Esos conceptos forman la base de la democracia. No son los únicos, ni mucho menos, pero son esenciales. Todo depende, desde luego, de cómo se les interprete. La proporcionalidad pareciera tener su contrario en la uninominalidad; no es así, pues en muchos sistemas electorales, incluido el nuestro, se complementan. Son diferentes, pero no necesariamente contrarias. Se vuelven contrarios cuando el uno excluye al otro. La gobernabilidad debe ser democrática; pero se puede plantear una gobernabilidad que tienda al autoritarismo. De hecho, las mayorías pueden servir para hacerla democrática o autoritaria, depende, a su vez, de cómo se entiendan las mayorías, si son omniabarcantes o excluyentes.
Lo que los derechistas de hoy en México nos plantean es una embestida en contra del sentido democrático de esos conceptos. Sobre la proporcionalidad, José Córdoba Montoya (que muchos consideraron el cerebro del salinismo) se largó con un artículo que tituló “Contra el proporcionalismo” (Reforma, 11/4/2010) en el que lo ataca en tres frentes: es muy reciente, sólo una minoría de países lo aceptan y no sirve para formar mayorías sólidas, al propiciar el dominio de minorías insignificantes. Que sea muy reciente depende de qué se entienda por “reciente”. Él dice que nos viene de después de la Segunda Guerra Mundial.
Para su información: ya en 1858 el irlandés Thomas Hare planteó un sistema de proporcionalidad que, para muchos, es el que mejor la retrata. En 1902, un austriaco, Geyerhahn, propuso el sistema que luego adoptó la República Federal Alemana, mitad proporcional y mitad uninominal y que llegó a inspirar nuestra reforma política en 1977 (se le llamó “sistema alemán”). Su libro se tituló, ni más ni menos, El problema de la representación proporcional (Das Problem der verhälttnismässigen Vertretung). Eso por no decirle que la proporcional se da en la Tercera República Francesa, a partir de 1872, en la República de Weimar (1919) y también en las monarquías alemana, española e italiana. Como bien dice mi querido Chema Pérez Gay: “La ignorancia es una virtud, siempre y cuando se la practique con moderación”.
Córdoba dice que 93 países adoptan el principio de mayoría y sólo 73 el de proporcionalidad, dándose otros 23 que adoptan la fórmula de Geyerhahn. En 1982, siendo diputados de la LII Legislatura, mi ya recordado amigo José Luis Lamadrid Sauza y yo echamos cuentas sobre la representación de nuestra Cámara (300 uninominales y 100 proporcionales) y sacamos la conclusión de que en un sistema mixto la dominante no es la uninominal, sino la proporcional, porque en todos los casos corrige sus excesos. Concluimos que nuestra Cámara tenía los diputados exactos que correspondían a las votaciones que cada partido había obtenido. Hay en el mundo, así, 96 países que tienen la proporcional y 93 que tienen la uninominal. Lo de ser “mixtos” no hace una especie aparte.
La gobernabilidad no tiene que ver sólo, como lo postulan Córdoba y los derechistas mexicanos, con mayorías confiables; también debe tenerlo con una buena capacidad de negociación desde el gobierno y las diferentes fuerzas políticas. No tiene remedio, como decía Rousseau, las determinaciones políticas se toman por mayoría. Eso depende, empero, de que detrás de ellas se dé una negociación y un consenso entre los partidos y el gobierno o de que se logre la mayoría a base de excluir a los indeseables. Es un hecho, sin embargo, que nadie en el campo de la derecha habla de negociación. Ésta, para ellos, no puede darse de ningún modo y no es de eso de lo que hablan. Hablan de resolverlo todo en las urnas.
Jesús Silva Herzog Márquez lo ha argumentado con atingencia: ¿por qué se cree que dándole al presidente una mayoría se asegurará que haga las reformas que se necesitan? “Despreciando el componente deliberativo [negociador] de la democracia, subrayan el imperativo de un supuesto mandato electoral. Eliminamos obstáculos a la Presidencia porque los votos le han dado la orden de impulsar cierto proyecto”. Recordando a Dahl, concluye, terminantemente: “Los votos no instruyen al gobierno, sólo lo integran” (Reforma, 19/4/2010).
