No todo lo que parece bueno, lo es. Valga la obviedad. Por ejemplo, no lo son las interpretaciones de los jueces que, en aras de una convicción ideológica o en búsqueda de una justicia etérea, contradicen o distorsionan lo que, expresamente, señalan las normas constitucionales y/o legales. La reflexión viene al caso porque el Tribunal Electoral Federal, inspirado en un presunto garantismo —que en realidad constituye una versión espuria de tan importante teoría jurídica— ha sentado las bases para un berenjenal que, a la luz del caso Greg, puede salirnos muy caro. He aquí las coordenadas de este despropósito de pronóstico reservado. La Constitución federal, en una norma que puede no gustarnos, es contundente: “Los derechos o prerrogativas de los ciudadanos se suspenden: por estar sujeto a un proceso criminal por delito que merezca pena corporal, a contar desde la fecha del auto de formal prisión” (art. 38, II). Y, en sintonía la ley electoral de Quintana Roo, es tajante: “Estarán impedidos para votar y ser votados: quienes estén sujetos a proceso penal por delitos que merezcan pena privativa de libertad, a contar desde la fecha del auto de formal prisión hasta que cause ejecutoria la sentencia que los absuelva o se extinga la pena”. Yo no veo margen para una interpretación en sentido opuesto. Como ciudadanos podemos decir que esas normas son injustas porque implican la suspensión de derechos a personas que no han sido condenadas por ningún delito; desde un punto de vista teórico podemos criticarlas y, desde el plano político podemos —incluso, tal vez, debemos— combatirlas. Pero son normas jurídicamente vigentes, válidas y, por tanto, deberían ser, indiscutiblemente obligatorias. Sobre todo para los jueces constitucionales. Nuestros magistrados electorales no piensan lo mismo. Desde 2007, echando mano de disposiciones internacionales, decidieron ignorar, primero, un mandato constitucional expreso; segundo, la jerarquía normativa establecida por la Suprema Corte y, tercero, la postura de la propia Corte en esta misma materia. Su lectura —que podemos compartir en el plano ideológico pero que constituye un despropósito jurídico— fue, básicamente, la siguiente: lo que dice la Constitución se opone a un tratado internacional y contradice un principio fundamental (la presunción de inocencia), por lo tanto, no debe observarse. Esta línea de interpretación fue cobrando fuerza y, hace algunas semanas, quedó confirmada con la sentencia que permitió al candidato del PAN en Aguascalientes, Martín Orozco, seguir en la contienda. En aquella ocasión, el magistrado ponente, Flavio Galván, que quedó sólo en la minoría, advirtió a sus entusiastas compañeros algo elemental: “no hay democracia sin ley”. Pero, para la mayoría de magistrados pudo más la justicia que el derecho. Algo que quizá se ve bien en los debates académicos pero que es muy peligroso en los tribunales. Aunque no sabemos cómo terminará el caso de Gregorio Sánchez, Greg, en Quintana Roo, sí tenemos razones para preocuparnos. Dejando de lado el fondo del asunto que dependerá de las decisiones de los jueces penales (y sobre el cual cualquier especulación es irresponsable), gracias al Tribunal Electoral, tenemos un escenario políticamente delicado y jurídicamente incierto: ¿puede el señor Sánchez seguir en la contienda y, eventualmente, convertirse en gobernador? Si nos atenemos a lo que dice la Constitución y la ley la respuesta sería fácil: no. Pero, si acatamos lo que dicen los magistrados en su muy particular lectura de las normas, salvo que se vean aquejados por un ataque de esquizofrenia, la respuesta sería afirmativa. La cuestión no deja de ser triste y paradójica: quienes están llamados a ofrecer certeza y a solucionar conflictos, al menos en este caso, son —por lo pronto potencialmente— parte importante del problema. Y para colmo, los magistrados actúan retóricamente arropados por una de las teorías más adversas a la discrecionalidad y creatividad judicial. A eso se le llama, insisto, garantismo espurio.
viernes, 28 de mayo de 2010
LAS LECCIONES DE MERIDA

jueves, 27 de mayo de 2010
EL SECUESTRO
La terrible y dolorosa fotografía de Diego Fernández de Cevallos con los ojos vendados, sin camisa, humillado, debería servir para recordar lo elemental que es lo fundamental: cualquier secuestro es inaceptable. Se trata de una violación a los derechos que le dan sentido a la vida y de la pretensión de una banda que cree y actúa por encima de las frágiles reglas que intentan ofrecerle cauce y sentido a la convivencia humana. El secuestrado pasa de ser un hombre con garantías a convertirse en una mercancía que tiene un valor de cambio. Y el Estado y sus instituciones, que son tales porque su primera misión es la de ofrecer seguridad a los integrantes de la sociedad, se ven retados en su misión y erosionados en su prestigio.
Pocos delitos resultan más repulsivos que el secuestro: a través de la violencia un pequeño grupo captura, maltrata y domina a una persona para transformarla en un bien de cambio y coloca o intenta colocar la responsabilidad del desenlace en los familiares o amigos del plagiado. Se trata de un chantaje con una singularidad atroz: el rehén -su vida, su integridad, su libertad- es convertido en una mercadería. La lógica de la eventual negociación es estrictamente comercial y la integridad del secuestrado es el artículo que se pone a remate.
El secuestro de Fernández de Cevallos desvela además un buen número de nuestras debilidades como sociedad y Estado. Si entre los políticos la reacción fue casi de unánime repudio a lo que no puede sino calificarse como un acto criminal (lo cual no deja de ser un signo alentador); entre los opinadores espontáneos que todos los días mandan sus comentarios a los diarios on line se pudieron leer las más descarnadas y delirantes muestras de incomprensión, tontería y apetitos de venganza, hasta el extremo de que no faltaron quienes convertían a la víctima en el responsable. Ante la moda de cantar loas interminables a las supuestas virtudes de la sociedad en contraposición a las taras de nuestra "clase política", bien vale la pena revisar las pulsiones de una y otra ante situaciones límite, para repensar qué tan civil es nuestra sociedad y qué tan inciviles son nuestros políticos. Porque todos los días nos topamos con evidencias de que la sociedad reproduce y alimenta resortes intolerantes, impermeables a los derechos de las personas.
