En días recientes ha habido una andanada de artículos en periódicos y revistas que se han dedicado a sacrificar en el altar de las mayorías al principio de proporcionalidad como criterio de integración del Congreso y, con ello, abierta o veladamente, a la representación del pluralismo.
Bajo el argumento de que los partidos pequeños adquieren un peso desproporcionado respecto de su fuerza electoral, los críticos del sistema proporcional abogan por los méritos de contar con mayorías predefinidas y sostienen, en consecuencia, la pertinencia de todos los mecanismos que la induzcan (o que de plano la creen artificialmente), como el sistema electoral de mayoría relativa, la segunda vuelta, la cláusula de gobernabilidad y la eliminación de cualquier tope a la sobrerrepresentación. Todos, sin excepción, asumen la sobrerrepresentación como algo natural y sin duda deseable en las democracias, aunque ello sea a costa de algo que les resulta prescindible e intrascendente, que la pluralidad política esté representada.
Un argumento es que el actual sistema mixto de integración de las Cámaras provoca que los partidos pequeños sean indispensables para formar mayorías y que ello los sobredimensiona en su peso político. Así, se dice que, por ejemplo, el PVEM “con 7% de los votos tiene el mismo poder que el PAN con el 30%” (José Córdoba, Reforma, 11-04-2010). Más allá de la simplificación, si las matemáticas no fallan, toda reforma constitucional, sin excepción, con los números actuales de integración del Congreso requiere del apoyo del PAN, con lo que el argumento resulta ser falaz, porque este partido y el PVEM definitivamente “no tienen el mismo poder”.
Además, racionalmente, aún con un sistema de mayoría relativa puro, puede darse el caso que el partido mayoritario no cuente, con todo, con la mayoría requerida para tomar decisiones y, por ello, dependa de la alianza con otros partidos (incluso muy pequeños) para lograrlo.
En las democracias suele ocurrir que las mayorías tengan que construirse porque los electores con su voto no las generan a priori (incluso en el hoy santificado por muchos sistema de mayoría relativa). Pero de eso se trata precisamente la democracia, de que cuando los votos no las predeterminan, las mayorías se alcancen mediante los mecanismos de inclusión que le son típicos: la negociación, el consenso, el acuerdo político entre partes. Tal vez eso es lo que no les gusta a los detractores de la proporcionalidad y de la representación del pluralismo.
Una sociedad democrática no es sólo la que reconoce el pluralismo existente y permite expresarse a través de muchas formas de organización política, en primer lugar los partidos, sino la que contiene fórmulas para que esa diversidad ideológica y política se vea representada en los órganos de decisión colectiva, en primer lugar el parlamento. Y esa representación, para ser efectivamente representativa —y por ello democrática—, supone que refleje, en lo posible, el efectivo peso que tienen las fuerzas políticas con un mínimo de relevancia entre la sociedad. ¿Eso complica la capacidad de gobierno? Indudablemente. Pero nadie ha dicho que la democracia sea un régimen sencillo. La lógica de la democracia complica indudablemente la toma de decisiones. Pero, a cambio, su gran virtud es su intención incluyente del mayor número posible de ciudadanos y el procurar que las decisiones que se adoptan reflejen efectivamente la voluntad de la mayoría de ellos. Inclusión frente a exclusión, en ello se sincretiza el valor democrático.
Ello supone, evidentemente, que cuando los ciudadanos en las urnas no expresan una mayoría clara respecto de un partido político, esa mayoría tendrá que construirse en sede parlamentaria a través de acuerdos. Si somos congruentes con la lógica democrática es algo inevitable. Pero no sólo no es algo imposible, sino que es algo muy frecuente en muchas democracias. Va un ejemplo que sorprenderá a muchos: el de México desde el año 2000. En esta década, caracterizada por la falta de mayorías preconfiguradas, se han procesado el mayor número de reformas constitucionales para un periodo similar desde 1917 y algunas de ellas de trascendental relevancia, como la que constitucionalizó la transparencia en 2007 o la trascendental reforma electoral de ese mismo año.
