jueves, 20 de octubre de 2011

OCUPAR WALL STREET

OLGA PELLICER

El título de este artículo es el lema de quienes participan en el movimiento político que desde hace casi un mes está instalado en el parque Zucatti, en la parte baja de Manhattan, en Nueva York. Se inició como un grupo casi marginal, al que prestaron poca atención los medios de comunicación, pero hoy las cosas han cambiado.
El movimiento se ha extendido a varias ciudades de Estados Unidos, tanto en la costa este como en la oeste y en el centro del país. Las manifestaciones a su favor reúnen ya a decenas de miles. Artistas e intelectuales los visitan, apoyan y opinan sobre sus reclamos; entre ellos se encuentran dos premios Nobel de economía, Paul Krugman y Joseph Stiglitz.
Las reacciones despertadas por el movimiento son diversas. Como era de esperarse, desde las filas del Partido Republicano lo descalifican, acusándolo de ir en contra de los grandes valores de la Unión Americana. Así, el precandidato a la presidencia Mitt Romney exclama que los manifestantes lo preocupan porque “desean iniciar la lucha de clases”.
Por el contrario, para intelectuales como Paul Krugman, se trata de un movimiento que, a diferencia del Tea Party, “está enfadado con la gente con la que hay que enfadarse (…) la acusación de que Wall Street es una fuerza destructiva, económica y políticamente, es totalmente acertada”.
El movimiento se ha fortalecido con el apoyo brindado por los sindicatos, los cuales marcharon junto a los inconformes en la gran manifestación que tuvo lugar en Nueva York el 5 de octubre. Cierto que hay distancia entre ambos. Al igual que los otros movimientos encabezados por jóvenes a lo largo del mundo, “los indignados” neoyorquinos están en contra de la emergencia de liderazgos que intenten apropiarse del movimiento. Se cuidan, por lo tanto, de sindicatos que podrían introducir intereses y componendas con los cuales no están de acuerdo.
La indignación de los grupos que participan en Ocupar Wall Street se origina, ante todo, en la incapacidad del gobierno para frenar la voracidad e incompetencia de los grandes grupos financieros que detonaron la crisis económica en 2008. Sin embargo, las causas del malestar van más allá. Reflejan el descontento general con la evolución de la situación económica en Estados Unidos durante los últimos años. Los datos más recientes de la Oficina del Censo de aquel país revelan una tasa de desempleo de 16%; una fuerte caída en el ingreso promedio de la clase media (se calcula una reducción de 3 mil 600 dólares anuales en la última década); 15.1% de la población (46.2 millones de personas) se encuentra por debajo de la línea de pobreza, y se ahonda el abismo entre la situación de la mayoría de la gente y el pequeño grupo de privilegiados, entre ellos los banqueros, que se hacen cada día más ricos.
La inconformidad –que incluye la desconfianza hacia los partidos políticos y, en general, hacia todo lo que hacen los políticos en Washington– no está acompañada de propuestas muy elaboradas. Por el contrario, al igual que los indignados de Madrid, el movimiento se caracteriza por no tener demandas concretas. ¿Cuál puede ser entonces la huella que dejen en la convulsionada vida política estadunidense? ¿Están destinados a quedar en la marginalidad, a pesar del ruido mediático que ya están provocando, o apuntan hacia una veta valiosa para mejorar las situaciones que denuncian?
Es justo reconocer que las protestas ya hicieron algo valioso: colocar de nuevo en el centro de la atención la responsabilidad de los banqueros en el desencadenamiento de una crisis económica devastadora, cuyas consecuencias aún estamos pagando en Estados Unidos y el resto del mundo. Asimismo, llaman la atención sobre el hecho de que, además de haberse beneficiado del rescate que se les brindó, los banqueros no han sido sometidos a nuevas regulaciones destinadas a garantizar la no repetición de los errores que llevaron a la crisis.
Un segundo efecto importante ha sido introducir un ánimo novedoso en la vida política de Estados Unidos, justo cuando la campaña electoral obliga a definir posiciones. El reto mayor representado por el movimiento va dirigido, desde luego, al Partido Demócrata y, en particular, al presidente Obama. Este último reaccionó señalando que “el movimiento expresa la frustración que siente el pueblo de Estados Unidos”. Es una forma de dar reconocimiento a la justeza de sus reclamos, pero se espera mucho más.
El malestar de estos jóvenes podría ser el punto de apoyo para que Obama recupere la simpatía de la amplia coalición que lo llevó al gobierno, en la que desempeñaron un papel destacado los jóvenes, los afroamericanos y los hispanos. Esos grupos, ahora frustrados por los problemas económicos que los agobian, esperarían del líder demócrata menos conciliación con los poderosos grupos económicos y más atención a los enormes problemas sociales, intolerables en la medida en que ocurren dentro de uno de los países más ricos del mundo.
Refiriéndose al movimiento, algunos han opinado que es la versión a la izquierda del Tea Party. La comparación parece desafortunada por los motivos tan distintos que inspiran a unos y otros. Sin embargo, no es ociosa si de lo que se trata es de ver el movimiento Ocupar Wall Street como una fuerza política capaz de ejercer un verdadero contrapeso a la extrema derecha y, en consecuencia, influir sobre la toma de decisiones de la manera en que ésta lo ha logrado. Baste recordar cuáles fueron las voces que se impusieron cuando se discutió el tema de la elevación del techo de la deuda.
En la medida en que se haga más visible el malestar de los grandes perdedores de la vida económica en Estados Unidos, la necesidad de que Obama los tome en cuenta será más urgente. Sólo por ello el movimiento ya vale la pena.

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