Que la principal televisora del país, además, en aras de no perturbar la posible negociación con los plagiarios y a petición de la familia, decline de su obligación de informar, sorprende y preocupa. Porque más allá o más acá del juicio que esa decisión nos merezca, estamos ante la constatación palmaria de que un acto criminal tiene la capacidad de acallar a una institución básica en el complejo circuito de información y deliberación públicas.
Que además la Procuraduría General de la República declare que suspenderá las investigaciones otra vez a solicitud de la familia nos coloca en un escenario inquietante: el de la autoanulación de la autoridad, el de su dilución en aras de encontrar una salida negociada. (Es comprensible la intención de los allegados de Diego Fernández de Cevallos de llegar a un acuerdo para rescatar con vida a su padre-hermano, no resulta tan entendible la desaparición fáctica de la PGR).
Tenemos que hacer entonces un esfuerzo consistente para tratar de poner de pie lo que al parecer se encuentra de cabeza: el repudio absoluto y sin mediaciones de cualquier secuestro -independientemente que la víctima sea o no "santo de nuestra devoción"- parece ser la condición primera para que la coexistencia social no se convierta en la ley de la selva; tiene que construirse o reconstruirse un consenso social sin coartadas que no contemporice con actos delincuenciales. Por su parte, los medios están obligados a informar por supuesto de manera responsable y no especulativa no solamente en casos delicados, sino sobre todos y cada uno de los asuntos que merezcan su atención. Por su parte, las autoridades no pueden declinar su responsabilidad. No deben dar la impresión que sus obligaciones son opcionales, potestativas.
El clima de nuestra convivencia se encuentra seriamente lesionado. La incertidumbre y la zozobra acompañan a la sociedad mexicana. Hay una percepción generalizada de que el crimen organizado o el crimen a secas es una sombra permanente que escolta a la vida diaria. No es un tema menor. No es un tema al que se le pueda dar la espalda.
RAZONES PARA CELEBRAR

Para mi hermano Francisco.
Desde hace algunos meses, han sido varios los estudiantes que me han preguntado si, en realidad, los mexicanos tenemos algo que festejar con tanto boato en este año. Con las preguntas de los alumnos suele pasar lo mismo que con las que uno se hace al reflexionar. Nunca nos parecen suficientemente respondidas y siempre queremos abonar un punto más. Es con esos estudiantes preocupados por su tiempo y su espacio con quienes me gustaría abundar en el tema. En efecto, sí tenemos razones para festejar el Centenario y el Bicentenario. Encuentro al menos cinco de ellas: identidad, futuro, manifestación cultural, fortaleza lingüística y fortaleza social. Comencemos, claro está, desde el principio. Me refiero a identidad como el conjunto de elementos culturales, sociológicos e históricos que nos permiten reconocernos como unidad social de vida diferente de otros grupos humanos. Esta afirmación, así de amplia, es la primera de nuestras razones para festejar. Durante los últimos 200 años, los mexicanos hemos trabajado y luchado por construir nuestra identidad. Ese ha sido nuestro principal proyecto y la más alta de nuestras metas: darnos rostro, voz y sentido. Nacidos como cultura, en el seno de la madre cultura occidental, tenemos un origen complicado. Entreverado de glorias y sufrimientos como cualquier pueblo e, igual que todos, permeado de tabúes, orgullos, medias verdades y mitos. Ninguna nación está exenta de estos elementos. Somos el resultado de haber nacido en un cruce de caminos, del norte al sur, del oriente al occidente. Somos el fruto de innumerables mezclas de pueblos que aquí sentaron solar y futuro. A Mesoamérica llegaron los occidentales. Después de lo españoles, un contradictorio grupo de europeos: judíos, moriscos, italianos, vascos, catalanes, castellanos, andaluces, entre otros, para encontrarse en un inmenso universo completamente desconocido por ellos, con pueblos tan diversos y en grados tan distintos de evolución, como los chichimecas y los aztecas, lo que quedaba del antiguo imperio maya, y comenzar juntos, europeos y mesoamericanos, un fenómeno que los excedía y en el que se vivieron crueldades sin par y también actos de humanidad sin precedente, todo en el marco de algo que, más allá de la Conquista y de la colonización, podemos llamar el hecho irreversible de la occidentalización. Durante 300 años, este fenómeno buscó afirmar la hispanidad de la zona, de construir una sociedad diferente de la de España que no había podido lograrse en el humanismo erasmista y, omitiendo el dato indígena, nacimos a la Independencia buscando afirmar nuestra existencia y nuestro lugar en el mundo. La reforma liberal aspiró a construir hombres libres y, la Revolución, ciudadanos. Particularmente, el cardenismo incluyó a indígenas, obreros y campesinos en la concepción de la mexicanidad. Proceso en el que vivimos para explicarnos y ocupar nuestro lugar en el universo. Alfonso Reyes decía que, por nuestra situación geográfica e histórica, habíamos llegado tarde al banquete de la cultura y que, sin embargo, ello nos daba la ventaja de arribar más frescos, más despiertos y más esperanzados como participantes de pleno derecho. No es poco para festejar, haber construido una nación y una identidad, pese a todo, contra todo, y gracias a nuestro esfuerzo.