Bajo el argumento de que los partidos pequeños adquieren un peso desproporcionado respecto de su fuerza electoral, los críticos del sistema proporcional abogan por los méritos de contar con mayorías predefinidas y sostienen, en consecuencia, la pertinencia de todos los mecanismos que la induzcan (o que de plano la creen artificialmente), como el sistema electoral de mayoría relativa, la segunda vuelta, la cláusula de gobernabilidad y la eliminación de cualquier tope a la sobrerrepresentación. Todos, sin excepción, asumen la sobrerrepresentación como algo natural y sin duda deseable en las democracias, aunque ello sea a costa de algo que les resulta prescindible e intrascendente, que la pluralidad política esté representada.
Un argumento es que el actual sistema mixto de integración de las Cámaras provoca que los partidos pequeños sean indispensables para formar mayorías y que ello los sobredimensiona en su peso político. Así, se dice que, por ejemplo, el PVEM “con 7% de los votos tiene el mismo poder que el PAN con el 30%” (José Córdoba, Reforma, 11-04-2010). Más allá de la simplificación, si las matemáticas no fallan, toda reforma constitucional, sin excepción, con los números actuales de integración del Congreso requiere del apoyo del PAN, con lo que el argumento resulta ser falaz, porque este partido y el PVEM definitivamente “no tienen el mismo poder”.
Además, racionalmente, aún con un sistema de mayoría relativa puro, puede darse el caso que el partido mayoritario no cuente, con todo, con la mayoría requerida para tomar decisiones y, por ello, dependa de la alianza con otros partidos (incluso muy pequeños) para lograrlo.
En las democracias suele ocurrir que las mayorías tengan que construirse porque los electores con su voto no las generan a priori (incluso en el hoy santificado por muchos sistema de mayoría relativa). Pero de eso se trata precisamente la democracia, de que cuando los votos no las predeterminan, las mayorías se alcancen mediante los mecanismos de inclusión que le son típicos: la negociación, el consenso, el acuerdo político entre partes. Tal vez eso es lo que no les gusta a los detractores de la proporcionalidad y de la representación del pluralismo.
Una sociedad democrática no es sólo la que reconoce el pluralismo existente y permite expresarse a través de muchas formas de organización política, en primer lugar los partidos, sino la que contiene fórmulas para que esa diversidad ideológica y política se vea representada en los órganos de decisión colectiva, en primer lugar el parlamento. Y esa representación, para ser efectivamente representativa —y por ello democrática—, supone que refleje, en lo posible, el efectivo peso que tienen las fuerzas políticas con un mínimo de relevancia entre la sociedad. ¿Eso complica la capacidad de gobierno? Indudablemente. Pero nadie ha dicho que la democracia sea un régimen sencillo. La lógica de la democracia complica indudablemente la toma de decisiones. Pero, a cambio, su gran virtud es su intención incluyente del mayor número posible de ciudadanos y el procurar que las decisiones que se adoptan reflejen efectivamente la voluntad de la mayoría de ellos. Inclusión frente a exclusión, en ello se sincretiza el valor democrático.
Ello supone, evidentemente, que cuando los ciudadanos en las urnas no expresan una mayoría clara respecto de un partido político, esa mayoría tendrá que construirse en sede parlamentaria a través de acuerdos. Si somos congruentes con la lógica democrática es algo inevitable. Pero no sólo no es algo imposible, sino que es algo muy frecuente en muchas democracias. Va un ejemplo que sorprenderá a muchos: el de México desde el año 2000. En esta década, caracterizada por la falta de mayorías preconfiguradas, se han procesado el mayor número de reformas constitucionales para un periodo similar desde 1917 y algunas de ellas de trascendental relevancia, como la que constitucionalizó la transparencia en 2007 o la trascendental reforma electoral de ese mismo año.
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