jueves, 3 de septiembre de 2009

EL INFORME

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

Durante años el informe presidencial expresó de manera inmejorable la preeminencia del Poder Ejecutivo sobre el resto de los poderes constitucionales. Era, en efecto, la ceremonia del Presidente, el día del Guía Indiscutido de las Instituciones. Cada uno le imprimía su sello, cada cual intentaba subrayar su propio perfil y distinguirse de sus antecesores. Asistía al Congreso a dar fe de los avances de su administración y era recibido con sumisión y arrobo. El Congreso se convertía en una "caja de resonancia" de los dichos incontrovertibles del "Jefe del Estado".
La combinación de un partido hegemónico y una Presidencia omniabarcante convirtieron al titular del Ejecutivo en la cúspide del poder, en el árbitro de los conflictos, en el guía de la nación. Su poder tenía escasos contrapesos institucionales y se desplegaba sin mayores interferencias. No fue extraño, en esas circunstancias, que el informe al Legislativo que manda la Constitución se convirtiera en un protocolo que subrayaba la asimetría entre los poderes: el predominio del Presidente, la obediencia de los legisladores.
La ceremonia del informe era sólo la punta de un iceberg: la de un sistema político vertical, casi monopartidista, sin opciones reales. Eran los tiempos de la hegemonía de la ideología de la Revolución Mexicana, de partidos testimoniales o germinales a los flancos del PRI, de medios de comunicación hiperalineados a la voluntad del director de la orquesta nacional (con sus honrosas excepciones), de organizaciones laborales y agrarias en alianza desigual con el Ejecutivo en turno, de asociaciones empresariales débiles, sinuosas, pragmáticas (en proceso de embarnecimiento).
Si algo logró el cambio democratizador en México fue la construcción de una relación más equilibrada entre los poderes constitucionales. Primero el PRI perdió la capacidad de reformar con sus votos la Constitución (1988), luego, ningún partido logró la mayoría absoluta de escaños en la Cámara de Diputados (desde 1997), y por último en la de Senadores (desde el 2000). Esas inéditas realidades anunciaron el inicio de una nueva etapa en las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo; la de una genuina división de poderes. Ya no sólo formal sino real. Conforme la pluralidad se instalaba en el Congreso, la centralidad y la importancia de éste crecían. Su mecánica respondía a la nueva relación entre las bancadas y su lógica dejó de ser la de sólo acompañar la gestión presidencial. Se convirtió en un auténtico poder.
Fue una buena nueva. Algo mucho más que un síntoma de la reconstrucción del entramado estatal. La colonización de las instituciones del Estado por la pluralidad política significó la posibilidad de hacer realidad una añeja esperanza: el equilibrio de poderes, el fin del autoritarismo presidencial. Pero no hay bien que mal no genere. Como cuando suena la campana para el recreo, los legisladores (bueno, algunos) se sacudieron la disciplina, rompieron el silencio y el orden, y los substituyeron por gritos, carreras y empujones. Fuimos testigos de magos que sacaban mantas a la mitad del informe, de clowns con máscaras coloridas, de silbatinas y conatos de bronca. La política como espectáculo. Y además, pobre y sin imaginación. Oropel y desgaste.
La alharaca se impuso en no pocos informes presidenciales. "Gritos y sombrerazos" remplazaron el servilismo mudo y complaciente. El Presidente era el blanco de las expresiones de repulsa de las oposiciones y éstas se exhibían como intolerantes e irrespetuosas. Total: todos perdían. Y se llegó a la conclusión de que lo mejor era suprimir la ceremonia. Así, el Presidente no se expondría a las agresiones de sus rivales, y los disidentes no exhibirían sus miserias. Se reformó el artículo 69 de la Constitución: se suprimió la palabra "asistir" y se dejó la obligación de que el Presidente presentara por escrito su informe.
No se supo construir un formato distinto de acuerdo a las nuevas necesidades; a la nueva correlación de fuerzas. Se transitó de un extremo a otro: del verticalismo monocolor al pluralismo desafinado; de la fiesta del Presidente a la celebración degradante. Y se acabó tirando al niño junto con el agua sucia.
Por si fuera poco, la novedad de la temporada consiste en un error que es más que un error. El intento presidencial de dar un informe fuera del recinto y antes de que entrara en funciones la nueva Legislatura. Lo que sólo sirvió para subrayar el precario arreglo que en la materia existe.
Dado que la vuelta al pasado es indeseable e imposible; que el Presidente todopoderoso en buena hora desapareció y que la boruca desgasta a todos, requerimos de un formato moderno y abierto: un auténtico informe, con su cauda de debate, en el marco de un Congreso plural, vivo y expresivo de la diversidad política que cruza al país. En otras palabras, es necesario construir las fórmulas para una relación productiva entre ambos poderes, lo que supone convergencias y divergencias legítimas.

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