BUENAS FORMAS, POCA SUSTANCIA

GOBIERNO DE COALICIÓN

A Diego, con solidaridad
La reforma política es rehén del desacuerdo que existe entre dos posiciones: mientras unos pugnan por un sistema de mayoría estable —a costa de la actual pluralidad— otros están convencidos de que la reforma no debe trastocar el actual número de partidos con registro. La barrera hasta ahora infranqueable se centra en la confrontación de dos valores: el de la pluralidad y el de la mayoría. Estamos de acuerdo que un sistema democrático o es plural o no. También, en que si no produce mayorías, se estanca y pone en riesgo su propia estabilidad. ¿Cómo superar esta contradicción? Si aceptamos que cada fuerza política tenga un número de legisladores igual al porcentaje de votos que reciba en las urnas, es claro que nadie, con las actuales reglas, va a poder forjar un Congreso de mayoría estable. Por el contrario, si aceptamos como buena la propuesta de quienes optan por construir una mayoría estable, de suprimir la cláusula que pone límites a la sobre y la subrepresentación, o la de establecer una fórmula que le permita a quien gane contar con una mayoría en el Congreso —fórmula de gobernabilidad, o la de una segunda vuelta— algunos de los partidos políticos irremediablemente perderían su registro y la actual correlación de fuerzas cambiaría drásticamente. Si alguien piensa que puede prosperar una fórmula que dé como resultado la eliminación de algunos de los partidos cuyas alianzas han sido y son claves para lograr triunfos electorales, es entrar al campo de la ingenuidad y no de la realidad. ¿Qué partido va a dejar que su aliado fallezca cuando le está dando victorias? Por las buenas o por las malas razones, la política de alianzas ya tiene carta de naturalización en el país: el PRI con el Partido Verde en casi todas las elecciones; el PRD, el PT y Convergencia siempre o casi siempre están aliados; el PAN con el Verde en el 2000 y ahora con el PRD y Convergencia; y Nueva Alianza igualmente con casi todos, de acuerdo a como le convenga. Seamos realistas pero vayamos por otro camino: sostengo que se puede lograr conciliar el valor de la pluralidad con el de las mayorías. Dejemos intactas las actuales reglas que protegen a la pluralidad. Tampoco forcemos las cosas para que puedan construirse mayorías a costa de algunos de los partidos. Dejemos que quien triunfe lo haga con una minoría política, pero entonces démosle la facultad para que pueda decidir si construye o no un gobierno de coalición. La idea es que quien gane la elección pueda optar por aliarse con uno o más partidos de oposición y convenir con ellos, un programa de gobierno, una agenda legislativa y la integración de un gabinete. Todo esto ratificado por el Congreso, lo que a su vez permitiría ofrecer a la ciudadanía un gobierno estable que pueda cumplir lo que promete. Construir un gobierno de coalición sería una facultad y no una obligación. Es decir, quien triunfe podrá decidir gobernar como hasta ahora —sin mayoría en el Congreso— y fincar su gobierno en las habilidades o talentos de sus operadores políticos para lograr mayorías caso por caso en el Congreso. Asimismo, podrá optar por constituir un gobierno de coalición mayoritaria que tendría una duración de tres años, renovable por otros tres para cubrir todo el sexenio. Los partidos aliados en la coalición podrán ir o no en alianza en las elecciones intermedias y eventualmente, en las presidenciales. Los garantes del acuerdo serían los propios grupos parlamentarios —que a la vez formarían mayoría en el Congreso— cuyos coordinadores deberían ser los presidentes nacionales de sus partidos (con una nueva ley de partidos, que además establezca la disciplina necesaria para que el pacto de coalición se cumpla). Esta alternativa nos llevaría a un sistema semipresidencial, optativo para el que triunfa. La enorme virtud de esta propuesta es que no desincentiva el logro de la reforma política, puesto que no altera las expectativas de los partidos (esto es importante ya que el resto de las propuestas podrían prosperar: reelección, candidaturas independientes, iniciativa preferente, referéndum, etc.). Tampoco contradice nuestra tradición presidencialista, ni extrema el sistema al punto de crear mayorías automáticas como en el pasado. Además, no elimina a ninguna fuerza política y no cambia el sistema electoral actual y, sobre todo, centra la discusión en lo que debe ser un gobierno de coalición. Dado que todos los partidos están hoy aliados, difícilmente podrían desechar esta idea. Además de que ello contribuiría a satisfacer un reclamo legítimo de los ciudadanos: que las alianzas no sean solamente electorales, es decir, que no se hagan sólo por el puro pragmatismo de obtener el poder: “quítate tú para ponerme yo”. En este sentido, un gobierno de coalición implica el forjamiento de un programa de gobierno perfectamente delineado, el compromiso de una agenda legislativa puntual, que además resulta perfectamente posible por la mayoría que tendría el gobierno de coalición y por último, no menos importante, la legitimación de un gabinete a través de su ratificación por el Congreso. Cualquier similitud con lo que acaba de ocurrir en Gran Bretaña, o con lo que ha sucedido por más de una década en Alemania o por dos en Chile, es mera coincidencia. Por no citar los casos de la cohabitación francesa y otros muchos que han dado como resultado gobiernos exitosos.
LA DEBACLE DE UN PROCURADOR

Ahora bien, el gobernador en uso de sus facultades constitucionales designará al nuevo procurador con la ratificación de la Legislatura de su Estado. Llegue quien llegue será un personaje derivado del gobernador, dependiente suyo formalmente hablando. ¿Cómo nos dirá la verdad? ¿Qué verdad dirá puesto que inevitablemente será juez y parte? Se rumora que un posible nuevo procurador lo sea César Camacho Quiroz, promotor de la tan criticable y a mi ver nefasta reforma constitucional de 2008. Y el dato es interesante porque el Presidente Calderón acaba de poner el dedo en la llaga de la supuesta bondad de esa pésima reforma al decir en el "Segundo Foro Político de Seguridad y Justicia" que "la reforma será inútil porque cualquiera que sea un sistema de justicia penal determinado y si sigue habiendo corrupción en los cuerpo ministeriales, policiacos o judiciales, de nada servirá que se cambie ese sistema de justicia" (sic). ¡Por allí hubiera empezado, señor Presidente, y no impulsando una nefasta reforma! Porque para combatir y eliminar esa corrupción se requiere mucho, muchísimo tiempo. Suponer lo contrario es darle cabida a la demagogia. Y de nada importa que en siete Estados de la República ya esté en vigor la reforma. ¡Usted mismo lo está afirmando junto con su Secretario de Seguridad Pública, quien sostiene que "debemos transformar el modelo de la policía"!
¿Nuevo Procurador en el Estado de México? Si a novedades vamos la que reclama México es la Verdad. Somos capaces de aceptarla. ¿Serán capaces ellos de decirla y proclamarla?
LA CORTE EN LA REFORMA DEL ESTADO (VII)

La actualización del control de legalidad en los estados necesariamente vinculado al control de constitucionalidad, es una de las grandes tareas de la reforma del Estado en materia judicial. Implica no sólo cambio a leyes federales, sino también a las constituciones y leyes de los estados, lo que requiere la colaboración de estos últimos bajo un entendimiento común. En este esfuerzo se deberá atender la experiencia federal para no reproducir los defectos que adolece el sistema federal y sólo emular sus fortalezas.
