Salvo en Oaxaca, por ahora al menos, el Partido del Trabajo abandonó las alianzas políticas no sólo con el PAN, sino aun con sus partidos fraternos, el PRD y Convergencia, en unión de los cuales constituyó la coalición electoral federal “Por el bien de todos”, mantuvo después de la calificación de las elecciones presidenciales el Frente Amplio Progresista y ahora mismo está unido con esas agrupaciones reputadas como de izquierda, en el Diálogo por la Reconstrucción de México, una nueva alianza impulsada hasta esta hora con éxito por el candidato presidencial del Partido del Centro, Manuel Camacho.
Los pasos recientes del PT en la ruta hacia la actuación conjunta en varias entidades se han caracterizado por su versatilidad. Ora aseguran sus líderes y voceros que están prestos para la unión, aun con Acción Nacional, ora se desdice y separa de las coaliciones que ciertamente pueden existir sin ese partido, con fuerza menguada en la mayor parte de las entidades pero que eventualmente quedan expuestas a riesgos que no enfrentarían si el PT se mantuviera fiel al compromiso que parecía haber ya acordado.
La ruptura de la coalición obedece a intereses particulares que imperan en el PT. El caso paradigmático de esa actuación sesgada y contraria al interés general de la izquierda ha ocurrido en Zacatecas. En disputa con la gobernadora Amalia García, el senador Ricardo Monreal, que se adueñó del PT en esa entidad, ha presentado la candidatura de su propio hermano, para hacer ostensible que el monrealismo es una corriente política acaso breve pero eso sí bien fondeada. El asunto sería peor de haber prevalecido la intención de Monreal de aliarse con el PRI, el partido al que por cierto pertenecieron él mismo y su familia. En su participación a solas, Monreal puede hacer que ese partido, antaño el suyo, prospere por encima del PRD, lo que significaría para el PRI la recuperación de una entidad gobernada dos veces consecutivas por el partido del sol azteca.
Sin que esa particularidad se aplicara a otros estados donde habrá elecciones este año, el PT no vaciló en aliarse con el PAN y el PRD. Todos los partidos de la oposición formal eligieron esa vía como la única que los conduciría a la victoria y por lo tanto al desplazamiento del PRI, que es un valor superior a otras cuestiones que surcan a las alianzas. En consecuencia, y aunque el razonamiento no se aplique mecánicamente, es de temerse que las entidades donde no hay coalición completa del DIA y el PAN padecerán seis años más de gobierno priista. En la mayor parte de los casos, este año y el próximo, no aliarse, o romper una coalición formalizada, favorece al régimen priista, en las elecciones estatales y en la presidencial.
La ruta para arribar a ese deplorable resultado puede estar empedrada y sucia por lodo y otras materias putrefactas y malolientes. Ese es el caso, tal vez, del estado de Hidalgo. Allí ha contendido contra Xóchitl Gálvez, una aspirante sin mácula, el senador perredista José Guadarrama. Por lo menos tres veces antes pretendió ser candidato al gobierno, cualquiera que sea el partido que lo apoyare. El PRI, en que militó toda su vida con notorios frutos materiales, lo rechazó en 1998; en ese momento pretendió ser postulado por el PRD, pero este partido ya tenía candidato. En 2004, alejado del priismo pero no de sus métodos y sus prácticas, consiguió que Nueva Izquierda, la corriente perredista predominante, lo impulsara. No alcanzó la votación que le permitiera derrotar al candidato tricolor, Miguel Ángel Osorio Chong. Sin embargo, de adversarios pasaron a ser cómplices en su intento de impedir la candidatura de Xóchitl Gálvez.
Cuando Guadarrama se percató de que la coalición no lo haría su candidato, pues ni siquiera contaba con asentimiento en su propio partido, renunció a la lucha interna, denunciando que se organizaba ilegalmente el triunfo de la excomisionada para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. Pero no se fue de la batalla política. Ha estado en espera de que el PT lo acoja, no para llegar por fin a la gubernatura, algo imposible con sólo el apoyo de ese partido, sino para estorbar el camino de Xóchitl Gálvez e impedir que gobierne a sus paisanos.
Si se llega a ese extremo, la retirada del PT adquirirá una dimensión mayor que el solo alejamiento de la coalición. Significará en los hechos una estrategia para apoyar al PRI, con pretextos vanos como el esgrimido por el PRD y el PAN para pactar la aprobación del programa fiscal dañino a la población y que ha estado en vigor desde hace cuatro meses, en el curso de los cuales el PT ha estado presente en los intentos de aliarse con partidos de oposición, como él, en entidades gobernadas con autoritarismo priista propio de décadas, que ya hartaron a los ciudadanos.
Las decisiones electorales del PT son tomadas en consulta con Andrés Manuel López Obrador, que se sostiene en ese partido con mayor afán que en los otros que lo han apoyado. López Obrador recorre una ruta sinuosa en que por un lado rechaza su participación en campañas electorales porque el suyo es, dice, un movimiento social y por otro lado, sin sustento suficiente, alienta al PT para desligarse de coaliciones de las que sólo pueden derivarse beneficios para la población.
