El respeto sacramental que el antiguo régimen inculcó respecto de la Constitución no era sino la coartada de su legitimidad histórica, ya que la modificaba sin recato ni pausa a conveniencia de los gobernantes en turno. Esa doble moral hizo de nuestra Carta Magna la más flexible del planeta y, a partir del ciclo neoliberal, escondió cambios drásticos de rumbo opuestos a su espíritu original.
En su 50 aniversario (1967) publiqué un ensayo que daba cuenta de las 180 reformas introducidas hasta entonces. Descubrí que los cambios habían caminado mayoritariamente en tres sentidos: el reforzamiento del Ejecutivo, la centralización del poder político y los ajustes obligados por técnica jurídica deficiente, como aquellos que fijaban el número de diputados en relación al de habitantes y eran constantemente rebasados por el crecimiento demográfico.
Desde entonces germiné el proyecto de una nueva Constitución, o al menos de una revisión integral de la vigente, que resolviera las contradicciones acumuladas, adoptara una nueva sistemática y la compactara en normas de carácter general. Desterrar del texto supremo la prolijidad y el detallismo, equilibrar potestades públicas con obligaciones correlativas y otorgarle una arquitectura coherente: un marco jurídico para la modernidad.
Así surgió la idea de una IV República mexicana —heredera de las de 1824, 1857 y 1917. Ese ha sido el combate central de mi vida pública. La propuesta ha sido diferida una y otra vez porque sobre las exigencias de la razón política ha prevalecido el tradicionalismo y la pequeñez, la ignorancia del derecho comparado y la incapacidad de la clase dirigente para imaginar una profunda reforma del Estado.
Nuestra errática transición ha tenido como causa y efecto la ausencia de un nuevo proyecto nacional y de un andamiaje institucional consecuente. En vez de reordenar el conjunto del orden legal se ha desatado una fiebre de improvisaciones sucesivas. En el paroxismo de la “parchomanía” estamos arribando a medio millar de reformas constitucionales y hemos dilapidado la oportunidad histórica del bicentenario.
Cuando abogué por la revocación del mandato presidencial algunos pensaron que se trataba de una revancha política o hasta de una inquina personal. No se entendió la necesidad de formar un gobierno interino de mayoría —conforme a las previsiones constitucionales— responsable de enderezar el rumbo y convocar en este aniversario a la reformulación general de nuestros propósitos colectivos y a su concreción en una Carta fundamental renovada.
El inmediatismo y la rapiña han vedado la construcción de un acuerdo nacional de mirada larga que a todos comprometa, cuando menos por una generación. En la más aberrante de las inercias sexenalistas pareciera que el 2012 marca la tierra prometida —o temida— de los políticos. Todo se acomoda desde perspectivas contrastantes a la emergencia de un nuevo sol, aunque todos los índices apunten a un ocaso de las esperanzas nacionales.
La Constitución se ha convertido en muralla a la que se practican orificios y añadidos sin orden ni concierto, pero que nadie tiene la voluntad de reconstruir. El tumulto de iniciativas que inunda al Congreso refleja posicionamientos electorales y estertores gubernamentales más que genuina disposición al cambio. Una reforma al capítulo de derechos humanos —con notables concesiones y faltantes— que no frena las exigencias militaristas. Dos proyectos de ley en materia de radio y televisión carentes de fundamento constitucional que prolongan añejas disputas de poder al margen de la sociedad. Una ley de tratados internacionales que elude la definición de una política exterior de Estado.
La cacareada reforma política naufraga en los intentos por conceder al Ejecutivo mayorías artificiales o liquidar el pluralismo representativo. Los extravíos se multiplican: es menester encuentro de un método que vincule ambas cámaras en una comisión constitucional responsable de elaborar —a la vera de las confrontaciones— un plan integrado de transformación, como lo propusimos en el 2000.
En su 50 aniversario (1967) publiqué un ensayo que daba cuenta de las 180 reformas introducidas hasta entonces. Descubrí que los cambios habían caminado mayoritariamente en tres sentidos: el reforzamiento del Ejecutivo, la centralización del poder político y los ajustes obligados por técnica jurídica deficiente, como aquellos que fijaban el número de diputados en relación al de habitantes y eran constantemente rebasados por el crecimiento demográfico.
Desde entonces germiné el proyecto de una nueva Constitución, o al menos de una revisión integral de la vigente, que resolviera las contradicciones acumuladas, adoptara una nueva sistemática y la compactara en normas de carácter general. Desterrar del texto supremo la prolijidad y el detallismo, equilibrar potestades públicas con obligaciones correlativas y otorgarle una arquitectura coherente: un marco jurídico para la modernidad.
Así surgió la idea de una IV República mexicana —heredera de las de 1824, 1857 y 1917. Ese ha sido el combate central de mi vida pública. La propuesta ha sido diferida una y otra vez porque sobre las exigencias de la razón política ha prevalecido el tradicionalismo y la pequeñez, la ignorancia del derecho comparado y la incapacidad de la clase dirigente para imaginar una profunda reforma del Estado.
Nuestra errática transición ha tenido como causa y efecto la ausencia de un nuevo proyecto nacional y de un andamiaje institucional consecuente. En vez de reordenar el conjunto del orden legal se ha desatado una fiebre de improvisaciones sucesivas. En el paroxismo de la “parchomanía” estamos arribando a medio millar de reformas constitucionales y hemos dilapidado la oportunidad histórica del bicentenario.
Cuando abogué por la revocación del mandato presidencial algunos pensaron que se trataba de una revancha política o hasta de una inquina personal. No se entendió la necesidad de formar un gobierno interino de mayoría —conforme a las previsiones constitucionales— responsable de enderezar el rumbo y convocar en este aniversario a la reformulación general de nuestros propósitos colectivos y a su concreción en una Carta fundamental renovada.
El inmediatismo y la rapiña han vedado la construcción de un acuerdo nacional de mirada larga que a todos comprometa, cuando menos por una generación. En la más aberrante de las inercias sexenalistas pareciera que el 2012 marca la tierra prometida —o temida— de los políticos. Todo se acomoda desde perspectivas contrastantes a la emergencia de un nuevo sol, aunque todos los índices apunten a un ocaso de las esperanzas nacionales.
La Constitución se ha convertido en muralla a la que se practican orificios y añadidos sin orden ni concierto, pero que nadie tiene la voluntad de reconstruir. El tumulto de iniciativas que inunda al Congreso refleja posicionamientos electorales y estertores gubernamentales más que genuina disposición al cambio. Una reforma al capítulo de derechos humanos —con notables concesiones y faltantes— que no frena las exigencias militaristas. Dos proyectos de ley en materia de radio y televisión carentes de fundamento constitucional que prolongan añejas disputas de poder al margen de la sociedad. Una ley de tratados internacionales que elude la definición de una política exterior de Estado.
La cacareada reforma política naufraga en los intentos por conceder al Ejecutivo mayorías artificiales o liquidar el pluralismo representativo. Los extravíos se multiplican: es menester encuentro de un método que vincule ambas cámaras en una comisión constitucional responsable de elaborar —a la vera de las confrontaciones— un plan integrado de transformación, como lo propusimos en el 2000.
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