El mundo avanza con dificultad e indecisión en medio de la crisis, con omisiones que pueden llevar a que la recuperación se tuerza por rumbos grises, u oscuros, como lo advirtió en estas páginas Jorge Eduardo Navarrete. Pero a la vez, parece cada día más claro que el cambio técnico es imparable y que desde las cumbres del poder mundial, crecientemente compartido por la madura Europa y la impetuosa Asia con la potencia solitaria del Norte, se hace todo lo que se puede por modularlo y encauzarlo a su favor.
En tal dirección puede inscribirse el plan de reconversión energética y automotriz que Obama busca, pero también la decisión industrializadora de China, Japón o Corea y la apuesta de India por el conocimiento como arma efectiva y robusta del progreso material y el de-sarrollo. Debajo del torpor de la recesión y del malestar con la cultura del imperio financiero, avidez desfachatada e inmoral de Wall Street, se mueven otras fuerzas que confluirán en un cambio portentoso del panorama mundial y de las propias áreas hegemónicas. Tal es, al menos, la hipótesis que aún sin socialismo puede uno hacer contra una barbarie que se las arregla para estar presente urbi et orbi.
Es una evolución desigual y combinada, como diría Trotsky, que no se libera de la sabiduría convencional, de los ritos imperantes ni del ceremonial del poder constituido o la celebración de los poderes de hecho, que verán en Davós, el invierno que viene, algo más que una Montaña Mágica. Lo cierto es, sin embargo, que a diversas velocidades el globo se acerca a una cita dolorosa con las magnitudes inconmovibles del desempleo estructural, a la vez que el progreso científico le permite soñar con un mundo que modifica, incluso radicalmente, la ecuación salud-enfermedad en favor de la primera y confirma la presencia de la mujer en el trabajo, la política, la riqueza y el poder, sin desprenderse de las perspectivas peligrosas de nuevas oleadas de penuria alimentaria o petrolera.
De todo esto saldrá, a un alto costo, una nueva configuración del poder internacional y, tal vez, una revisión venturosa de los términos de referencia de unas democracias que el neoliberalismo llevó al borde del vaciamiento. Todo está en juego y no son unos cuantos los abocados a jugar, ganar o perder.
Solíamos imaginarnos en intensa sintonía con los cambios planetarios que anunciaron la caída del Muro de Berlín y el subsiguiente desplome del conglomerado soviético. Nuestra entrada a la novedosa escena de la unipolaridad victoriosa, después de la primera guerra del Golfo, el nuevo orden mundial de Bush I, que pronto se volvió escenario de un mundo sin control, no pudo haber sido más celebrada por los poderes del momento y sus cronistas instantáneos, a cuyo coro asistieron sin demora los nuevos merolicos vernáculos del mercado eficiente y único.
Todo parecía estar a la vuelta de la esquina, siempre y cuando aprendiéramos a recitar el credo liberista y darle a la democracia otorgada las necesarias acotaciones. Y a eso se dedicó el país ideal que veía en el fin del Estado autoritario el advenimiento pronto de la eficiencia, de la pluralidad bien portada y de los gobiernos de leyes entendidas como códigos abocados a velar por la vigencia plena de los derechos de propiedad, limpios de adiposidades corporativas y estatólatras. En esas estábamos y ahí nos quedamos.
La apertura no trajo en automático más productividad y eficiencia, y el crecimiento necesario para hacer realidad las maravillas de la modernidad prometida se adocenó en una mediocridad obstinada, un subempleo avasallador, un empleo formal siempre precario y cada vez más minoritario.
Por su parte, la democracia cayó en el juego de las sillas y el goce sin recato de las prerrogativas y se olvidó de su obligación representativa: en su lugar se implantó una insensibilidad social pasmosa en los agrupamientos políticos y su consecuencia lineal no se dejó esperar: una oligarquización precoz de partidos y mandatarios, y una servidumbre obsequiosa de la política ante los poderes reconstituidos y concentrados.
Allá, arrumbadas, quedaron las capacidades rectoras, regulatorias y promotoras del Estado. En su lugar, la autonomía incontestada de la política monetaria y la subordinación suicida de la política fiscal, el culto del oxímoron mayúsculo de su economía política: el déficit cero y la renuncia anticipada a actuar con firmeza y oportunidad contra las veleidades del ciclo internacional.
Al llegar la hora de la verdad de la nueva economía y de la democracia sin adjetivos ni objetivos, no quedó de otra que nadar contra la corriente herética adoptada por los sumos sacerdotes para asegurar su supervivencia en el mundo avanzado y moverse sin ton ni son en el dibujo de un mundo al revés del sentido común y de los propios mandatos de la defensa propia.
El desmantelamiento de la política económica, oficiado al final de esta saga por el vicepresidente Gil, ahora convertido en fiscal de hierro contra Stiglitz para pena de sus propios correligionarios, sólo adelantó lo que hoy comprobamos a diestra y siniestra: el que se despojó de alma fue el Estado mismo y la lucha por su poder, cuyo desenlace ya festinan los priístas, se torna volado tramposo y alevoso: águila, ganó yo; Sol, pierdes tú.
No hay timón ni tormenta de los que hacerse cargo, como ha presumido el presidente Calderón. Festejar el salvamento nacional o vanagloriarse de la destreza marinera sólo agrega sal a la herida de una sociedad cruzada por la desolación y el rencor, frente a los cuales la cultura de la amnesia ofrecida en lugar del cultivo de la historia no es más que un vulgar placebo.
