PEDRO SALAZAR UGARTE
La pluralidad es un bien valioso. Es el rostro auténtico de toda sociedad democrática. En las sociedades complejas, de manera genuina, los ciudadanos no estamos de acuerdo en muchas cuestiones relevantes. Por eso los teóricos sostienen que la deliberación y la tolerancia son activos democráticos; son las herramientas para procesar y gestionar los diferendos. Basten estas líneas como premisa para explicar el punto de partida y el sentido de la iniciativa que un grupo de personas recién propusimos para crear gobiernos de coalición.
La propuesta se inspira en una tesis que Luis Salazar Carrión ha sintetizado con claridad: “la pluralidad no tiene la culpa”. Si bien es cierto que cuando ésta se expresa en la arena política y se asienta en las instituciones, es difícil la gestión de los asuntos públicos, también lo es que la pluralidad es sólo el origen —no la causa— del problema. En México, por ejemplo, desde 1997 el partido del Presidente no ha contado con el apoyo de una mayoría legislativa. Zedillo, Fox y Calderón han tenido que lidiar con ese fenómeno que se conoce como “gobiernos divididos” y, si las cosas no cambian, ése también será el destino del próximo gobierno federal. Para sortear los atorones que ello provoca existen, como hipótesis, dos opciones: lograr que la pluralidad que distingue a la sociedad mexicana se evapore o, dado que eso no es previsible ni deseable, ajustar las instituciones para fomentar la coordinación entre la pluralidad legislativa y la gestión gubernamental. La propuesta del gobierno de coalición se ubica en esta vertiente que sostiene que el embrollo reside en el diseño institucional.
Inspirada en la lógica parlamentaria, la iniciativa busca canalizar la pluralidad de manera constructiva procurando que, detrás del programa de gobierno del presidente(a) en turno, exista un compromiso legislativo. Éste sería la expresión de un acuerdo democrático entre grupos parlamentarios de diferentes partidos que se comprometerían a impulsar una agenda programática común sin renunciar a sus diferencias ideológicas y políticas. Los partidos coligados, entonces, seguirían manteniendo su identidad y defendiendo su ideario pero, desde el poder legislativo; algunos de ello pactarían un programa común de gobierno con una vigencia temporal cierta. Ese acuerdo impulsaría la acción del Ejecutivo y, potencialmente, ampliaría su agenda porque incluiría propuestas de todas las fuerzas coaligadas. Y todo ello sin exorcizar o trampear a la pluralidad democrática expresada por el voto ciudadano.
Por eso es falaz la descalificación de la iniciativa que disparó el secretario de organización del PRI, Ricardo Aguilar: “sería un fraude, un verdadero engaño, armar gobiernos de coalición sin el consentimiento de los electores”. (Reforma, 21/X/2011). El fraude a la voluntad ciudadana no anida en ésta sino en otras propuestas de ajuste institucional. Una de ellas, por cierto, impulsada, entre otros, por diputados de su partido y por el aspirante puntero del mismo a la candidatura presidencial. Una iniciativa que mira al pasado reintroduciendo una suerte de “cláusula de gobernabilidad” que obsequiaría un puño de legisladores al partido mayoritario. Con ello sí que se ignoraría la pluralidad, se falsearía la representación y, de paso, se reforzaría al presidencialismo. Todo un vendaval de nostalgia que, en su vocación autocrática, apenas es superado por quienes sueñan con ejercer el gobierno a punta de decretazos.
Digámoslo sin ambages: la disyuntiva que abren estas alternativas es la que separa a la consolidación democrática de las regresiones autoritarias. Sobre todo si tomamos en cuenta que quienes proponen la clásula para crear mayorías artificiales son los mismos que promueven las reformas a la ley de seguridad nacional que harían de la militarización una regla y de la libertad una excepción. Iniciativas que nada tienen que ver con la democracia constitucional. Por respeto y honestidad intelectual, al menos que lo acepten.
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