sábado, 5 de septiembre de 2009

¿DESAPARECER AL LEGISLATIVO?

ROSARIO GREEN

Regresar a la ciudad de México después de viajar a Bogotá, en donde encabecé una misión indagatoria del Comité de Derechos Humanos de los Parlamentarios de la Unión Interparlamentaria, y adentrarme en la lectura de la prensa nacional para ponerme al corriente de lo que sucedió durante mi breve ausencia me lleva a reflexionar sobre algunos de los peligros que percibí en tierras colombianas y el riesgo de que, con matices propios, pudieran reproducirse en nuestro afligido país.
En Colombia, el Poder Legislativo se encuentra en situación precaria, entre un presidente fuerte y una Corte Suprema de Justicia que cumple al mismo tiempo las funciones de investigar y juzgar a parlamentarios acusados, en ocasiones incluso por un anónimo o un colega resentido, de supuestos crímenes vinculados con la “parapolítica”, es decir, de haber buscado medios ilícitos para ganar elecciones; por ejemplo, pagando a paramilitares para asegurarse de que la gente vote por sus candidaturas. En estas circunstancias, los legisladores de ese país hermano a menudo renuncian a su inmunidad parlamentaria para poder ser investigados y juzgados por tribunales comunes a fin de tener derecho a una segunda instancia, que la Corte no permite.
Asediados por los poderes Ejecutivo y Judicial, los cuales además están confrontados entre sí; vilipendiados por los medios de comunicación; investigados por su postura a favor de la reelección del presidente Uribe, dejando de lado la inviolabilidad del voto; encarcelados o sujetos a arresto domiciliario; con su nombre en entredicho hasta en tanto la Corte no decida su destino, que es en estos momentos el caso de 100 legisladores de todos los partidos, los 300 parlamentarios colombianos la tienen muy difícil.
Como en todo, habrá legisladores honestos y los habrá también deshonestos, pero en Colombia, como lamentablemente sucede en otros países de la región, donde México no es excepción, son principalmente culpables de ser políticos y, por tanto, personas a las que se puede satanizar, denostar, calumniar, acusar incluso de recibir salarios y prestaciones que les permitan a ellos y sus familias vivir con seguridad, en ambientes donde es un artículo de primera necesidad debido a la persistente presencia del crimen organizado.
En México se tilda a los legisladores de voraces; en Colombia se les acusa de comprometer su voto a cambio de privilegios como notarías públicas que los enriquecen, tal y como se ha afirmado acerca de los 86 que apoyaron en diciembre la realización de un referéndum para la reelección de Uribe, a los que adicionalmente se culpa de “prevaricato” por votar una primera versión del proyecto correspondiente.
Es claro que en Colombia se ha llegado al extremo al que se arriba cuando se crea un clima de desprestigio de la política y los políticos, cuando se aplica un solo rasero, cuando sólo se señalan los beneficios y se menosprecia el trabajo del legislador, que sin duda siempre puede ser perfectible. Este proceder, además de injusto, puede convertirse en un obstáculo al mejor desempeño legislativo, lo que conlleva el gran peligro de minar a uno de los tres poderes del Estado, debilitando su estructura.
De ahí la necesidad de poner más atención en la labor del legislador que en sus percepciones personales y en los apoyos que recibe para realizar su trabajo, sin con ello dejar de reconocer que, particularmente en tiempos de crisis económica, conviene que los tres poderes hagan ajustes a sus presupuestos considerando la situación del país y las necesidades de la mayoría de sus habitantes. Pero contribuir a azuzar prejuicios y desprestigios, lejos de alentar el predominio de las mejores prácticas, puede conducir a lo que hoy pasa en Colombia: la judicialización de la política y la politización de la justicia.

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