De los defectos de diseño en el ámbito federal en cuanto a la coexistencia del control de constitucionalidad y el control de legalidad, destacó a mi juicio uno al que atribuyó que no estemos en posibilidad de incrementar la eficiencia del Poder Judicial, y que trae explicación en el hecho de que en el ámbito federal conviven dos tradiciones judiciales diferentes -la americana y la francesa- que han influido fuertemente la formación del ordenamiento jurídico mexicano en materia procesal. La americana domina nuestro control de constitucionalidad, pero la francesa impera en el control de legalidad -esta última tanto en el ámbito federal y aún con más vigor en el de los estados. Ello provoca serios problemas en la impartición de justicia. Debemos, por tanto, acoplar ambas tradiciones para hacerlas compatibles, pues la buena noticia es que esto es factible hacerlo. Prueba de ello es que países que se vieron influidos por la tradición civilista francesa en el siglo XIX pero que en un segundo momento histórico -que podemos ubicar en la segunda mitad del siglo XX- adoptaron un control de constitucionalidad del tipo llamado concentrado o europeo, como Alemania, España Italia, o Portugal, han logrado que convivan armónicamente. Pero también lo han podido hacer entidades que pertenecen al modelo de control difuso o americano, pero que igualmente partieron de una tradición civilista en el siglo XIX, como Louisiana, Puerto Rico y Québec.
La tradición americana le otorga efectos vinculantes a los precedentes judiciales. Un tribunal superior crea ante un caso concreto un precedente, y la aplicación de este precedente resulta ser obligatorio para los tribunales que se encuentran por debajo de la estructura judicial, a lo que se le denomina precedente vertical. La ventaja de este sistema es que a casos iguales se le dará siempre un trato igual. Ello genera una interpretación uniforme de la constitución y de las leyes, con lo cual se incrementa la seguridad jurídica de todo el sistema. También se incrementa la eficiencia del Poder Judicial porque asuntos de legalidad -como puede ser la violación entre cónyuges- no pueden ser apelados cuando ya existe un precedente directivo de tal manera que se resuelven en la primera instancia y no pasan de allí -con la salvedad de la materia penal. Ello explica que la apelación en el sistema americano no sea un derecho de los gobernados, sino una prerrogativa de los jueces. Por política judicial éstos no conocen casos que ya han recibido solución por el tribunal más alto, salvo que claramente el transcurso del tiempo demande una evolución de la interpretación. Los tribunales inferiores vienen obligados por los precedentes verticales, y sólo cuando no existe un precedente para el caso concreto que conocen, pueden y deben interpretar el derecho. Pero su interpretación no será definitiva sino provisional. El carácter definitivo de una interpretación de la ley, la adquiere cuando ha sido interpretado por el tribunal superior -lo que genera un nuevo precedente. Por ello he advertido que más que una "interpretación" difusa de la Constitución por todos los jueces americanos -lo que llevaría al absurdo de la anarquía en la interpretación constitucional- el sistema americano opera mediante una "aplicación" difusa de la Constitución pues la Corte americana ostenta el control de la interpretación judicial definitiva de la Constitución de Filadelfia. Esta es la tradición que expresamente acogieron los constituyentes mexicanos de 1857 y plasmaron en las leyes de amparo.
El sistema americano necesariaente requiere que las sentencias, todas las sentencias de todos los tribunales, sean públicas. Y que lo sean en su integridad, no un mero extracto de las mismas. Sólo así se puede saber los precedentes directivos de los tribunales de alzada que rigen en tal o cual caso, y sólo así se puede ejercer un control sobre los jueces inferiores para saber que están aplicando correctamente los precedentes verticales. En el caso de que los jueces inferiores no apliquen los precedentes y arbitrariamente impartan justicia a su leal saber y entender, se les exige responsabilidad política por diversos medios y eventualmente se les separa de su cargo. Esta es la tradición que expresamente acogieron los constituyentes mexicanos de 1857 y plasmaron en la ley que crea el Semanario Judicial de la Federación, pero que -al igual que el propio amparo original- desvió su sentido primigenio porque en el Porfiriato ganaría preeminencia la influencia francesa -la casación- que explicaremos en nuestra siguiente entrega, y que es el sistema con el que actualmente operan los sistemas judiciales de los estados.
miércoles, 26 de mayo de 2010
MANOS VACÍAS, CORAZÓN CONTENTO
Por ello, el momento cúspide del encuentro no fue el vacuo, breve y mal pronunciado discurso que Calderón ofreció ante el Congreso de Estados Unidos el jueves 20, sino la fastuosa cena de la noche anterior. Calderón se emocionó tanto con la fiesta organizada por su “nuevo amigo” que llegó al extremo de compararse con el carismático e inteligente presidente del vecino del norte: “¿Qué es lo que tenemos en común el presidente y yo? Somos de la misma generación, casi de la misma edad: 47 y 48 años. Los dos somos abogados. Fuimos a la misma Universidad (Harvard). Estamos casados con esposas hermosas, maravillosas y carismáticas. Las dos son abogadas. Los dos somos zurdos (...) y los dos somos presidentes de países maravillosos”.
Es de subrayarse la obsesión por personalizar al extremo un evento que supuestamente habría de ser un encuentro entre dos Estados representados por sus líderes respectivos, no una velada amistosa entre dos almas gemelas. Es también lamentable el evidente malinchismo que se detecta en las posturas y declaraciones de Calderón. Su formulación de “el presidente y yo” sugiere de manera implícita que el estadunidense es mucho más “presidente” que él. Su afán por equipararse con Obama también revela una profunda inseguridad personal. Por ejemplo, en lugar de enorgullecerse de su verdadera alma máter, la mexicana Escuela Libre de Derecho, decidió enfatizar su breve y mediocre paso por la Universidad de Harvard.
No fue gratuito que los discursos de ambos mandatarios se llenaron con numerosas referencias a la obra de Octavio Paz, uno de los principales teóricos del malinchismo mexicano. A lo largo de su visita al núcleo político de Estados Unidos, y en particular durante la conferencia de prensa ofrecida de manera conjunta con Obama, el semblante de Calderón siempre reflejó la típica inseguridad de quien se encuentra “apantallado” por el poder y el dinero estadunidenses. Durante el festejo del miércoles que estuvo amenizado por Beyoncé, Calderón no se atrevió a bailar una sola pieza con su “hermosa y maravillosa” esposa.
El perfil de los invitados mexicanos a la cena también fue muy revelador. Allí se dieron cita Carlos Slim, Lorenzo Zambrano, Joaquín López Dóriga y Javier Alatorre. Sería difícil encontrar cuatro personas más emblemáticas de la clase mediática-empresarial que hoy tiene dominado al pueblo mexicano.
