La editorial Siglo XXI, atenta a mantener a sus lectores informados de grandes temas nacionales, acaba de publicar el libro México, país de migración, una buena compilación de artículos coordinada por Luis Herrera Lasso.
No hay duda sobre la pertinencia de estudiar a México como país de migración. Nuestra situación geográfica nos convierte en un caso único de corrientes migratorias diversas. México, país emisor de trabajadores que van a Estados Unidos; país receptor de trabajadores centroamericanos que llegan por la frontera sur; país de tránsito para cientos de miles de guatemaltecos, hondureños, salvadoreños que, al igual que sus similares mexicanos, quieren alcanzar el “sueño americano”.
Nuestra condición de país de migraciones diversas es un hecho excepcional cuyas consecuencias no se reflejan, sin embargo, en la actividad académica, la política gubernamental o el sentir de la sociedad. Ha corrido mucha tinta sobre los estudios respecto a la migración mexicana a Estados Unidos, pero poca sobre quienes vienen a las fincas cafetaleras o a los servicios en el sur de México, o sobre quienes toman el llamado “tren de la muerte” para llegar a la frontera con EU. Los reportajes televisivos y el cine han contribuido a familiarizarnos con ese fenómeno, amargo y acompañado de enormes tragedias humanas. Allí está la película reciente Sin nombre, que documenta estupendamente la violencia de las pandillas, la corrupción de las autoridades y, en general, el drama que acompaña a los centroamericanos que se encuentran de tránsito a través de la República Mexicana.
El libro mencionado no escapa a la parcialidad. Son allí más numerosos los artículos destinados a analizar, desde diversas perspectivas, la situación actual y las proyecciones de la migración hacia el norte. Es comprensible, porque hay mucha tela de donde cortar: se trata de 11.2 millones de migrantes mexicanos en Estados Unidos, 22 millones si tomamos en cuenta a sus descendientes. En otras palabras, un 10% de la población mexicana vive en Estados Unidos, un 60% de las familias mexicanas tienen alguna relación cercana con esos migrantes, y un alto número de los hogares mexicanos sobreviven gracias a las remesas que llegan del otro lado.
En el libro encontramos análisis muy interesantes sobre el futuro que se vislumbra para ese movimiento migratorio. Contrariamente a lo que algunos piensan, no será un fenómeno permanente. Cierto que la demanda de trabajadores indocumentados que buscan irse a Estados Unidos, dentro de la amplia gama de ocupaciones a que se dedican, se mantendrá constante durante un tiempo indeterminado. Sin embargo, la oferta laboral mexicana tenderá a decrecer, hasta casi desaparecer, hacia 2050, si la economía del país alcanza un promedio aproximado de crecimiento del 3% anual y las tendencias demográficas se mantienen.
El tema de México como país de ingreso y tránsito de migrantes desde la frontera sur no está ausente en el libro. El artículo que se le dedica aborda, entre otros puntos, la manera en que ese movimiento migratorio está vinculado al tema de la seguridad de Estados Unidos, tal como ésta ha sido concebida después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Desde entonces, la frontera sur de México es un problema para la relación con aquel país, que coloca ese espacio en su radar de seguridad nacional.
Una aportación muy interesante, por lo novedoso de los métodos de investigación utilizados y los resultados obtenidos, se encuentra en el estudio de Guadalupe González sobre percepciones sociales de la migración. Llaman la atención las referencias a la encuesta sobre México y el mundo realizada por CIDE-Comexi en el 2006; al preguntar a los encuestados sobre la manera en que el gobierno de Estados Unidos debe tratar a los migrantes mexicanos, la inclinación mayoritaria es favorecer las políticas de fronteras abiertas y la ampliación de los canales para la movilidad laboral entre los dos países.
Sin embargo, algo muy distinto ocurre al preguntar sobre las políticas deseables ante los migrantes centroamericanos que sin documentos ni autorización entran al territorio nacional, sea para buscar trabajo o para dirigirse a Estados Unidos. En este caso, sólo una quinta parte piensa que sería deseable la opción de trabajadores temporales, y la mayoría favorece la opción de controles fronterizos, incluida la construcción de un muro que la misma mayoría desaprueba en el caso de Estados Unidos.
El resultado de esa doble percepción es fácil de constatar en el comportamiento cotidiano hacia los migrantes centroamericanos. La hostilidad, las detenciones arbitrarias, los abusos, la impunidad de quienes los extorsionan, todo ello forma parte de hechos que los mexicanos reclaman airadamente cuando se ejercen sobre sus compatriotas en Estados Unidos.
México, país de migración, tiene muchos retos por delante para enfrentar los problemas derivados de esa condición. Uno de los más complejos es asumir que la autoridad moral para pedir respeto a los trabajadores que van al norte exige modificar percepciones y comportamientos frente a los que llegan del sur. México, país de migración, no puede mantener un discurso contradictorio que, por una parte, condena violaciones a los derechos humanos de los mexicanos indocumentados en Estados Unidos, y, por la otra, no vacila en atropellar a los indocumentados que entran por su frontera sur. Remediar esa contradicción es un asunto que concierne a todas las fuerzas políticas, al conjunto de la sociedad y, ante todo, a quienes deciden sobre la acción gubernamental.