No estoy de acuerdo en darle al presidente “poderes legislativos”, si queremos preservar el principio de la división de poderes (el Ejecutivo sólo debe legislar a través de su actividad reglamentaria, para poder aplicar las leyes, pero la elaboración de éstas, aunque no nos guste, queda reservada al Legislativo, como lo manda la Constitución), también coincido con María Amparo Casar: si no se logran las mayorías en las urnas, “la salida es construirlas a través de la política que es…liderazgo, negociación y suma de voluntades” (Reforma, 20/4/2010).
La derecha, empero, no quiere saber nada de negociaciones ni de suma de voluntades. Córdoba concluye su artículo señalando que el tope del 8 por ciento para impedir la sobrerrepresentación sólo fuerza gobiernos divididos y despoja al partido más grande de su eventual derecho a gobernar. La esencia del principio de mayoría es, dice, “darle el derecho de legislar al partido que obtiene la mayoría absoluta de diputados de mayoría”. Es un misterio, porque esa “esencia” persiste en la letra de las leyes electorales. No enfrenta el hecho de que resulta inicuo que se dé una mayoría absoluta de representantes a un partido que no la ha obtenido con sus votos en las urnas. Tampoco veremos más a un partido ganando mayorías absolutas como para que se le reduzca su representatividad y no quede sobrerrepresentado, como está establecido.
Para ese genio de las tenebras, el principio de proporcionalidad sólo debería servir para redondear la mayoría del partido que haya obtenido “la mayoría absoluta de escaños”. Aquí cambia la jugada, pero no advierte que un partido que ha obtenido la mayoría absoluta no necesita ya de la proporcional. Se indigna, además, que eso se califique de “obsequio”. Quisiera saber de qué otra manera se le podría llamar. Su conclusión es que “el presidencialismo no funciona eficazmente con el principio de representación proporcional”. El “proporcionalismo” sólo sirve, hoy, para mantener la “sobrerrepresentación de las minorías”. Poco le faltó para decir que padecemos la dictadura de las minorías.
Los derechistas son prepotentes por antonomasia. Todas las relaciones políticas les parecen relaciones de fuerza. Basta ser más poderoso que el tonto que tienen al lado para que todo vaya de acuerdo con sus deseos. Un presidente fuerte, para ellos, será el que no tenga que pedirle permiso a nadie para gobernar, que pueda imponer su voluntad sin tener que dar algo a cambio a quien sea. Cualquier atadura que implique una negociación les enferma. No han acabado de entender que las negociaciones son arduas, pero posibles. Sólo basta que en ellas no se excluya a nadie y la derecha no sabe más que excluir a sus contendientes.
A Pepe Woldenberg con cariño solidario.
Lo que los derechistas de hoy en México nos plantean es una embestida en contra del sentido democrático de esos conceptos. Sobre la proporcionalidad, José Córdoba Montoya (que muchos consideraron el cerebro del salinismo) se largó con un artículo que tituló “Contra el proporcionalismo” (Reforma, 11/4/2010) en el que lo ataca en tres frentes: es muy reciente, sólo una minoría de países lo aceptan y no sirve para formar mayorías sólidas, al propiciar el dominio de minorías insignificantes. Que sea muy reciente depende de qué se entienda por “reciente”. Él dice que nos viene de después de la Segunda Guerra Mundial.
Para su información: ya en 1858 el irlandés Thomas Hare planteó un sistema de proporcionalidad que, para muchos, es el que mejor la retrata. En 1902, un austriaco, Geyerhahn, propuso el sistema que luego adoptó la República Federal Alemana, mitad proporcional y mitad uninominal y que llegó a inspirar nuestra reforma política en 1977 (se le llamó “sistema alemán”). Su libro se tituló, ni más ni menos, El problema de la representación proporcional (Das Problem der verhälttnismässigen Vertretung). Eso por no decirle que la proporcional se da en la Tercera República Francesa, a partir de 1872, en la República de Weimar (1919) y también en las monarquías alemana, española e italiana. Como bien dice mi querido Chema Pérez Gay: “La ignorancia es una virtud, siempre y cuando se la practique con moderación”.