Calderón no se molestó en reunirse con las organizaciones de mexicanos y migrantes que habitan en aquel país y que con gran dignidad luchan y trabajan diariamente para sobrevivir y exigir el respeto de sus derechos. En lugar de expresar su solidaridad con los dirigentes latinos, decidió asistir a la Cámara de Comercio de aquel país para presumir sus reformas a Pemex y ofrecer el país al mejor postor.
Calderón tampoco perdió la oportunidad para admirar y enaltecer las fuerzas militares del imperio. La ceremonia nocturna del miércoles inició con una procesión militar y las simbólicas 21 salvas de honor. Anteriormente, el presidente mexicano había dejado una ofrenda en el Cementerio Nacional de Arlington, donde están enterrados los marines que invadieron el puerto de Veracruz en 1914. Ningún otro presidente desde la Revolución, ni siquiera Carlos Salinas, Vicente Fox o el mismo Díaz Ordaz, se había atrevido a cometer un acto de este tipo, que pone en cuestión tan claramente la historia y el orgullo nacionales.
En declaraciones al Washington Post el miércoles 19 el embajador en Washington, Arturo Sarukhán, manifestó que México busca tener el mismo tipo de relación militar con Estados Unidos que la que aquel país sostiene con Alemania y Francia. En otras palabras, se busca una relación de colaboración total e incluso de sometimiento a Washington en momentos claves de enfrentamiento contra “enemigos comunes”.
El encuentro entre los dos mandatarios concluyó sin novedad alguna. No se anunció ninguna iniciativa o proyecto transformador. Del lado estadunidense, Obama se declaró incapaz de lograr una reforma migratoria integral y se negó a impulsar una prohibición a la venta de armas de asalto. Ni siquiera se comprometió a impugnar formalmente la nueva ley discriminatoria y racista de Arizona. Ante un Calderón humilde y servil, Obama anunció que únicamente “está estudiando” esta última posibilidad.
Por su parte, Calderón aprovechó la ocasión para reafirmar su estéril e inútil “guerra sin cuartel” contra el narcotráfico. También realizó llamados tibios en contra de la ley Arizona y a favor de un mayor control de la venta de armas. Estas últimas fueron declaraciones obligadas pero débiles y pronunciadas sin contundencia o impacto político alguno. Los estadunidenses simplemente no les dieron importancia.
México merece mucho más que los vacuos mea culpa de Obama y la tibia egolatría de Calderón. Cada día queda más claro que ambos gobiernos trabajan en función de intereses palaciegos que de ninguna manera tienen relación con el bienestar del ciudadano común. Es hora de que los pueblos mexicano y estadunidense unan esfuerzos para llenar los enormes vacíos que existen en la relación bilateral. En lugar de esperar que nuestros líderes abran espacios a la ciudadanía, habría que transformar desde abajo hacia arriba la relación entre ambos países.
ASIMETRÍA EN EL TLCAN

martes, 25 de mayo de 2010
COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS
Ésa es la normalidad que en México seguimos sin alcanzar después de múltiples reformas electorales y políticas. Pese a que contamos con un sistema electoral sobrerregulado, autoridades autónomas, tribunales especializados e instrumentos cada día más costosos, el conflicto más primitivo es la característica ineludible en cada elección. Comienza con la integración de los órganos electorales, se prolonga en precampañas y campañas, marca la jornada electoral y estalla en cuanto se conocen los resultados. Todos saben que el resultado definitivo no surgirá de las urnas, sino de la sentencia que dicten los magistrados electorales.
Antes las oposiciones eran la parte denunciante y el gobierno y su partido la denunciada; hoy, como en un mundo bizarro, el partido en el gobierno denuncia a su principal opositor y a los gobiernos locales surgidos de sus filas. Las autoridades electorales son parte del conflicto, ocupando, en no pocos casos, el centro del debate. La designación de los consejeros electorales con criterio de cuota partidista ha derruido la confianza ciudadana; lo que el árbitro hace, o deja de hacer, ocupa más espacio que los candidatos y sus promesas.
Lo ocurrido en Yucatán es una muestra más de la situación en que se encuentra el sistema electoral; más que campañas lo que vimos y leímos fue el rosario cotidiano de denuncias en contra de la gobernadora (PRI) y del Instituto Electoral local (IPEPAC). Como en los viejos tiempos, el dirigente nacional del PAN se apersonó en la casona de Bucareli para exigir al secretario de Gobernación su intervención para garantizar la limpieza del proceso y sus resultados. El PRI se defendió calificando las denuncias como prueba de desesperación. Las encuestas le daban una amplia ventaja.
El resultado confirmó los pronósticos, pero con una diferencia mucho menor. La candidata Beatriz Zavala (PAN) primero se declaró triunfadora, para luego denunciar el "fraude"; César Nava anunció que acudirán al TEPJF con la demanda de "limpiar" la elección. Cuando más necesaria era la información de la autoridad electoral, ésta desapareció: el IPEPAC cerró su página de internet desde el jueves previo al día de la jornada electoral y así la mantuvo la semana siguiente, mientras se realizaban los cómputos.
En los 14 estados que tendrán jornada electoral el 4 de julio, el tono de las campañas es igual a lo observado en Yucatán. Las denuncias van y vienen. Intimidación; compra y coacción del voto; uso ilegal de recursos y programas públicos; parcialidad de las autoridades electorales locales; despliegue propagandístico de los gobernadores; candidatos y candidatas que se hacen acompañar de las estrellas nacionales (Ebrard, Peña Nieto, Lujambio) sin atender las normas que los obligan a la imparcialidad. Las trampas para aparecer en radio y televisión se generalizan; la ley es objeto de fraudes a diestra, siniestra y centro.
Para demoler al adversario, partidos y candidatos pasan sobre la ley; la violencia afecta a las campañas de manera directa, como en Tamaulipas, y en todos los casos como telón de fondo que atemoriza a los ciudadanos y los aleja de las urnas. Cuando más necesarias son la civilidad y la moderación en el discurso de campañas, la violencia declarativa se exacerba. Los ganadores quedarán parados en un islote, sin credibilidad, rodeados por un mar de temores y agravios.
