RICARDO BECERRA LAGUNA
Al momento de escribir esta nota, Cristina Fernández de Kirchner ha arrasado en las elecciones generales de Argentina. No obstante uno de los debates más interesantes que se colocaron durante la contienda, fue la del cambio constitucional, reforma política y cambio de régimen (¿lo han oido en alguna parte?) con cargo del lejano segundo lugar, Hermes Binner (a la sazón, candidato del Frente Amplio Progresista).
La provocación de Binner fue ésta: “Vamos a tener una Presidenta fuerte, quizás la presidencia más fuerte y concentrada de los últimos 30 años; sin embargo, el sistema político democrático es el más débil y disperso y la actuación del Congreso, aun dentro del propio kitchnerismo es una incógnita… Si yo fuera Cristina, sería la primera en pensar seriamente una salida parlamentarista a su siguiente mandato”. La propuesta causó una pequeña tolvanera y tuvo un dèbil eco en varios países circunvecinos.
Por ejemplo, el Observatorio de Política Brasileña se preguntaba si ésa no era, en realidad, la pregunta política de toda América Latina: “… Se sabe que el parlamentarismo requiere de la modernización de las clases políticas, pero no parece haber otro camino, Dilma por ejemplo, depende completamente de la coalición con el PMDB y no lo podemos siquiera reconocer”.
En Uruguay y en Chile hubo quien respondió a la pedrada, y no es casual: los problemas se parecen mucho en todas partes. Las 18 democracias imperfectas de América Latina, escaparon del autoritarismo y de sus dictaduras, dentro del presidencialismo histórico (a imagen y semejanza de la Constitución norteamericana) y no obstante, desde el punto de vista político y constitucional, ningún problema parece ser tan importante como la tensa y compleja relación entre el Presidente y los Congresos de la región.
Y es que la nueva era no sólo trajo poderes legítimos mediante elecciones libres (ayer, nadie en Argentina reclamó fraude electoral, lo que no deja de ser agradecible), sino que también derivó en la fragmentación del poder mismo, porque el parlamento –habitado por la pluralidad política- cobró un protagonismo como pocas veces lo tuvo en nuestra historia independiente. Aquí y allá, la aparición de los “gobiernos divididos” configuró el escenario en América Latina, complicando la gobernación y acotando de diversas formas la actuación del Presidente, por muy votado que sea, como el caso de ayer, en Argentina.
Por esa razón, el reformismo latinoamericano ha optado por inyectar dosis diversas para parlamentarizar sus sistemas políticos: dando nuevas atribuciones al poder legislativo (moción de confianza; censura; informes; pregunta parlamentaria; interpelaciones e investigaciones); redistribución de las facultades del Presidente (legislativas, definición del presupuesto público, poder de veto; atribuciones en emergencias; expedición de decretos; los mecanismos para emitir decretos-ley); creación del cargo de Jefe de Gabinete o fórmulas parecidas; permitir que el Congreso censure y destituya a los ministros del gabinete e incluso, otorgando la facultad al Presidente para que en circunstancias excepcionales disuelva el Congreso.
Puede decirse, que éstos son los grandes temas que han cambiado la índole de la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo en América Latina… Hasta ahora, porque la cosa sigue sin funcionar como es debido.
Y es que la paradoja está en el corazón del sistema presidencial: por un lado la necesidad de un Presidente fuerte pero acotado; capaz de tomar decisiones pero lleno de controles; ágil pero atento a un montón de formalidades, mientras tenemos Congresos que canalizan las demandas y necesidades de la ciudadanía, pero que deben trascender los intereses de su clientela o su sector; un Congreso que debate, evalúa, fiscaliza pero que no ha de entorpecer el gobierno. Ésta es la ecuación política irresuelta de nuestra democratización.
La solución clásica apunta a dos fórmulas: revisar la configuración del sistema electoral a fin de reducir el multipartidismo y minimizar el Congreso, o bien modificar la estructura fundamental del régimen político para pasar del sistema presidencialista a uno parlamentario o semipresidencialista (la segunda vuelta, no ha resuelto tampoco este gran problema, pues el Congreso sigue votándose en elección y boleta distinta a la del Presidente).
Es la realidad la que ha aportado su propia solución: frente a la fragmentación del sistema de partidos, han ocurrido grandes acuerdos políticos mediante los cuales, los Presidentes latinoamericanos forjan coaliciones con otros partidos, de muy distinto signo, para facilitar su conducción gubernamental. En este sentido, la pausada pero sostenida desaparición de gobiernos de mayoría unipartidista, ha propiciado la construcción paralela de gobiernos respaldados por coaliciones.
La tendencia ha cobrado tanta importancia que algunos estudiosos lo llaman ya “presidencialismo de coalición” (feliz expresión temprana, acuñada por el politólogo brasileño Sérgio H. Abranches).
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