JOSÉ WOLDENBERG
No hay forma de escapar del tema. La violencia nos acompaña como una sombra. Acercamientos al "fenómeno" hay muchos. Todos insatisfactorios. Quizá el ejercicio de ver con otros ojos, a través de otros filtros y sensibilidades sea de escasa ayuda, pero... en fin. Quizá no resulte del todo estéril remontarse al pasado.
Hace casi 50 años en Estados Unidos se vivió una ola expansiva de "delincuencia juvenil". Pandillas que desataban la violencia sin que sus motivaciones o reclamos fueran claros. Se especulaba si el desempleo era la "variable" fundamental para explicar esas conductas, o la urbanización acelerada, quizá la pobreza o la actitud de los policías. Sin negar que todo ello pudiera influir -y de hecho influía- en el talante de los jóvenes pandilleros, Arthur Miller planteó otra posibilidad: "el hastío". Una "sensación, al parecer generalizada, de la futilidad de la vida...". "La gente ya no parece saber por qué vive".
Suena añejo, especulativo, naif, pero Miller decía: hemos -como sociedad- acuñado una fórmula de lo que es el buen vivir, una receta que se repite sin cesar, una noción que parece abarcar a pobres y ricos: "la buena vida consiste, básicamente, en una vida divertida". Y escribía: "A diferencia de lo que sucede a los que pertenecen a la clase media y a los ricos, que pueden viajar al Caribe o a Europa, o amueblar de nuevo su casa, o tener una aventura amorosa, o por lo menos ir de compras, el delincuente ha de cargar con su hastío, está atrapado en él, pegado a él, hasta que vive durante dos o tres minutos... Experimenta la emoción de arriesgar el pellejo o la vida al romper una botella llena de gasolina contra la cabeza de otro chico. En cierto sentido, ese es su viaje a Miami...".
Era el aburrimiento, la falta de sentido de la vida, el motor profundo de esa delincuencia. Se trataba de un hastío que todo lo poblaba, del tedio que acompañaba la existencia, pero mientras unos encontraban sucedáneos en los viajes, las compras, los espectáculos, etcétera, otros, relegados de esas prácticas, reclamaban "emociones fuertes" para salir de su letargo sin porvenir. Había un vacío de sentido que se transformaba en un resorte para el ejercicio de la violencia como "distracción". No se trataba de rebeldes, eran más bien conformistas enojados. "Sólo en teoría, la solución parece puramente material: viviendas, instituciones que sepan tratar a los niños abandonados, psicoterapia y lo demás". Porque, decía Miller, el gran tema es el de cómo dotar de sentido a la existencia ("Los hastiados y los violentos" (1962), en Al correr de los años. Tusquets. 2002).
Literatura, dirán unos; inasible, dirán otros; pero el tema también ha sido recogido por las "ciencias sociales". Diez años después (1972), nos dice Joel S. Migdal, Edward Shils "comprendió que las sociedades no están y no pueden estar ligadas sólo a través de relaciones materiales e instrumentales. La conexión de las personas entre sí descansa esencialmente en una noción trascendental: buscan y crean poderosas nociones comunes o algún significado en sus relaciones, con lo que forman un fuerte pegamento relacional que las une... La gente busca mayor significado en su vida y en sus relaciones con los demás... La creación de significado compartido... (incluye) el propósito de la sociedad y el lugar que ocupan en ella..." (Estados débiles, Estados fuertes. F.C.E. 2011).
Es la falta de sentido, de horizonte, de causa común, lo que construye un vivir inercial, hastiado, en el cual los otros significan poco, el presente es vacuo y el futuro aparece como una mera proyección del hoy vacío. Y, al parecer, ni la mecánica fría del mercado, ni la existencia convertida en búsqueda de recreación permanente pueden ofrecer significado suficiente. La política en algún momento pareció brindarlo, pero hoy transcurre escindida de los más. Son los espectáculos, los deportes, la televisión, donde muchas personas encuentran refugio. Pero la idea de comunidad se encuentra rota, los proyectos comunes brillan por su ausencia y el hastío es combatido por cada quien con sus propias armas.
Tengo la impresión de que en los diagnósticos recientes de la Cepal algo de aquel aliento intenta ser rescatado. Cuando insiste en la necesidad de hacerse cargo de que las sociedades de América Latina semejan a una tela desgarrada, que se encuentran divididas, polarizadas, escindidas, sin capacidad alguna para construir un "nosotros" incluyente, un mínimo sentido de pertenencia, de causa común, creo oír los ecos lejanos de Miller, de Shils y de tantos otros que pensaron o fantasearon que la vida en sociedad no podía reducirse a un infinito mercado oriental, en el cual una "mano invisible" coloca a cada quien en su lugar, y contra lo cual no hay nada que hacer.
El llamado de la Cepal a construir una mínima cohesión social, un sentido de futuro compartido, reclama, sin embargo, desmontar buena parte del sentido común de nuestra época. Pero bueno, ya se acabó el espacio para esta nota.
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