Ante la debilidad de las autoridades electorales locales, cabe explorar que el IFE, el TEPJF y el Ejecutivo Federal intervengan para evitar que el retorno a los viejos tiempos sea un hecho irreversible.
¿CÓMO TRATAR LA DESAPARICIÓN DE DIEGO?

LA JUSTICIA COMO ESTRATEGIA

Aunque varias entidades federativas ya han iniciado sus respectivos procesos de reforma, me parece que, en el contexto de alta criminalidad que estamos viviendo, tales procesos son aún débiles y enfrentan enormes resistencias. En general, en los tomadores de decisión prevalece el conflicto sobre si, en este contexto criminal, vale la pena o no emparejar la cancha del juego entre el MP y el acusado y hacer efectivos los controles judiciales propios de los derechos del debido proceso del acusado y de la víctima. Hoy el MP, con un mal trabajo de investigación y recabando pruebas sin la supervisión del juez, gana, en promedio, 85% de los juicios. ¿Por qué complicar el trabajo del MP y reducir sus probabilidades de éxito?
La relevancia de la calidad de la justicia para construir la autoridad del Estado y, por tanto, para aumentar su capacidad para gestionar la conflictividad social está subestimada. Aquí, como en cualquier parte del mundo, la probabilidad de que la denuncia de un delito termine con una sentencia condenatoria es baja. En Chile es de 14%, mientras que en el Distrito Federal es de 10%. En este sentido, la discusión sobre para qué debe servir el aparato de procuración e impartición de justicia debe moverse a un paradigma distinto del de la famosa tasa de impunidad. Si esta tasa es invariablemente alta, a quién procesa el sistema y cómo lo hace se vuelven las dos preguntas más relevantes. Mientras que en Chile 90% de los homicidios son sancionados, en el Distrito Federal la cifra es de 40%. Además, en Chile el proceso de un presunto responsable del delito de homicidio tiene un nivel de calidad y contundencia que, a diferencia de lo que sucede en nuestro país, cuando el juez dicta una sentencia condenatoria existe un alto nivel de confianza en la ciudadanía de que no se trata de un chivo expiatorio o de una equivocación más del sistema de justicia.
Los juicios y los jueces resultan ser piezas clave para que los ciudadanos modifiquen conductas producto de sus percepciones negativas respecto de la autoridad de la ley y la confianza hacia las instituciones del Estado. Una de las principales diferencias entre los procesos judiciales escritos y los procesos orales es que estos últimos centran la dinámica del juicio en el relato de historias humanas concretas. El MP, a diferencia de lo que hace hoy que es anexar un conjunto de diligencias a un expediente, en el sistema de juicios orales debe construir una historia, proponer una tesis del caso que haga sentido. La defensa, por su parte, debe proponer una historia alternativa o resaltar las inconsistencias de la historia propuesta por el MP. La trama de estas historias se va urdiendo con las pruebas que aportan cada una de las partes y que desahogan de cara al juez, a la víctima, al acusado, a sus abogados, a la opinión pública y a la ciudadanía. Los jueces en este contexto tienen una enorme responsabilidad, pues la forma en que conducen el juicio y su decisión final van a impactar en la construcción de los referentes sociales básicos sobre lo que significa la justicia y cómo ésta se teje de la mano con el derecho.
Andrés Baytelman y Mauricio Duce, expertos chilenos en el tema, sostienen: "la apertura de los tribunales a la ciudadanía y a la prensa suele producir un fenómeno que supera la mera publicidad. Los procesos judiciales capturan la atención de la opinión pública, catalizan la discusión social, moral y política de la colectividad, se convierten en una vía de comunicación entre el Estado y los ciudadanos a través de la cual se afirman valores, se instalan simbologías y se envían y reciben mensajes mutuos".
Mi argumento central es el siguiente: una parte muy importante de la capacidad del Estado para gestionar la conflictividad social pasa por la justicia y no por el uso de la fuerza. Ello no significa que ésta última no esté justificada en determinados contextos. Lo que quiero decir es que no basta y que a veces puede resultar contraproducente. La construcción de la autoridad del Estado frente a la conflictividad social en un contexto democrático sólo se puede cimentar en forma duradera a través de la fuerza y legitimidad de las instituciones encargadas de aplicar la ley. La calidad de los procesos judiciales constituye uno de los asideros más importantes que tiene el Estado para demostrar a la colectividad que su principal fuente de autoridad proviene de la razón, la justicia y la ley, no de la fuerza. Estoy convencida de que un México menos conflictivo y violento sólo es posible en un México con mejores instituciones de justicia, aunque ello signifique, en el corto plazo, una mayor dificultad para que el MP pueda tener éxito en el juicio.
