1994 fue un año marcado por la violencia y la política. La buena política. La que edifica un presente y un futuro mejores.
El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, primero, y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, después, cubrieron el escenario con el manto de la violencia. Violencia que no puede ser equiparada en ambos casos, pero violencia al fin. Y para conjurarla, para no rendirse ante ella, desde el gobierno y las oposiciones se comprendió que la única vía legítima para cerrarle el paso era la de reforzar la convivencia y la competencia de la pluralidad política en democracia.
Partidos y gobierno se sentaron a la mesa, se escucharon, negociaron, intentando crear las garantías que permitieran que el proceso electoral en curso llegara a buen puerto. Las oposiciones demandaron nuevos y más seguros candados contra un eventual fraude y mejores condiciones de la competencia, y el gobierno y el PRI aceptaron una serie de reformas sobre la marcha para atender el justo reclamo opositor.
Como una más de las medidas pactadas se decidió reemplazar a los consejeros magistrados del Consejo General del IFE por consejeros ciudadanos. Y, como producto de esas negociaciones, fuimos nombrados Santiago Creel, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas, Fernando Zertuche y yo. Tomamos posesión el 3 de mayo y la elección debía celebrarse el tercer domingo de agosto.
A Miguel Ángel, a diferencia de otros consejeros, lo conocía. Primero, como un maestro destacado en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, luego como editorialista muy leído en el Excélsior dirigido por don Julio Scherer, y había tenido un ligero trato personal con él en el Unomásuno y en La Jornada . No éramos amigos cuando llegamos al IFE. Incluso existían algunos rescoldos de tensión producto de nuestro desencuentro en el proceso de sucesión en la dirección de La Jornada .
No obstante, la dinámica del IFE, la deliberación permanente entre todos los consejeros y de nosotros con los representantes de los partidos, del Poder Legislativo y el secretario de Gobernación, y el sentido de responsabilidad que nos impuso nuestra encomienda, nos llevó a construir primero puentes de comunicación eficientes y después una corriente de simpatía que se fue profundizando con los años, aunque siempre a la distancia.
Llegamos al IFE por seis meses y nos quedamos dos años y medio. Empezamos por analizar y ponderar la consistencia del padrón electoral –para lo cual fuimos auxiliados por distintos profesores del ITAM propuestos por Santiago Creel–, nos tocó realizar la primera fiscalización de los recursos utilizados por los partidos en una campaña electoral (la de 1994), construimos un esbozo de lo que a nuestro entender debería ser una nueva reforma electoral (1995), y nos dedicamos a estudiar, discutir, aprobar o reprobar muy distintas iniciativas de los partidos, de alguno o algunos de los consejeros y por supuesto las directrices que emanaban de la presidencia y la dirección general del Instituto.
Para ello construimos un circuito de deliberación entre los consejeros que resultó útil y productivo. Y, conforme esa deliberación generaba frutos, la confianza entre nosotros se fue acrecentando. Nadie la decretó, fue una auténtica edificación conjunta, paulatina, pero cada vez más sólida. Nadie estaba dispuesto a declinar, sin discutir, sus puntos de vista, pero todos en algún momento fuimos capaces de cambiar de opinión cuando se presentaron argumentos que nos parecieron pertinentes.
Y en esas jornadas pude apreciar de cerca, directamente, sin mediaciones, algunas de las cualidades de Miguel Ángel. No las del periodista que son más que conocidas y sobre las que sería un abuso insistir en estas páginas, sino la del funcionario "ciudadano" preocupado legítimamente porque su labor resultara fructífera y porque el IFE entregara buenas cuentas. Porque a fin de cuentas lo que se jugaba en esa institución era la posibilidad de asentar entre nosotros, los mexicanos, el único método que ha inventado la humanidad para que la diversidad política pueda convivir y competir de manera pacífica e institucional.
Miguel Ángel jugó con las cartas abiertas. Puso a disposición del IFE –y de nosotros, el resto de los consejeros– su conocimiento de la política y de los políticos del país, sus buenas artes para acercar posiciones, su paciencia para escuchar, sin inmutarse, las horas y horas de intervenciones, rollos, propuestas y jugarretas que son comunes en los órganos colegiados; su voluntad para que las "cosas" sucedieran, su apego a la legalidad como basamento indeclinable de nuestro entendimiento, y su convicción de que en aquellas jornadas se jugaba algo muy relevante: la posibilidad de construir una casa donde todas las corrientes políticas del país pudieran habitar.
Lo recuerdo con el afecto y el agradecimiento que sólo se tiene por los compañeros con los que hemos emprendido causas comunes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario