históricas, hechos de apenas ayer parecen situados en una especie de pleistoceno político ubicado en la tierra de nunca jamás. En realidad hace apenas un par de generaciones la humanidad protagonizó y testificó los peores actos de barbarie y hace tan sólo una contemplaba en todos los continentes una guerra sin fin y sin cuartel porque se erigía contra ideas y contra los sujetos que las creían y las practicaban.
En este tiempo de aniversarios clave, resalta el del asesinato de León Trotsky. Parte de nuestra memoria histórica y de nuestro imaginario colectivo. Trotsky atraviesa medio mundo por una persecución que toca los límites épicos y literarios. Enemigo de Stalin, recorrió países y continentes, con una pequeña corte de leales, para encontrar, ya no un foco de influencia, sino apenas un lugar seguro para seguir viviendo. México, mediante la ya legendaria persona de Diego Rivera, le ofrece asilo político y al hacerlo enfrenta la revolución social encabezada por el entonces presidente Lázaro Cárdenas al dogmatismo del estalinismo mundial. Las luchas en el Partido Comunista Mexicano y el atentado en el que se vio implicado David Alfaro Siqueiros, constituyen una manifestación del arte comprometido y políticamente activo. El asesinato de Trotsky es la muestra histórica de aquel mundo que no ha desaparecido del todo, de un mundo donde se sumaban lo mejor del ser humano: solidaridad, apertura, diálogo, y también lo peor de sus inclinaciones: traición, dogmatismo, violencia.
Hoy, décadas después, la suma de nuestros temores se mediatiza y con la profusión de imágenes parece menos tangible y más espectacular. Hoy, la memoria es una advertencia para quienes quieren acotar los derechos humanos, incluido el asilo; es una estela en el tiempo para los que pretenden imponer visiones homogéneas a sociedades complejas como la nuestra.
Ahí está la memoria de Trotsky, para advertirnos, enseñarnos y para enorgullecernos de este país nuestro, siempre abierto y siempre solidario.
Hoy, cuando el macartismo o la revolución cultural son pálidos reflejos de un ayer tan lejano como la Edad Media, pensados en dimensiones históricas, hechos de apenas ayer parecen situados en una especie de pleistoceno político ubicado en la tierra de nunca jamás. En realidad hace apenas un par de generaciones la humanidad protagonizó y testificó los peores actos de barbarie y hace tan sólo una contemplaba en todos los continentes una guerra sin fin y sin cuartel porque se erigía contra ideas y contra los sujetos que las creían y las practicaban.
En este tiempo de aniversarios clave, resalta el del asesinato de León Trotsky. Parte de nuestra memoria histórica y de nuestro imaginario colectivo. Trotsky atraviesa medio mundo por una persecución que toca los límites épicos y literarios. Enemigo de Stalin, recorrió países y continentes, con una pequeña corte de leales, para encontrar, ya no un foco de influencia, sino apenas un lugar seguro para seguir viviendo. México, mediante la ya legendaria persona de Diego Rivera, le ofrece asilo político y al hacerlo enfrenta la revolución social encabezada por el entonces presidente Lázaro Cárdenas al dogmatismo del estalinismo mundial. Las luchas en el Partido Comunista Mexicano y el atentado en el que se vio implicado David Alfaro Siqueiros, constituyen una manifestación del arte comprometido y políticamente activo. El asesinato de Trotsky es la muestra histórica de aquel mundo que no ha desaparecido del todo, de un mundo donde se sumaban lo mejor del ser humano: solidaridad, apertura, diálogo, y también lo peor de sus inclinaciones: traición, dogmatismo, violencia.
Hoy, décadas después, la suma de nuestros temores se mediatiza y con la profusión de imágenes parece menos tangible y más espectacular. Hoy, la memoria es una advertencia para quienes quieren acotar los derechos humanos, incluido el asilo; es una estela en el tiempo para los que pretenden imponer visiones homogéneas a sociedades complejas como la nuestra.
Ahí está la memoria de Trotsky, para advertirnos, enseñarnos y para enorgullecernos de este país nuestro, siempre abierto y siempre solidario.
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