EL CONSEJO Y EL PRESIDENTE. PRIMERA PARTE

El fin de semana pasado se llevó a cabo la XXI Asamblea Nacional del PAN que eligió, para los siguientes tres años, al Consejo Nacional, el órgano que entre otras facultades aprueba el informe financiero y de gasto, las plataformas legislativa y de gobierno en el ámbito federal, elige a los miembros del Comité Ejecutivo Nacional, entre ellos al Presidente. Sin embargo, la función más permanente e importante se constituye en ser el espacio de deliberación y orientación para la estrategia electoral, la actuación de nuestros dirigentes y el desempeño de nuestros gobernantes. “La conciencia reflexiva del partido”, así lo definió Efraín González Luna. La Asamblea que renovó el Consejo Nacional fue la más numerosa de que se tenga memoria. Y la enorme cantidad de delegados asistentes de todo el país, lamentablemente no fueron correspondidos en la calidad de las exposiciones. El ambiente, que fue revelador del estado de ánimo del partido fue recogido de manera puntual en una crónica de Victor Hugo Michell, de Milenio. La elección del Consejo Nacional dejó de ser aquel proceso de selección individualizada de candidatos. El crecimiento de la Asamblea —ahora se habló de más de 6 mil acreditados con derecho a voto—, en que cada delegado puede votar 55 nombres, de los cuales surgen como consejeros los 150 más votados, se ha vuelto un proceso indiferenciado a la hora de sufragarcon hay una feroz disputa de grupos por el control del partido, a través de la elección del presidente del CEN. El proceso está dominado por las listas que circulan los grupos, definidas nominativamente con antelación en cada uno de los 55 espacios. Se trata de grupos de poder, no de formaciones ideológicas o corrientes de opinión. Algunos grupos dan margen para que el delegado, si quiere, incorpore algunos nombres bajo su libre elección. Pero las negociaciones nacionales hacen casi imposible que candidatos fuera de las listas obtengan un lugar en el consejo. Tendría que ser una personalidad arrolladora para vencer la férrea disciplina de los grupos y los cálculos aritméticos que se realizan con eso, precisión matemática. El Presidente de la República encabeza al grupo mayoritario, y así se ha mantenido estos 4 años, como cabeza de un grupo dominante, no sólo por tener los instrumentos que brinda el poder, como el nombramiento de delegados federales, sino porque a diferencia de su antecesor, Calderón sí conoce la vida partidaria, ha creado estructura propia, y ya fue jefe nacional del partido. En efecto, las listas que circularon los operadores del presidente Calderón en la Asamblea, dos de ellas ¡impresas en papel seguridad!, consiguieron meter a 145 de sus 150 candidatos. De este hecho inocultable se ha derivado la interpretación de que el Presidente tiene por si mismo una mayoría absoluta en el Consejo Nacional. Lo cual es inexacto, primero porque el Consejo se integra por 370 miembros, de los cuales 150 fueron electos en asambleas estatales donde se lograron esquemas más incluyentes, y segundo, porque hay otros 70, entre ex-oficio y vitalicios, donde por su propia trayectoria hay más tradición libertaria. Por eso señalo que, el del presidente Calderón es el grupo más fuerte, pero no hace mayoría. Las listas que, a simple vista parecían reproducir en el fondo el escudo del Estado Mayor Presidencial, en efecto, ganaron, pero son también fruto de una negociación que hacen los jefes estatales del partido, el grupo de gobernadores, para entrar en un proceso de votación nacional. Es un error por lo tanto, señalar como incondicionales o acríticos al Presidente a todo aquel que apareció en cualquiera de las tres listas ganadoras. Ahí hay compañeros y compañeras tan o más preocupados por la situación del partido, lo único que ha sucedido es que han hecho a un lado temporalmente su prurito por la intromisión del aparato gubernamental en la decisión de la XXI Asamblea Nacional. De ser consecuente con ese deber, el Consejo está obligado a mantener al PAN fiel a uno de sus ejes esenciales y ejemplo de su fuerza moral en la tarea rehabilitadora de la política: no ser un órgano sumiso a los deseos del Presidente de la República. La diferencia hasta ahora más substancial del PAN con los otros principales partidos en México es no tener dueños específicos. Quienes se identifican con el Presidente no se pueden convertir en siervos, ni quienes disienten se deben transformar en adversarios. No se trata de hostilizarlo, ni de aplaudirlo. Calderón, que ha asumido directamente la responsabilidad mayor en modelar la anterior como la actual integración del Consejo, debe asumir también la responsabilidad de los aciertos y los errores de esa estrategia concentradora de poder en el partido.
EL MENSAJE

Hay hechos tan emblemáticos que determinan cambios históricos. Recordemos el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo que desencadenó la Primera Guerra Mundial. La opinión internacional sugiere que la desaparición de Diego Fernández de Cevallos es un suceso que obliga al gobierno de México a replantear su estrategia de seguridad. A repensar el camino sin salida en que ha enrumbado a la nación. Hace tiempo que un acontecimiento no suscitaba tal unanimidad de la prensa. Todos los periódicos nacionales encabezaron al día siguiente sus ediciones con el relato de la agresión. La sensibilidad ciudadana calibró la magnitud del acontecimiento: confirmó la extrema vulnerabilidad de los poderes públicos y la indefensión que extingue potencialmente la vida de todos los mexicanos. El discurso oficial corrió en sentido opuesto a la gravedad del atentado. El “apagón informativo” como resorte autodefensivo. El Ejecutivo y sus socios ratificaron la existencia de un estado de sitio. Decidieron encubrir sus debilidades por medio del silencio decretado, del mismo modo que lo hizo Bush en la guerra de Irak. Suprimieron el derecho a la información y abolieron el debate público sobre acontecimientos significantes. Tapar el sol con un dedo fue la consigna. Los argumentos de Televisa son pueriles: para proteger a la víctima se suspendería toda información “hasta el desenlace”. Además, que no hay “hechos nuevos” que comunicar. La doble virtualidad en que se funda la televisión mexicana: la sobredimensión de acontecimientos banales y el ocultamiento de las realidades profundas. El mayor vicio de la comunicación “factual” es la clausura de la perspectiva y la reflexión. Un atentado contra una personalidad política es un hecho político mientras no se demuestre lo contrario. Merece análisis y discusión sobre sus posibles causas y consecuencias. Trascender del “hecho diverso” al tejido de las relaciones que lo determinaron. Saltar de la anécdota a la categoría. Con independencia del juicio que cada quien tenga sobre la personalidad de Diego y su papel en la transición, se trata de un miembro por demás prominente del partido en el gobierno. También de un hombre de enlace con personalidades del antiguo régimen, intereses privados y la judicatura. Por ello, la tesis propalada de que fuese además contacto con dirigentes del crimen organizado debiera cuando menos ser explorada. Toda represión informativa alienta la especulación en vez de disuadirla. Las cuatro pistas de la investigación abierta por la Procuraduría carecen de seguimiento. La del secuestro por motivos económicos es poco plausible: los expertos coinciden en que el atentado a un político genera reverberaciones que frustran la operación. Las relacionadas con venganza personal, laboral o profesional no pueden ser descartadas, aunque se resuelven generalmente por un balazo; hipótesis que Manuel Espino manejó, aunque luego se retractara. Los datos disponibles y la cronología de los acontecimientos hacen pensar en un acto perpetrado por el narcotráfico, a título de represalia o moneda de cambio. Comentaristas subrayan la coincidencia del levantón del barón de la droga Nacho Coronel con la desaparición de Fernández de Cevallos. Zapatero, después de hablar con Calderón, la califica como “secuestro”, condena la “criminalidad” y aplaude la “lucha ejemplar” del gobierno mexicano, aumentando la sospecha. La reacción del Ejecutivo es particularmente confusa; rechaza la evidencia del secuestro, afirma que se trata de un “misterio” y termina con un llamado deportivo: ¡Vamos a encontrar a Diego Fernández! Podría haber otorgado al hecho tintes heroicos, aceptando su vinculación con la guerra que ha desatado, pero ha optado por la ambigüedad y el ocultamiento para ganar tiempo y dejar abiertos los espacios del intercambio. Calderón sostiene que los criminales le “mandan mensajes por otras vías”. Habría que saber cuáles. A la sociedad le han enviado uno muy claro: su capacidad de desafío al Estado y tal vez su decisión de copar los procesos políticos. La advertencia es en extremo amenazante.
