viernes, 4 de septiembre de 2009

UN CUENTO PETROLERO

FRANCISCO MARTÍN MORENO

Todos a trabajar o nos hundimos, dijo el padre de familia, aceptando de antemano, que semejante decisión no sólo no rescataría al grupo de la asfixia financiera, sino que la ignorancia los precipitaría en la miseria, de la que invariablemente deseaban escapar.
Para Alberto López de Nava: un agudo
observador de la vida política nacional.
Había una vez —tengo que comenzar este cuento como lo hacían nuestras abuelas cuando se sentaban a un lado de la cama para invitarnos a dormir—, una familia mexicana que vivía en la penuria, sobreviviendo escasamente con lo que sus integrantes podían aportar para su subsistencia, después de someterse a todo género de esfuerzos y padecimientos con tal de impedir un lanzamiento derivado de la insolvencia crónica y del agotamiento de la paciencia del casero. La situación al extremo precaria se dio cuando se obligó a los niños a abandonar la escuela porque se carecía de fondos hasta para adquirir los más elementales útiles escolares. Todos a trabajar o nos hundimos, dijo el padre de familia, aceptando de antemano, que semejante decisión no sólo no rescataría al grupo de la asfixia financiera, sino que la ignorancia los precipitaría en la miseria, de la que invariablemente deseaban escapar. Que las mujeres podían caer en la prostitución y los hombres en la delincuencia, era una realidad con la que se debería contar para poder paliar los horrores del hambre. La descomposición moral dejaba de ser un fantasma para convertirse en realidad. Ante la ausencia dramática de dinero cualquier recurso sería válido. El naufragio era inminente…
Pero, ¡oh!, sorpresa, cuando la situación particularmente grave amenazaba ya con un irremediable desbordamiento, llegó una comunicación en un sobre con el sello de una elegante notaría, algo así, como el mensaje mágico enviado por una hada madrina, en el que se le hacía saber a la familia en pleno, la decisión de un lejano tío rico, que les heredaba a los adultos un terreno de 50 hectáreas ganaderas en el norte del país, con la única condición de que todos comparecieran a la firma, la prueba de la unificación de un único propósito. El propio pariente recomendaba la venta del predio e inclusive llegaba a sugerir nombres de compradores, de tal manera que pudieran contar con un capital importante que, invertido inteligentemente, podría ayudar a la solución de los eternos problemas financieros familiares. “Si administran bien esta fortuna podrán vivir varias generaciones de ella”, rezaba el último párrafo del testamento.
Todos brindaron, se abrazaron, volvieron a creer en Dios y en las vírgenes, invitaron al festejo a cuanto vecino estuvo a su alcance para celebrar su feliz arribo a la riqueza. Se gastaron de nueva cuenta, sobra decirlo, lo que no tenían. Cuando acabó la borrachera se dispusieron a administrar la abundancia… Lo inesperado también se presentó. El mayor de los hijos que trabajaba de mesero en una lonchería se negó a vender, dijo que no firmaría porque se desperdiciaría el patrimonio familiar, que él podía administrar la finca sin vender a la gallina de los huevos de oro, que todos confiaran en él, que no era ningún tonto; otro alegó que tampoco se vendiera la propiedad, que se hipotecara y con ese capital se equipara el rancho para poder exportar carne a Estados Unidos. Una hermana sugirió que se subdividiera la hacienda y que cada quien hiciera con su parte lo que le viniera en gana, que sería imposible llegar a un acuerdo porque cada quien deseaba algo diferente. El menor de la familia adujo que si no se lograban conciliar los intereses de todos, nadie se beneficiaría con la herencia, siendo que corrían el peligro de despertar las ambiciones de propios y extraños y que todo se perdiera finalmente para todos.
Obviamente, no se llegó a ningún acuerdo. Se presentó una furiosa división familiar. Comenzó el intercambio de insultos hasta llegar a los golpes, después de cerrado el capítulo de las amenazas. Los caprichos surgieron por doquier. En otros, el miedo a las represalias de los más activos y feroces, los paralizó. Nada se pudo hacer. Todos necesitaban firmar, pero cada quien deseaba hacerlo con sus condiciones. El hambre penetró por puertas y ventanas. Una demanda prosperó al extremo de encarcelar al hermano mayor. La catástrofe fue irremediable. Se dispersó la familia. La mayoría de los integrantes fueron a dar a cinturones de miseria de la capital. Los niños, por supuesto, no pudieron volver a la escuela, en su lugar, limpiaban parabrisas en las esquinas. El costo de no lograr un acuerdo condujo a lo previsto: el rancho fue invadido, el problema se politizó, la riqueza se perdió sin que alguien pudiera defenderla…
La parábola anterior no es sino un mero reflejo de un cuento petrolero. Los mexicanos somos incapaces de ponernos de acuerdo en la explotación de un recurso que podría aliviar las carencias nacionales. De la misma manera como aconteció con la herencia, en este caso tampoco podría haber nada para nadie. Tenemos todo para salvarnos pero antes estallará una crisis social de dimensiones imprevisibles que conciliar nuestros puntos de vista en beneficio de la nación. ¿De qué nos sirve la riqueza petrolera si somos incapaces de explotarla?

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