lunes, 5 de abril de 2010

NOSTALGIA DEL CAUDILLO

PORFIRO MUÑOZ LEDO

La edición 122 de la Asamblea de la Unión Interparlamentaria Mundial planteó esta semana en Bangkok, como tema central, la contribución de los parlamentos a la gobernabilidad y la reconciliación política. Escuchamos numerosos y dispares discursos, ninguno que diera lugar al optimismo. La benevolencia de mis compañeros me llevó a la tribuna y creí prudente esbozar un análisis comparado de la cuestión. Definir primero que la gobernabilidad democrática es la capacidad efectiva de los sistemas políticos para ejercer las atribuciones del poder público y atender las necesidades de la población en un clima de paz, equidad y libertad. Destaqué que la extensión del desorden económico a que condujo el periodo neoliberal, con la consecuente agravación de los problemas sociales y la profundización de la desigualdad, permiten hablar de una crisis de la gobernanza global. Así lo prueba la incapacidad de los Estados y de su articulación mundial para hacer frente a la inseguridad planetaria que amenaza la sobrevivencia de las especies, como quedó de manifiesto durante nuestra última reunión en Copenhague. La organización internacional es notoriamente incompetente para atacar los problemas planteados. Aspira apenas a limitarlos, atenuarlos o mitigar sus más nocivas consecuencias. Resulta imperativo reconstruir los mecanismos globales para la toma de decisiones —que fueron diseñados hace 65 años— con la participación de los parlamentos, los actores sociales y los ciudadanos. Las reiteradas cumbres de jefes de Estado y de gobierno sirven apenas para la fotografía de familia —como en los antiguos regímenes autocráticos— pero exhiben una patética impotencia política. Los legisladores son marginados, los activistas reprimidos y quienes carecen de vías para expresarse jamás serán escuchados. La inoperancia se reproduce a nivel regional, nacional y local. Se antoja que la función de los parlamentos sería llenar ese vacío de representación política y honrar el depósito de la soberanía popular. Erigirse en enlaces efectivos y demandantes entre las sociedades y sus gobiernos y renunciar a la tarea servil de correas de transmisión entre el poder y los súbditos. Nuestro deber orgánico es legislar con visión, eficacia y oportunidad. Necesitamos encarnar la pluralidad entera de nuestras naciones y sus diversos componentes y esperanzas, en vez de prestarnos a los juegos de balanza entre los intereses partidarios y los poderes económicos, por naturaleza oligárquicos. Todos los regímenes existentes acusan hoy un déficit democrático: los autoritarios han sacrificado sistemáticamente derechos humanos y libertades civiles, los presidenciales oscilan entre el populismo y la ausencia de mayorías estables para gobernar y los parlamentarios han cedido a liderazgos mediáticos y burocracias políticas que coadyuvan al debilitamiento crónico del Estado. No se trata sólo de asegurar el orden público y conformar una autoridad capaz de hacerse obedecer. Es menester la reconstrucción democrática de las instituciones públicas y el imperio del estado de derecho. Hoy son otros poderes los que han de ser equilibrados por los parlamentos: las potestades financieras, la dictadura de la imagen, las cortes tecnocráticas y los agentes transnacionales desbocados. Es tiempo de promover procesos constituyentes que fortalezcan sustantivamente el funcionamiento y alcances de los poderes públicos, ensanchen los derechos ciudadanos y la participación social en el ejercicio del gobierno. Lo esencial es que la autoridad política escape al secuestro de los poderes fácticos. A los parlamentos corresponde habilitar las decisiones, exigir cuentas al poder e impulsar procesos de cambio económico y social. Se requiere imaginación jurídica y probidad moral, contrarios a la búsqueda de mayorías automáticas que acompañen a los ejecutivos en sus desvaríos. Las cláusulas abusivas de gobernabilidad corrompen el sistema representativo y las segundas vueltas con elección legislativa de arrastre restauran ejecutivos sin contrapeso. El nuevo diseño de las instituciones mexicanas no podría obedecer a la nostalgia del autoritarismo sin grave riesgo para el país. Es hora de un debate nacional sobre la crisis y salvación del Estado.

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