CIRO MURAYAMA RENDÓN
El principal problema de salud pública en México está constituido por el sobrepeso y la obesidad, de tal suerte que la mayor causa de muerte a nivel nacional es la diabetes que se asocia precisamente con la obesidad. Los desafíos de este perfil de morbilidad y mortalidad son múltiples, y van desde una espiral creciente en los costos de atención a la salud hasta el riesgo de ver disminuir la esperanza de vida —lo que constituiría un auténtico retroceso en materia de desarrollo humano.
La obesidad, en la que nuestro país muestra niveles extremos en las comparaciones internacionales (afecta a uno de cada cuatro adultos, mientras que uno de cada tres niños tiene sobrepeso), ya es considerada internacionalmente como una pandemia. Las causas de la obesidad tienen que ver con factores correlacionados como el cambio en la calidad y en la cantidad de la dieta, con una ingesta superior de calorías que las que se queman a través de la actividad física, con un incremento en el consumo de grasas saturadas, con el mayor sedentarismo, con la reducción del tiempo disponible en las familias para preparar alimentos frescos, así como con el abaratamiento relativo de los alimentos procesados.
La magnitud del problema es tal que requiere de una estrategia de combate que debe reunir esfuerzos de múltiples actores, empezando por el Estado. Sin embargo, hay detractores importantes a la intervención pública en la materia. Es el caso, por ejemplo, del Consejo Mexicano de la Industria de Productos de Consumo, A.C. (Conmexico), cuyo representante planteó, en un foro sobre el tema convocado por la Secretaría de Salud y el seminario de Salud y Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México, que la obesidad es, literalmente, “una elección individual”. De ser el caso, estaríamos frente a la primera pandemia en la historia de la humanidad que es atribuible a los individuos aislados y no fruto de unas condiciones sanitarias de índole colectiva.
Conmexico colige que como el obeso lo es por voluntad propia, entonces esa persona tiene que pagar los costos de las enfermedades que de esa decisión se desprenden. En el extremo, se afirma que los programas de protección social en salud “incentivan” la obesidad, porque aseguran tratamiento médico gratuito para quienes “optan” por ser gordos, de tal suerte que la cobertura universal de salud alienta conductas poco saludables. Esta argumentación lejos está de ser neutral: la ofrece el lobby constituido en buena medida por empresas productoras de alimentos chatarra, renuentes a la regulación pública sobre la venta de sus productos, por ejemplo, en las escuelas de educación básica.
Las cifras oficiales de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Ensanut) permiten comprobar que la obesidad es un problema social. Así, ha crecido de manera importante a partir de fines de los 80 —periodo que coincide con el incremento absoluto de la pobreza urbana. La obesidad y el sobrepeso son más frecuentes en mujeres, lo que implica un rasgo de género en el padecimiento que trasciende el perfil individual. A últimas fechas se comprueba también que la obesidad crece más rápido entre población indígena y de menores ingresos. Por último, la obesidad está afectando, sobre todo, a la infancia. Estos elementos objetivos permiten asegurar que en la obesidad hay determinantes sociales, tal como sostiene la Organización Mundial de la Salud.
La intervención pública en la materia puede darse en distintos niveles de intensidad. Una aproximación suave al asunto entiende al Estado como mero emisor de señales para el comportamiento de los consumidores. En esa perspectiva el Estado sólo debe fijar sobreprecios a los productos de baja calidad alimenticia para desincentivar su consumo (incluso esta alternativa es criticada por Conmexico, pues se opone a gravámenes como el IVA a los alimentos chatarra).
No obstante, una política más enérgica frente a la obesidad —que al final es mala nutrición de la población— debe de reconocer que junto con el problema de bajos ingresos coexiste uno de abasto: el Instituto Nacional de Salud Pública ha documentado que en el 21% de los municipios rurales con alta presencia indígena no se venden frutas, que en el 13% no se expenden tampoco verduras, pero que en el 100 por ciento sí se comercializan refrescos y alimentos abundantes en azúcares refinados.
El Estado mexicano tiene la obligación de recuperar una estrategia de seguridad alimentaria al tiempo que avanza en la universalización de los servicios de salud poniendo énfasis en la medicina preventiva.
Esta política de salud pública no puede quedar supeditada a los intereses particulares, ni descansar en la idea de la “autorregulación” de las empresas productoras de alimentos procesados, pues sería como encomendar la lucha contra el tabaquismo a las empresas cigarreras o dejar el combate al cambio climático en manos de las compañías petroleras.
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