UNA NORMALIDAD POLÍTICA CONTRARIA A LA DEMOCRACIA

¡Ahí está! ¿No que no había un cielo dorado en el que reina sólo la ley perfecta y una realidad que camina por su propia cuenta?A ello debo decir que si tenemos una realidad truculenta que sigue su propio camino y a la que no se logra normar mediante la ley, sí, la culpa es de una ley que no es efectiva, que carece de positividad y que no nos sirve para nada. En realidad, empero, la culpa no es de la ley inútil para regular los procesos reales, sino del legislador que la formula y que, a todas luces, está interesado en hacerla inepta para ser efectiva. Muchos intereses se mueven en el Poder Legislativo y son los responsables de que no acabemos de tener una legislación electoral de verdad eficaz y positiva, vale decir, aceptada y respetada por todos. Sólo para empezar, la delincuencia electoral no ha podido ser jamás bien definida en la ley ni sus actos delictivos bien tipificados como delitos. No hay modo de atajarla. Opera impunemente y no puede ser castigada, con lo que su normalidad electoral es el modo como se resuelven las elecciones en este país. Parte de esa normalidad electoral, profundamente antidemocrática, es el hecho de que no hay a la mano recursos legales y jurisdiccionales suficientes para corregir sus actos ilegales. La Corte federal ha sido reacia a inmiscuirse en ese tipo de asuntos y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no está sujeto a reglas fijas y confiables que aseguren una auténtica justicia electoral. No puede producir jurisprudencia, vale decir, interpretaciones firmes de la ley y de la Carta Magna que indiquen lo que debemos entender de ellas en su letra. Por otro lado, da una risa que mueve al llanto ver a nuestros consejeros electorales discutir todo el tiempo sobre sus verdaderas facultades, porque no acaban de saber cuáles son. En otros términos, no podemos legislar electoralmente, porque los intereses dominantes en la política lo impiden o lo pervierten, y, por la misma razón, no tenemos órganos electorales que cumplan adecuadamente con sus funciones y metan orden y justicia en los procesos electorales. Cada elección entre nosotros es una verdadera farándula de pillerías y suciedades que luego hasta son celebradas por el humor popular. ¿Cómo se puede ir confiados a unas elecciones en las que la ley está ausente y los abusos del dinero y del poder son tan patentes? Los ciudadanos llegaron a creer que su voto se respetaba y contaba. Ahora de eso ya no se puede tener certeza. Pepe Woldemberg fue al Centro Fox a reconocer que la democracia ha desilusionado a la ciudadanía mexicana. Si tomamos en cuenta lo que he señalado, no se puede por más de concluir que estamos de verdad empantanados en una situación en la que ya no sabemos para qué sirve ir a votar si el voto, de nuevo, no se respeta o se pervierte mediante el poder del dinero y de las instituciones del Estado. Ya no hablemos de equidad. La equidad es un valor que está más allá del derecho. Aquí estamos en presencia de una realidad electoral que no puede regirse por la ley y sujetarse a ella ni respetar la voluntad popular al momento de elegir. Así las cosas, resulta muy fácil predecir los resultados de las elecciones. Todo consiste en saber quién tuvo más dinero y poder político institucional para actuar. Los panistas deben reivindicar su fallido triunfo en Yucatán, porque todo mundo supo que les jugaron a la mala. Los priístas saben que triunfaron, pero ese éxito les ha producido roña porque esperaban mucho más de lo que obtuvieron. No pueden cantar victoria porque no arrasaron con el PAN en aquél Estado y eso era, precisamente, lo que se proponían. El panismo en Yucatán es tan fuerte como ellos y si las estupideces políticas de su dirección nacional no los hunden pueden esperar no una, sino muchas revanchas. Pero el hecho es que en Yucatán todo está poco claro y esa es la maldición de nuestros procesos electorales. Todo mundo en este país es ducho en violar la ley a su conveniencia; pero la culpa no es de quien lo hace, sino de la ley tan imperfecta y tan violable como la que tenemos. De eso muy pocas veces nos hacemos cargo y el contentillo es decir que los perdedores son malos perdedores y los ganadores son muy graciosos y merecen el triunfo. Ya lo vimos en 1988 y, mucho más, en 2006. Con el resultado de que nuestra realidad electoral se deteriora cada vez más y parece no haber remedio a ello. Seguiremos viendo simulaciones de competencia electoral cuando lo que se nos da son auténticos atracos de los que tienen el poder económico y político y perviven en la más completa ilegalidad. Alguna vez tuvimos conciencia de la reforma política. Supimos lo que se buscaba y lo que se necesitaba. Hoy estamos perdidos sin remedio y no sabemos qué hacer. El hecho es que no podemos seguir con instituciones legales y políticas tan defectuosas que no nos permiten realizar por completo nuestra democratización y necesitamos de un nuevo pacto social que nos dé de verdad la confianza en las elecciones y en la efectividad del voto ciudadano.
MALOS MOMENTOS, PEORES CONJETURAS

espíritu de Houstonque los presidentes Bush y Salinas presumían haber inaugurado, se nos convirtió en tierra minada y quemada, y no habrá franqueza retórica o astucia cortesana que puedan rencontrarla. El gran diseño cardenista con el que México cerró su ciclo revolucionario pudo contar con algo así como un clima de comprensión y entendimiento estadunidense al calor del propio impulso reformador asumido por el presidente Roosevelt. Pero más allá de las químicas y buenas voluntades personales, lo que hubo entonces fue proyecto y una sola ortodoxia: la defensa del interés nacional que para Cárdenas pasaba por la del interés popular. Lejana y extraña ecuación para quienes pretenden gobernar sin arriesgarse al cambio, y representar sin poner por delante el reclamo justiciero de las mayorías populares que las capas dominantes han decidido eliminar por decreto. Mala aritmética y peor álgebra las que rodean al poder y sus falanges. Mal momento éste para ponerse giritos con los desalmados del otro lado.
QUIÉREME, POR FAVOR