No hay duda sobre la pertinencia de estudiar a México como país de migración. Nuestra situación geográfica nos convierte en un caso único de corrientes migratorias diversas. México, país emisor de trabajadores que van a Estados Unidos; país receptor de trabajadores centroamericanos que llegan por la frontera sur; país de tránsito para cientos de miles de guatemaltecos, hondureños, salvadoreños que, al igual que sus similares mexicanos, quieren alcanzar el “sueño americano”.
Nuestra condición de país de migraciones diversas es un hecho excepcional cuyas consecuencias no se reflejan, sin embargo, en la actividad académica, la política gubernamental o el sentir de la sociedad. Ha corrido mucha tinta sobre los estudios respecto a la migración mexicana a Estados Unidos, pero poca sobre quienes vienen a las fincas cafetaleras o a los servicios en el sur de México, o sobre quienes toman el llamado “tren de la muerte” para llegar a la frontera con EU. Los reportajes televisivos y el cine han contribuido a familiarizarnos con ese fenómeno, amargo y acompañado de enormes tragedias humanas. Allí está la película reciente Sin nombre, que documenta estupendamente la violencia de las pandillas, la corrupción de las autoridades y, en general, el drama que acompaña a los centroamericanos que se encuentran de tránsito a través de la República Mexicana.
El libro mencionado no escapa a la parcialidad. Son allí más numerosos los artículos destinados a analizar, desde diversas perspectivas, la situación actual y las proyecciones de la migración hacia el norte. Es comprensible, porque hay mucha tela de donde cortar: se trata de 11.2 millones de migrantes mexicanos en Estados Unidos, 22 millones si tomamos en cuenta a sus descendientes. En otras palabras, un 10% de la población mexicana vive en Estados Unidos, un 60% de las familias mexicanas tienen alguna relación cercana con esos migrantes, y un alto número de los hogares mexicanos sobreviven gracias a las remesas que llegan del otro lado.
En el libro encontramos análisis muy interesantes sobre el futuro que se vislumbra para ese movimiento migratorio. Contrariamente a lo que algunos piensan, no será un fenómeno permanente. Cierto que la demanda de trabajadores indocumentados que buscan irse a Estados Unidos, dentro de la amplia gama de ocupaciones a que se dedican, se mantendrá constante durante un tiempo indeterminado. Sin embargo, la oferta laboral mexicana tenderá a decrecer, hasta casi desaparecer, hacia 2050, si la economía del país alcanza un promedio aproximado de crecimiento del 3% anual y las tendencias demográficas se mantienen.
El tema de México como país de ingreso y tránsito de migrantes desde la frontera sur no está ausente en el libro. El artículo que se le dedica aborda, entre otros puntos, la manera en que ese movimiento migratorio está vinculado al tema de la seguridad de Estados Unidos, tal como ésta ha sido concebida después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Desde entonces, la frontera sur de México es un problema para la relación con aquel país, que coloca ese espacio en su radar de seguridad nacional.
Una aportación muy interesante, por lo novedoso de los métodos de investigación utilizados y los resultados obtenidos, se encuentra en el estudio de Guadalupe González sobre percepciones sociales de la migración. Llaman la atención las referencias a la encuesta sobre México y el mundo realizada por CIDE-Comexi en el 2006; al preguntar a los encuestados sobre la manera en que el gobierno de Estados Unidos debe tratar a los migrantes mexicanos, la inclinación mayoritaria es favorecer las políticas de fronteras abiertas y la ampliación de los canales para la movilidad laboral entre los dos países.
Sin embargo, algo muy distinto ocurre al preguntar sobre las políticas deseables ante los migrantes centroamericanos que sin documentos ni autorización entran al territorio nacional, sea para buscar trabajo o para dirigirse a Estados Unidos. En este caso, sólo una quinta parte piensa que sería deseable la opción de trabajadores temporales, y la mayoría favorece la opción de controles fronterizos, incluida la construcción de un muro que la misma mayoría desaprueba en el caso de Estados Unidos.
El resultado de esa doble percepción es fácil de constatar en el comportamiento cotidiano hacia los migrantes centroamericanos. La hostilidad, las detenciones arbitrarias, los abusos, la impunidad de quienes los extorsionan, todo ello forma parte de hechos que los mexicanos reclaman airadamente cuando se ejercen sobre sus compatriotas en Estados Unidos.
México, país de migración, tiene muchos retos por delante para enfrentar los problemas derivados de esa condición. Uno de los más complejos es asumir que la autoridad moral para pedir respeto a los trabajadores que van al norte exige modificar percepciones y comportamientos frente a los que llegan del sur. México, país de migración, no puede mantener un discurso contradictorio que, por una parte, condena violaciones a los derechos humanos de los mexicanos indocumentados en Estados Unidos, y, por la otra, no vacila en atropellar a los indocumentados que entran por su frontera sur. Remediar esa contradicción es un asunto que concierne a todas las fuerzas políticas, al conjunto de la sociedad y, ante todo, a quienes deciden sobre la acción gubernamental.
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