Las armas nucleares son un peligro para la humanidad. Esta aseveración es inobjetable; sin embargo, no conmueve, no produce alarma, no acelera los pasos para evitar la proliferación de las mismas. No ha sido sino hasta últimas fechas que el tema ha recuperado importancia ante la opinión pública y los medios de comunicación internacionales. Los motivos para la atención hacia el peligro nuclear en la agenda internacional son varios: la firma del acuerdo entre Rusia y Estados Unidos para reducir sus cabezas nucleares y establecer un sistema de verificación que aliente la confianza mutua y propicie, eventualmente, mayores reducciones; la Cumbre celebrada en Washington para advertir sobre el peligro del terrorismo nuclear y tomar medidas para combatirlo; la ofensiva diplomática para intensificar las sanciones a Irán y detener, quizá, su avance hacia la fabricación de la bomba nuclear; finalmente, aunque no de menor importancia, la cercanía de la Conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación, el documento más importante para evitar la proliferación nuclear. Las acciones protagonizadas principalmente por Estados Unidos y Rusia han sido vistas con optimismo moderado. El número de cabezas nucleares eliminadas en ambos países es pequeño, comparado con el de las que permanecen activas; no se han modificado las doctrinas de defensa que otorgan importancia al armamento nuclear para la seguridad nacional; no ha cambiado la posición de países como Francia, Reino Unido o China, que saben bien cuánto importan sus arsenales nucleares, por pequeños que sean, para mantenerlos en la “élite del poder”. Es discutible si se avanza, o no, hacia el mundo sin armas nucleares que prometió Obama hace poco más de un año en Praga. Y sin embargo, no se puede negar que lo ocurrido en las últimas semanas, aunque sea muy limitado, va en la buena dirección. Es bueno pavimentar el camino para el entendimiento entre Estados Unidos y Rusia en materia nuclear; es bueno ampliar el consenso para tratar el caso de Irán en el Consejo de Seguridad; es bueno ayudar a que se tome conciencia de la posibilidad de que materiales nucleares caigan en manos de terroristas; es bueno, en fin, que el mundo recupere la preocupación por el peligro de las armas nucleares, aun si dicha preocupación no corresponde a la profundidad de las acciones que se realizan. Todo ello es necesario, entre otras cosas, por el interés renovado en el uso pacífico de la energía nuclear. Durante los años de la Guerra Fría, México fue un actor importante en materia de desarme, no proliferación y uso pacífico de la energía nuclear. En aquella época se inició, negoció y llevó a feliz término la negociación para el Tratado de Tlatelolco. Se convocó a una reunión de seis jefes de Estado o de gobierno, provenientes de todos los continentes, para alentar la reanudación de pláticas sobre desarme que se habían suspendido entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética. México era un país muy reconocido en todas las actividades que se efectuaban en la Conferencia del Desarme o en la Asamblea General de la ONU para mantener viva la causa del desarme. En otro orden de cosas, puso en marcha la central nuclear de Laguna Verde, para la generación, por ahora, de 4% de la electricidad que se consume en el país. Luego, todo lo nuclear fue cayendo en el olvido. Una serie de circunstancias internas y externas motivaron que se debilitaran los foros ocupados del desarme y fuese imposible detener la proliferación nuclear, como lo evidenciaron los casos de la India, Pakistán y, aun si no lo declara, Israel. Por otra parte, los terrores producidos por accidentes nucleares colocaron en segundo término la energía nuclear como fuente de electricidad. Para México ni los peligros de las armas nucleares ni la utilización pacífica del átomo volvieron a cobrar importancia. No fue así en el resto del mundo. Desde comienzos del siglo XXI la energía nuclear fue recuperando importancia para cuestiones de seguridad o producción de energía. En el primer caso, porque el temor al terrorismo nuclear, después de los acontecimientos del 11 de septiembre, llevó a buscar mecanismos de control sobre toda instalación que tuviese materiales que pudieran ser utilizados para producir una bomba nuclear. En el segundo caso, porque la búsqueda de energías alternativas que no produzcan gases de efecto invernadero se colocó en el corazón de las políticas energéticas en la mayoría de los países. México se ha quedado al margen de esos desarrollos. Se necesitó la reciente Cumbre convocada por Obama para que decidiese, al fin, realizar la sustitución del combustible nuclear utilizado en el Instituto de Investigaciones Nucleares, una demanda que no se había atendido desde hace casi 10 años. Otro tanto sucede con el Protocolo Adicional de Salvaguardias del OIEA, el cual da a esa organización mayores facultades para monitorear importaciones, exportaciones y utilización de materiales nucleares. Es cierto que, siendo secretario de Energía, Felipe Calderón lo firmó en 2004, pero no se ha ratificado, a pesar de múltiples presiones ejercidas por el OIEA. Todavía no se ratifica al momento de escribir estas líneas, pero seguramente oiremos muy pronto que ya entró en vigor. De algo sirve, por lo visto, el llamado que se hace desde los más altos niveles de Washington. Los compromisos aceptados recientemente en Washington para la seguridad de las instalaciones nucleares fueron inevitables; México no se puede quedar fuera de esas corrientes internacionales. Pero se requiere algo más que decisiones forzadas; se requiere una política que coloque a México al nivel de los países que tienen el uso y la seguridad de la energía nuclear al centro de sus planes de desarrollo a largo plazo. ¿Será posible dentro del ánimo que domina la política nacional?
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