Cuando López Obrador busque convertir el innegable apoyo social que ha conquistado (y del que la elección delegacional de Iztapalapa, el año pasado, fue breve pero contundente ejemplo) se encontrará con desconcertados militantes de los partidos que lo han seguido, que no sabrán si votar o no, y con qué rumbo, y con un PT en el que no necesariamente podrá confiar.
Los pasos recientes del PT en la ruta hacia la actuación conjunta en varias entidades se han caracterizado por su versatilidad. Ora aseguran sus líderes y voceros que están prestos para la unión, aun con Acción Nacional, ora se desdice y separa de las coaliciones que ciertamente pueden existir sin ese partido, con fuerza menguada en la mayor parte de las entidades pero que eventualmente quedan expuestas a riesgos que no enfrentarían si el PT se mantuviera fiel al compromiso que parecía haber ya acordado.
La ruptura de la coalición obedece a intereses particulares que imperan en el PT. El caso paradigmático de esa actuación sesgada y contraria al interés general de la izquierda ha ocurrido en Zacatecas. En disputa con la gobernadora Amalia García, el senador Ricardo Monreal, que se adueñó del PT en esa entidad, ha presentado la candidatura de su propio hermano, para hacer ostensible que el monrealismo es una corriente política acaso breve pero eso sí bien fondeada. El asunto sería peor de haber prevalecido la intención de Monreal de aliarse con el PRI, el partido al que por cierto pertenecieron él mismo y su familia. En su participación a solas, Monreal puede hacer que ese partido, antaño el suyo, prospere por encima del PRD, lo que significaría para el PRI la recuperación de una entidad gobernada dos veces consecutivas por el partido del sol azteca.
Sin que esa particularidad se aplicara a otros estados donde habrá elecciones este año, el PT no vaciló en aliarse con el PAN y el PRD. Todos los partidos de la oposición formal eligieron esa vía como la única que los conduciría a la victoria y por lo tanto al desplazamiento del PRI, que es un valor superior a otras cuestiones que surcan a las alianzas. En consecuencia, y aunque el razonamiento no se aplique mecánicamente, es de temerse que las entidades donde no hay coalición completa del DIA y el PAN padecerán seis años más de gobierno priista. En la mayor parte de los casos, este año y el próximo, no aliarse, o romper una coalición formalizada, favorece al régimen priista, en las elecciones estatales y en la presidencial.
La ruta para arribar a ese deplorable resultado puede estar empedrada y sucia por lodo y otras materias putrefactas y malolientes. Ese es el caso, tal vez, del estado de Hidalgo. Allí ha contendido contra Xóchitl Gálvez, una aspirante sin mácula, el senador perredista José Guadarrama. Por lo menos tres veces antes pretendió ser candidato al gobierno, cualquiera que sea el partido que lo apoyare. El PRI, en que militó toda su vida con notorios frutos materiales, lo rechazó en 1998; en ese momento pretendió ser postulado por el PRD, pero este partido ya tenía candidato. En 2004, alejado del priismo pero no de sus métodos y sus prácticas, consiguió que Nueva Izquierda, la corriente perredista predominante, lo impulsara. No alcanzó la votación que le permitiera derrotar al candidato tricolor, Miguel Ángel Osorio Chong. Sin embargo, de adversarios pasaron a ser cómplices en su intento de impedir la candidatura de Xóchitl Gálvez.
Cuando Guadarrama se percató de que la coalición no lo haría su candidato, pues ni siquiera contaba con asentimiento en su propio partido, renunció a la lucha interna, denunciando que se organizaba ilegalmente el triunfo de la excomisionada para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. Pero no se fue de la batalla política. Ha estado en espera de que el PT lo acoja, no para llegar por fin a la gubernatura, algo imposible con sólo el apoyo de ese partido, sino para estorbar el camino de Xóchitl Gálvez e impedir que gobierne a sus paisanos.
Si se llega a ese extremo, la retirada del PT adquirirá una dimensión mayor que el solo alejamiento de la coalición. Significará en los hechos una estrategia para apoyar al PRI, con pretextos vanos como el esgrimido por el PRD y el PAN para pactar la aprobación del programa fiscal dañino a la población y que ha estado en vigor desde hace cuatro meses, en el curso de los cuales el PT ha estado presente en los intentos de aliarse con partidos de oposición, como él, en entidades gobernadas con autoritarismo priista propio de décadas, que ya hartaron a los ciudadanos.
Las decisiones electorales del PT son tomadas en consulta con Andrés Manuel López Obrador, que se sostiene en ese partido con mayor afán que en los otros que lo han apoyado. López Obrador recorre una ruta sinuosa en que por un lado rechaza su participación en campañas electorales porque el suyo es, dice, un movimiento social y por otro lado, sin sustento suficiente, alienta al PT para desligarse de coaliciones de las que sólo pueden derivarse beneficios para la población.
Cuando López Obrador busque convertir el innegable apoyo social que ha conquistado (y del que la elección delegacional de Iztapalapa, el año pasado, fue breve pero contundente ejemplo) se encontrará con desconcertados militantes de los partidos que lo han seguido, que no sabrán si votar o no, y con qué rumbo, y con un PT en el que no necesariamente podrá confiar.
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