En este año del centenario de la Revolución y del bicentenario de la Independencia los mexicanos nos encontramos en un proceso denominado de reforma del Estado que busca modificar nuestro sistema político. Su objetivo es concluir la transición democrática de México que inicia con importantes reformas a la Ley Fundamental y diversas leyes ordinarias antes del año 2000, que desembocan en ese año en la alternancia en el Poder Ejecutivo Federal y tres años antes en un nuevo equilibrio de fuerzas en la Cámara de Diputados. La posibilidad de la alternancia en el gobierno y de mayorías cambiantes en los órganos de representación política es ya una nueva realidad en el México de este siglo XXI. No hay mayoría congresual del partido en el gobierno desde el año 1997 y el Presidente de la República es desde el año 2000 de un partido político diferente al que había dominado ese cargo público de elección popular a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Es unánime en los estudios de ciencia política señalar que la posibilidad de la alternancia es uno de los indicadores que definen un sistema como democrático, esto es, la incertidumbre en los resultados electorales, el no saber cuál partido político va a ganar la siguiente elección general.
Pero la incertidumbre no es el único indicador que un sistema es democrático. Uno más igualmente importante es la certidumbre del Estado de derecho, la certidumbre de que las leyes que aprueben los representantes del pueblo de México serán debidamente aplicadas. Cuando el derecho de un país es predecible todos sus habitantes pueden gozar de un clima de tranquilidad que les permite desarrollar su potenciales individuales. Cuando el derecho de un país es predecible se contribuye enormemente a su progreso económico, que es absolutamente indispensable para su mejor desarrollo social.
Y es este indicador, de la certidumbre del derecho, el que no hemos logrado mejorar en estos años. Por eso la reforma del Estado: el proceso de reformas no ha concluido; se ha dinamizado este año con iniciativas presentadas por los diferentes partidos políticos con representación en las cámaras, así como por la presentada por el presidente de la República. A este proceso de gran aliento dedicaré mis comentarios en El Sol de México de esta semana y de las siguientes, en lo que se refiere a las iniciativas para actualizar la función jurisdiccional federal.
Para entender el conjunto de reformas que se han presentado concernientes al Poder Judicial, cabe recordar que la primera parte de la transición democrática del país consistió en reformar las reglas de acceso al poder, esto es, las normas electorales. Ello se ha hecho con bastante éxito pues al día de hoy contamos con un sistema que garantiza la libertad y respeto al voto de los ciudadanos con dos instituciones muy sólidas: el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
La reforma constitucional que estableció al Tribunal Electoral como la instancia última de resolución de conflictos electorales fue muy positiva. Pero como no es infrecuente en estos procesos, no se fue suficientemente pulcro a la hora de derogar las partes con las cuales esa reforma era incompatible, es decir, no se derogó la potestad de la Corte de investigar la violación de los derechos político electorales que le otorga la Constitución en el artículo 97. Tampoco se derogó la potestad de la Corte para investigar la violación de otro tipo de derechos diferente a los del voto público, a pesar de que se creó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que tiene precisamente este cometido como su única razón de ser. De ahí que la iniciativa de la fracción parlamentaria del PRI, en la Cámara de Senadores, haya atendido esta omisión del Poder Revisor de la Constitución que había causado, ya algunos problemas por la duplicidad de funciones de diversos órganos del Estado.
Como lo he sostenido en otras ocasiones, creo que esta iniciativa va en la línea correcta. El Tribunal Electoral tiene una sanción contundente en el caso de la violación del voto público: la anulación de la elección; pero la Corte no cuenta con un poder sancionador eficaz en el caso de las violaciones a los derechos. De ahí que su imagen ante la opinión pública se deteriore ya que a pesar de que en su investigación establezca la responsabilidad de los altos funcionarios públicos a los que se les imputan tales transgresiones, no puede hacer nada al respecto. Es el Congreso y no la Corte a través del juicio político el que puede remover a un funcionario al exigirle responsabilidad política por violaciones graves a los derechos de los gobernados. Es la CNDH la que debe hacer esa investigación, y el Congreso actuar en consecuencia aplicando la sanción que proceda de acuerdo a la gravedad del caso.
Pero la incertidumbre no es el único indicador que un sistema es democrático. Uno más igualmente importante es la certidumbre del Estado de derecho, la certidumbre de que las leyes que aprueben los representantes del pueblo de México serán debidamente aplicadas. Cuando el derecho de un país es predecible todos sus habitantes pueden gozar de un clima de tranquilidad que les permite desarrollar su potenciales individuales. Cuando el derecho de un país es predecible se contribuye enormemente a su progreso económico, que es absolutamente indispensable para su mejor desarrollo social.
Y es este indicador, de la certidumbre del derecho, el que no hemos logrado mejorar en estos años. Por eso la reforma del Estado: el proceso de reformas no ha concluido; se ha dinamizado este año con iniciativas presentadas por los diferentes partidos políticos con representación en las cámaras, así como por la presentada por el presidente de la República. A este proceso de gran aliento dedicaré mis comentarios en El Sol de México de esta semana y de las siguientes, en lo que se refiere a las iniciativas para actualizar la función jurisdiccional federal.
Para entender el conjunto de reformas que se han presentado concernientes al Poder Judicial, cabe recordar que la primera parte de la transición democrática del país consistió en reformar las reglas de acceso al poder, esto es, las normas electorales. Ello se ha hecho con bastante éxito pues al día de hoy contamos con un sistema que garantiza la libertad y respeto al voto de los ciudadanos con dos instituciones muy sólidas: el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
La reforma constitucional que estableció al Tribunal Electoral como la instancia última de resolución de conflictos electorales fue muy positiva. Pero como no es infrecuente en estos procesos, no se fue suficientemente pulcro a la hora de derogar las partes con las cuales esa reforma era incompatible, es decir, no se derogó la potestad de la Corte de investigar la violación de los derechos político electorales que le otorga la Constitución en el artículo 97. Tampoco se derogó la potestad de la Corte para investigar la violación de otro tipo de derechos diferente a los del voto público, a pesar de que se creó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que tiene precisamente este cometido como su única razón de ser. De ahí que la iniciativa de la fracción parlamentaria del PRI, en la Cámara de Senadores, haya atendido esta omisión del Poder Revisor de la Constitución que había causado, ya algunos problemas por la duplicidad de funciones de diversos órganos del Estado.
Como lo he sostenido en otras ocasiones, creo que esta iniciativa va en la línea correcta. El Tribunal Electoral tiene una sanción contundente en el caso de la violación del voto público: la anulación de la elección; pero la Corte no cuenta con un poder sancionador eficaz en el caso de las violaciones a los derechos. De ahí que su imagen ante la opinión pública se deteriore ya que a pesar de que en su investigación establezca la responsabilidad de los altos funcionarios públicos a los que se les imputan tales transgresiones, no puede hacer nada al respecto. Es el Congreso y no la Corte a través del juicio político el que puede remover a un funcionario al exigirle responsabilidad política por violaciones graves a los derechos de los gobernados. Es la CNDH la que debe hacer esa investigación, y el Congreso actuar en consecuencia aplicando la sanción que proceda de acuerdo a la gravedad del caso.
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