viernes, 23 de abril de 2010

MARÍA ANA

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

En El mundo de Guermantes, Marcel Proust, habla del falso recuerdo de la infancia y dice: “Esos años de mi primera infancia ya no están en mí, me son exteriores, nada puedo aprender de ellos si no es, como pasa con lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento, por lo que los demás cuentan”. Esa prehistoria de nuestra vida, que nos explica y nos justifica, al grado de que muchos la consideran madre del destino, es siempre testimonio de los demás, de quienes —cuando natura es generosa— se marchan antes que uno y nos dejan en las sombras de los recuerdos presentes que son, a diferencia de los de ausencia, más vívidos y también más arduos. Hace unos días, una mujer excepcional pasó el umbral de la presencia; una mujer que guardaba en su memoria y su corazón muchas de las claves de una familia que, por su historia —como todas, ciertamente— tiene sus peculiaridades; una mujer que en muchas formas fue heroína de una historia con sombras y luces, pero también víctima de un siglo cruel y de circunstancias de lo más adversas. Hay una heroicidad mayor en la constancia decía Alfonso Reyes, y Yourcenar, por boca de Adriano, afirmaba que no había encontrado en los hombres mayores signos de constancia ni para el bien ni para el mal, por eso, ella brillaba con luz propia, como una suerte de faro para quienes la conocían y como una forma de reposo para quienes la querían. Se trata, pues, de una mujer que a los diez años se vio atrapada por una de las guerras más brutales del siglo XX, una guerra que desgajó su país y que se transformó en un fracaso para la libertad y la conciencia. Con apenas 13 conoció por primera vez el exilio, en Francia, experimentando la noción del no existir, de no ser nada para nadie salvo para quienes compartían su infortunio. Allí presenció atónita la invasión alemana y los campos de concentración. A a los 15 supo de otro exilio todavía más opresor y aún más cruel, el de ser la joven hija de un rojo en la España de la dictadura: sin derechos, sin expectativas, sin más que el cada día en compañía de su madre y sus hermanos. A los 18, México se convirtió, no en un exilio, sino en un oasis y, desterrada de su Villanueva de los Infantes, aprendió otras voces y otros sabores, otros horizontes y, aunque volvería a separarse de su familia para volver a Europa como recién casada, la viudez la devolvió a México para, entonces sí, consolidar familia y nuevo solar, hijos y nietos que le compensaron los años difíciles. Fueron muchos los años en que no pudo conocer la paz y la dulzura sino a dosis atesoradas como la más fina materia y, aún así, con todo cuanto pasó, su sonrisa, su buen humor, su dedicación a la familia, hacían de ella el inexplicable recuento de la esperanza y de la condición humana. María Ana se marchó así hace apenas unos días, a nosotros nos dejó de este lado del río que sólo se cruza una vez y, a mí, en particular, en un mundo que se me va llenando de fantasmas con los que ahora convivo, se llevó los recuerdos de mis primeros días y, a cambio, me dejó con una vida de recuerdos compartidos en que seguirá siendo “la Nana”, la que hizo de la voluntad un acto de valor y heroísmo.

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