domingo, 17 de octubre de 2010

EL IFE: LA RATIFICACIÓN DEMOCRÁTICA

RICARDO BECERRA LAGUNA

“Porque todo lo que la política tiene de alta proviene de su forma, del cuidado mediante el cual se deciden las cosas del Estado”: Tucídides Soy de los que creen que el IFE vivió, sí, un severo desplome en su fuerza y credibilidad, pero no sólo en el año 2006, como suele decirse. Su crisis y su drama comenzaron antes, hace exactamente siete años, cuando el pacto esencial entre las tres grandes corrientes que habían cincelado la transición (PRI, PAN y PRD) no pudo sostenerse y prolongarse, y los nuevos miembros del Consejo General entraron a su función “sin una pata”, sin el aval de uno de los partidos importantes, neciamente excluido y neciamente autoexcluido, del acuerdo renovador. Pocos se dieron cuenta entonces, pero la mesa quedó lista para las estrategias de colisión: si pierdo será por un IFE hostil, ajeno, adverso; si gano, es a pesar de ese mismo IFE inicuo, que jamás reconocí ni me resultó respetable. El trágico destino de la autoridad electoral se selló de esa manera, y aunque la camada de consejeros en esos años hizo varios esfuerzos sinceros para cultivar así fuera algo de la confianza perdida, luego, el desafuero, la agresividad de la campaña y el estrechísimo resultado electoral echó todo por tierra y cobró puntualmente cada una de las facturas generadas en el pecaminoso origen. La lección es incontestable: el proceso de renovación de los consejeros del IFE no es un trámite, ni una rutina trianual, ni soporta las operaciones facciosas; por el contrario, se trata de una cita para ratificar algo fundamental en la política mexicana: en él se renueva el pacto y la lealtad hacia una institución crucial, la confianza de los actores políticos en su árbitro, en sus reglas del juego y el compromiso con los posibles —inciertos— resultados. Por eso es que en estos días (cuando la convocatoria a renovar tres consejeros ha sido abierta) ninguno de los partidos puede sentirse o volverse convidado de piedra, mucho menos el PRI, el PAN o el PRD. De su necesidad inclusiva se deriva la dificultad del proceso, pero de ella también su enorme virtud y su enorme contribución a la credibilidad y la confianza pública. Apostar, como se apostó en el año 2003, que el más listo o el más fuerte o el más necio puede excluir del pacto a alguno de sus adversarios no es sólo expresión de la “cultura del agandalle”, como decía Pereyra, sino un error puro, es atentar contra la legitimidad del —posible— triunfo propio, minando desde ahora la aceptación de los resultados. No soy quien se escandaliza especialmente porque los partidos cuentan o proponen a distintas personalidades para el cargo. Así fue elegido el IFE “ciudadano” de 1994 y así fue designado el Consejo de 1996: a propuesta y negociación de los partidos. Como recordaba Mauricio Merino, está en la naturaleza jurídica y política del proceso que los partidos decidan: sencillamente, así lo manda la Constitución. Soy de los que creen, por el contrario, que lo que no puede pasar, lo que debemos evitar a toda costa, es que alguno de los actores centrales, de las fuerzas políticas decisivas, se quede sin participar en la designación. Una terna venida al IFE en esas condiciones quedaría indemne, expuesta a la permanente impugnación del protagonista desafecto, con las consecuencias que no son teóricas, sino que las vimos, con toda crudeza, en el año 2006. Así las cosas, creo, la selección de consejeros del IFE es —siempre ha sido— una suerte de ratificación del compromiso democrático de los partidos. Me parece que estos son los términos de la discusión y del proceso abierto por la Cámara de Diputados. En estos días nuestros legisladores mostrarán su capacidad de ver más lejos, de sacar las lecciones correctas de una experiencia traumática, de entender que el IFE y su Consejo son una de esas poquísimas piezas de las que pende la estabilidad política de la nación.

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