CIRO MURAYAMA RENDÓN
El Congreso de la Unión aprobó la reforma constitucional que hace obligatoria la educación media superior. En principio la reforma es encomiable: nunca habíamos tenido tantos mexicanos en edad de atender al bachillerato y es reconocido a nivel internacional que 12 años de escolaridad representan el umbral para no caer en la pobreza. La evidencia en México señala, además, que a partir del bachillerato las mujeres reducen significativamente sus tasas de fecundidad y posponen la edad en que tienen el primer hijo.
Siendo así, no acudir a la educación media superior puede implicar la condena a no contar con un ingreso mínimo para satisfacer las necesidades materiales básicas y la interrupción de la escolaridad antes de la preparatoria eleva la probabilidad de los embarazos adolescentes y, por tanto, de que continúen los círculos viciosos reproductores de la pobreza.
Por ello, hacer universal la enseñanza media superior puede ser un paso clave para asegurar un piso de bienestar para la población mexicana en este siglo. Sin embargo, tal promesa requerirá esfuerzos sustantivos por el lado del gasto y, sobre todo, de la recaudación, para concretarse como un derecho exigible y no en un “objetivo” constitucional más cuyo cumplimiento real duerma el sueño de los justos. No se nos olvide que hace ya nueve años la Cámara de Diputados aprobó destinar 8% del PIB a la educación, sin que se haya hecho nada, por el lado de fortalecer los ingresos públicos, para que tan magnífica idea tenga algún viso de viabilidad.
La magnitud del esfuerzo financiero es sustantiva. Según los datos más recientes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, Education at a Glance 2011), en México, de cada 100 jóvenes de entre 15 y 19 años sólo 52 acuden al bachillerato (y eso que casi una quinta parte paga escuelas particulares en este nivel). Esto contrasta con Brasil y Chile, donde tres de cada cuatro jóvenes asisten a la educación media superior.
En México no sólo es baja la cobertura, sino el nivel de gasto. Mientras que el promedio de gasto por alumno de bachillerato en la OCDE es de 8 mil 972 dólares, aquí se destinan 2 mil 333, es decir, la cuarta parte.
De acuerdo con la reforma aprobada por los diputados, será dentro de 10 ciclos escolares, para 2021-2022, cuando se alcance la cobertura universal de educación media superior.
Pero conviene hacer cuentas: por ejemplo, proponerse duplicar el número de estudiantes que acude al bachillerato, y de brindarles educación de calidad invirtiendo montos por alumno similares a los de nuestros principales socios comerciales, implicaría multiplicar en ocho veces el gasto actual en educación media superior. Si hoy se destina 3% del gasto programable del gobierno federal a ese nivel educativo, alcanzar la meta de cobertura con cierta calidad significará canalizar el equivalente a la cuarta parte de todo el gasto corriente actual al bachillerato. Obviamente es una misión imposible, a menos que ocurra un sustantivo incremento de la recaudación fiscal.
El Congreso de la Unión acordó también eliminar “la facultad de la autoridad educativa federal para determinar planes y programas de educación media superior”, sin reparar en el hecho crítico de que en este nivel existe una dispersión y atomización de currículos escolares que impide que contemos con algo semejante a un sistema nacional de enseñanza media superior. Pero los legisladores tomaron esta decisión “en atención” al “carácter federalista” que, también en el ámbito educativo, empieza a ser sinónimo de falta de coordinación y planeación nacional.
La extensión de los derechos sociales es una condición para revertir la erosión de la calidad de vida y de la convivencia en México. Pero esa extensión pasa obligatoriamente por analizar cuántos recursos se necesitan y de dónde saldrán para hacer reales y exigibles los derechos. De lo contrario, nos quedaremos en un mundo de mera simulación.
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