lunes, 14 de diciembre de 2009

EDUCACIÓN Y COMPROMISO

CARLOS MONTEMAYOR

El gran Octavio Paz solía afirmar que nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos, morimos solos, decía. En una de sus muchas obras maestras, El laberinto de la soledad, este razonamiento es aún persuasivo. Sin embargo, desde mis años mozos en estos asuntos yo tenía otra perspectiva no filosófica, por supuesto, sino terrenal. Morir puede ser una experiencia de soledad, pero ignoro si ella consiste en la negación precisamente de toda experiencia; ignoro si a eso se le puede llamar experiencia todavía y si la peor parte la padece el fallecido en vez, quizás, de los dolientes o de quienes nos quedamos en este mundo cada vez más caótico.
En cuanto a la experiencia del nacimiento, hay referencias más claras. Nuestra especie produce el recién nacido más indefenso: le resulta imposible, si está solo, conservar la vida. No nacemos solos, no sobrevivimos solos. Nacer no es un acontecimiento solitario, sino un acontecimiento colectivo; el nacimiento más solitario convoca a madre y vástago. No sobrevivimos solos, no crecemos solos. Desde el nacimiento hasta el instante en que descubrimos nuestra propia identidad personal, a veces germina, a veces nos acompaña otra de las razones vitales que sí es plenamente decidida en soledad: el agradecimiento. Ésta es una experiencia profundamente individual. Pero agradecer nos obliga a ir más allá de nosotros, nos reintegra a nuestra condición colectiva. Nacer en compañía, crecer en compañía, responder con agradecimiento, son constantes humanas en cualquier parte del mundo.
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A veces también creemos que la educación es una experiencia de soledad. Estudiamos solos, nos preparamos solos, nos superamos solos, nos disponemos a disfrutar a solas lo que hemos llegado a conquistar por el estudio. Sin embargo, no hay una línea, una página, un libro de enseñanza donde no concurran las aportaciones de culturas y generaciones pasadas y actuales. No hay conocimiento ni educación sin la aportación colectiva del mundo. La globalización quiere hacernos creer que el orden educativo es un servicio y un consumo; quiere verse a la educación como una prestación de servicios global, no como un esfuerzo de construcción colectiva para servir a pueblos concretos. A principios del siglo XXI, en México había cerca de dos millones de estudiantes de educación superior, cifra que cubría solo el diez y ocho por ciento de la población en edad de recibir una preparación así. El setenta y dos por ciento de esos jóvenes se encontraban en universidades públicas y el veintiocho por ciento en universidades privadas. Observemos que este veintiocho por ciento que estudia en el sector privado constituye en realidad menos del cuatro por ciento de los jóvenes mexicanos que deberían beneficiarse con estudios universitarios. Nuestro déficit educativo no se abatiría con una mayor competencia del mercado escolar privado nacional o transnacional, que capta a ese casi cuatro por ciento de la población juvenil, sino con una política de estado que considere el avance educativo como una necesidad de planificación pública. El Estado no debería reducir los recursos destinados a las instituciones públicas de educación superior, pues ellas afrontan la mayor responsabilidad social de atender al setenta y dos por ciento de la población estudiantil; la reducción de recursos no generaría una mayor competencia en la educación: significaría la abdicación del compromiso del Estado en el fortalecimiento de la nación misma. Convertir la educación en un privilegio de elite y el conocimiento en una patente de propiedad privada no es una evolución de la especie humana, es un retroceso.
Me he referido al agradecimiento como una experiencia individual que reafirma nuestra condición colectiva. Pues bien, permítanme ahora agradecer algo de lo mucho que debo a la Universidad Autónoma de Chihuahua desde mis años preparatorianos, cuando dejé descansar por un tiempo a mis amados cerros parralenses. Es un honor agradecer hoy la amistad con compañeros imborrables como Héctor Edmundo Aguirre, Francisco Hernández, Jesús Galván, Pedro Uranga, Agustín Jiménez, Enrique Pallares, Magali Reyes, Maricela Hernández. Es un honor volver a agradecer hoy la generosidad de maestros como Antonio Becerra, Ernesto Lugo, Gaspar Orozco, Humberto Salas, los hermanos Magaña, el ingeniero Francisco Villegas, mis maestras de francés Madame Rosette de Richter y Madame Bouteille, mi primer profesor de latín, Hildeberto Villegas, el director de la preparatoria Manuel Vargas Curiel. Debo expresar además mi agradecimiento por dos experiencias que dieron el sentido humano y profesional a mi vida de escritor, a la persona que he llegado a ser. Primero, agradezco a la invaluable grandeza del profesor Federico Ferro Gay mi descubrimiento del mundo grecorromano y mi amor por las lenguas clásicas griega y latina. Este fue el origen (el nacimiento, podría decir) de mi condición de escritor, de la conciencia esencial de mi condición de escritor. Con esta base mi vocación siguió sus derroteros con otros maestros y territorios en la UNAM y en El Colegio de México. Segundo, agradezco a la inteligencia y honestidad de Óscar González Eguiarte mi descubrimiento de las luchas de reivindicación social y de reclamo de justicia de los campesinos chihuahuenses que en los años finales de la década de los cincuenta y a lo largo de la década de los sesenta engrandecieron con su sangre la historia de nuestro estado y la historia entera de México. Con Óscar, entonces mi condiscípulo en la preparatoria, conocí a Arturo Gámiz, a Vicente Lombardo Toledano, a Saúl Chacón, a los hermanos Rodríguez Ford. A partir de ahí, gracias a Jesús Vargas, a Gabino Gómez, a las familias Gómez Caballero y Gaytán Aguirre, a Ramón Mendoza, a Álvaro Ríos, a compañeros de Durango, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Chiapas, la península de Yucatán, las huastecas de Veracruz e Hidalgo, he conocido las culturas y la historia que narro y defiendo. Nada sería yo, no me hubiera atrevido a recibir una distinción como la que esta mañana me concede la Universidad Autónoma de Chihuahua, si estos dos universos vitales que descubrí aquí, el del mundo clásico y el de las luchas campesinas de nuestros pueblos, no hubieran guiado mi vida y mi obra. Esta distinción la recibo no en nombre de mi propia soledad, sino en nombre del esfuerzo colectivo que aprendí desde nuestra preparatoria a respetar y a amar. No nacemos solos, no crecemos solos, no despertamos siempre al mundo del pensamiento como una experiencia de soledad, sino por la fuerza de su riqueza colectiva, porque trabajamos en una heredad compartida con muchas generaciones y pueblos. No sé si podemos ser mejores cuando agradecemos lo que a muchos debemos en el avance de nuestra vida. Sé que agradecer compromete. Por ello, ahora que agradezco a quienes debo lo que he llegado a ser, reitero también que sigo dispuesto a aceptar el compromiso que me sostiene y alienta. Muchas gracias.
Texto de Carlos Montemayor para agradecer a la Universidad Autónoma de Chihuahua el doctorado honoris causa que hoy recibe el escritor, ensayista y traductor a las 9 horas en el Paraninfo de la Rectoría de esa institución, que festeja 55 años

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