Córdoba dice que 93 países adoptan el principio de mayoría y sólo 73 el de proporcionalidad, dándose otros 23 que adoptan la fórmula de Geyerhahn. En 1982, siendo diputados de la LII Legislatura, mi ya recordado amigo José Luis Lamadrid Sauza y yo echamos cuentas sobre la representación de nuestra Cámara (300 uninominales y 100 proporcionales) y sacamos la conclusión de que en un sistema mixto la dominante no es la uninominal, sino la proporcional, porque en todos los casos corrige sus excesos. Concluimos que nuestra Cámara tenía los diputados exactos que correspondían a las votaciones que cada partido había obtenido. Hay en el mundo, así, 96 países que tienen la proporcional y 93 que tienen la uninominal. Lo de ser “mixtos” no hace una especie aparte.
La gobernabilidad no tiene que ver sólo, como lo postulan Córdoba y los derechistas mexicanos, con mayorías confiables; también debe tenerlo con una buena capacidad de negociación desde el gobierno y las diferentes fuerzas políticas. No tiene remedio, como decía Rousseau, las determinaciones políticas se toman por mayoría. Eso depende, empero, de que detrás de ellas se dé una negociación y un consenso entre los partidos y el gobierno o de que se logre la mayoría a base de excluir a los indeseables. Es un hecho, sin embargo, que nadie en el campo de la derecha habla de negociación. Ésta, para ellos, no puede darse de ningún modo y no es de eso de lo que hablan. Hablan de resolverlo todo en las urnas.
Jesús Silva Herzog Márquez lo ha argumentado con atingencia: ¿por qué se cree que dándole al presidente una mayoría se asegurará que haga las reformas que se necesitan? “Despreciando el componente deliberativo [negociador] de la democracia, subrayan el imperativo de un supuesto mandato electoral. Eliminamos obstáculos a la Presidencia porque los votos le han dado la orden de impulsar cierto proyecto”. Recordando a Dahl, concluye, terminantemente: “Los votos no instruyen al gobierno, sólo lo integran” (Reforma, 19/4/2010).
No estoy de acuerdo en darle al presidente “poderes legislativos”, si queremos preservar el principio de la división de poderes (el Ejecutivo sólo debe legislar a través de su actividad reglamentaria, para poder aplicar las leyes, pero la elaboración de éstas, aunque no nos guste, queda reservada al Legislativo, como lo manda la Constitución), también coincido con María Amparo Casar: si no se logran las mayorías en las urnas, “la salida es construirlas a través de la política que es…liderazgo, negociación y suma de voluntades” (Reforma, 20/4/2010).
La derecha, empero, no quiere saber nada de negociaciones ni de suma de voluntades. Córdoba concluye su artículo señalando que el tope del 8 por ciento para impedir la sobrerrepresentación sólo fuerza gobiernos divididos y despoja al partido más grande de su eventual derecho a gobernar. La esencia del principio de mayoría es, dice, “darle el derecho de legislar al partido que obtiene la mayoría absoluta de diputados de mayoría”. Es un misterio, porque esa “esencia” persiste en la letra de las leyes electorales. No enfrenta el hecho de que resulta inicuo que se dé una mayoría absoluta de representantes a un partido que no la ha obtenido con sus votos en las urnas. Tampoco veremos más a un partido ganando mayorías absolutas como para que se le reduzca su representatividad y no quede sobrerrepresentado, como está establecido.
Para ese genio de las tenebras, el principio de proporcionalidad sólo debería servir para redondear la mayoría del partido que haya obtenido “la mayoría absoluta de escaños”. Aquí cambia la jugada, pero no advierte que un partido que ha obtenido la mayoría absoluta no necesita ya de la proporcional. Se indigna, además, que eso se califique de “obsequio”. Quisiera saber de qué otra manera se le podría llamar. Su conclusión es que “el presidencialismo no funciona eficazmente con el principio de representación proporcional”. El “proporcionalismo” sólo sirve, hoy, para mantener la “sobrerrepresentación de las minorías”. Poco le faltó para decir que padecemos la dictadura de las minorías.
Los derechistas son prepotentes por antonomasia. Todas las relaciones políticas les parecen relaciones de fuerza. Basta ser más poderoso que el tonto que tienen al lado para que todo vaya de acuerdo con sus deseos. Un presidente fuerte, para ellos, será el que no tenga que pedirle permiso a nadie para gobernar, que pueda imponer su voluntad sin tener que dar algo a cambio a quien sea. Cualquier atadura que implique una negociación les enferma. No han acabado de entender que las negociaciones son arduas, pero posibles. Sólo basta que en ellas no se excluya a nadie y la derecha no sabe más que excluir a sus contendientes.
A Pepe Woldenberg con cariño solidario.
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