A la mitad de nada es donde están el sistema y sus criaturas. Nada que celebrar y poco por conmemorar. A ver qué nos depara el temido diez que se nos viene encima.
En tal dirección puede inscribirse el plan de reconversión energética y automotriz que Obama busca, pero también la decisión industrializadora de China, Japón o Corea y la apuesta de India por el conocimiento como arma efectiva y robusta del progreso material y el de-sarrollo. Debajo del torpor de la recesión y del malestar con la cultura del imperio financiero, avidez desfachatada e inmoral de Wall Street, se mueven otras fuerzas que confluirán en un cambio portentoso del panorama mundial y de las propias áreas hegemónicas. Tal es, al menos, la hipótesis que aún sin socialismo puede uno hacer contra una barbarie que se las arregla para estar presente urbi et orbi.
Es una evolución desigual y combinada, como diría Trotsky, que no se libera de la sabiduría convencional, de los ritos imperantes ni del ceremonial del poder constituido o la celebración de los poderes de hecho, que verán en Davós, el invierno que viene, algo más que una Montaña Mágica. Lo cierto es, sin embargo, que a diversas velocidades el globo se acerca a una cita dolorosa con las magnitudes inconmovibles del desempleo estructural, a la vez que el progreso científico le permite soñar con un mundo que modifica, incluso radicalmente, la ecuación salud-enfermedad en favor de la primera y confirma la presencia de la mujer en el trabajo, la política, la riqueza y el poder, sin desprenderse de las perspectivas peligrosas de nuevas oleadas de penuria alimentaria o petrolera.
De todo esto saldrá, a un alto costo, una nueva configuración del poder internacional y, tal vez, una revisión venturosa de los términos de referencia de unas democracias que el neoliberalismo llevó al borde del vaciamiento. Todo está en juego y no son unos cuantos los abocados a jugar, ganar o perder.
Solíamos imaginarnos en intensa sintonía con los cambios planetarios que anunciaron la caída del Muro de Berlín y el subsiguiente desplome del conglomerado soviético. Nuestra entrada a la novedosa escena de la unipolaridad victoriosa, después de la primera guerra del Golfo, el nuevo orden mundial de Bush I, que pronto se volvió escenario de un mundo sin control, no pudo haber sido más celebrada por los poderes del momento y sus cronistas instantáneos, a cuyo coro asistieron sin demora los nuevos merolicos vernáculos del mercado eficiente y único.
Todo parecía estar a la vuelta de la esquina, siempre y cuando aprendiéramos a recitar el credo liberista y darle a la democracia otorgada las necesarias acotaciones. Y a eso se dedicó el país ideal que veía en el fin del Estado autoritario el advenimiento pronto de la eficiencia, de la pluralidad bien portada y de los gobiernos de leyes entendidas como códigos abocados a velar por la vigencia plena de los derechos de propiedad, limpios de adiposidades corporativas y estatólatras. En esas estábamos y ahí nos quedamos.
La apertura no trajo en automático más productividad y eficiencia, y el crecimiento necesario para hacer realidad las maravillas de la modernidad prometida se adocenó en una mediocridad obstinada, un subempleo avasallador, un empleo formal siempre precario y cada vez más minoritario.
Por su parte, la democracia cayó en el juego de las sillas y el goce sin recato de las prerrogativas y se olvidó de su obligación representativa: en su lugar se implantó una insensibilidad social pasmosa en los agrupamientos políticos y su consecuencia lineal no se dejó esperar: una oligarquización precoz de partidos y mandatarios, y una servidumbre obsequiosa de la política ante los poderes reconstituidos y concentrados.
Allá, arrumbadas, quedaron las capacidades rectoras, regulatorias y promotoras del Estado. En su lugar, la autonomía incontestada de la política monetaria y la subordinación suicida de la política fiscal, el culto del oxímoron mayúsculo de su economía política: el déficit cero y la renuncia anticipada a actuar con firmeza y oportunidad contra las veleidades del ciclo internacional.
Al llegar la hora de la verdad de la nueva economía y de la democracia sin adjetivos ni objetivos, no quedó de otra que nadar contra la corriente herética adoptada por los sumos sacerdotes para asegurar su supervivencia en el mundo avanzado y moverse sin ton ni son en el dibujo de un mundo al revés del sentido común y de los propios mandatos de la defensa propia.
El desmantelamiento de la política económica, oficiado al final de esta saga por el vicepresidente Gil, ahora convertido en fiscal de hierro contra Stiglitz para pena de sus propios correligionarios, sólo adelantó lo que hoy comprobamos a diestra y siniestra: el que se despojó de alma fue el Estado mismo y la lucha por su poder, cuyo desenlace ya festinan los priístas, se torna volado tramposo y alevoso: águila, ganó yo; Sol, pierdes tú.
No hay timón ni tormenta de los que hacerse cargo, como ha presumido el presidente Calderón. Festejar el salvamento nacional o vanagloriarse de la destreza marinera sólo agrega sal a la herida de una sociedad cruzada por la desolación y el rencor, frente a los cuales la cultura de la amnesia ofrecida en lugar del cultivo de la historia no es más que un vulgar placebo.
A la mitad de nada es donde están el sistema y sus criaturas. Nada que celebrar y poco por conmemorar. A ver qué nos depara el temido diez que se nos viene encima.
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